Si el impuesto al sol no persigue sino mantener invariable la 
estructura de ingresos del sistema eléctrico cabría penalizar igualmente
 cualquier otra medida que conllevara un ahorro de energía. Jorge Morales de Labra  29/08/2015
 
A buen seguro que habrá oído hablar del autoconsumo 
de energía. Puede incluso que alguna viñeta satirizando el "impuesto al 
sol" haya captado su atención. Un mínimo sentido crítico exige 
preguntarse si realmente es posible que el Gobierno esté dificultando 
que los consumidores pasemos a autoabastecernos de la energía del Sol y,
 de ser así, qué le impulsa a hacerlo.
Es 
indiscutible que presenciamos una revolución en uno de los sectores 
tradicionalmente más inmovilistas, el energético, derivada del fuerte 
abaratamiento de las energías renovables. En un número aceleradamente 
creciente de lugares —entre ellos, la práctica totalidad del territorio 
nacional— hoy en día es mucho más barato producir electricidad en el 
tejado de casa que comprarla a la compañía eléctrica.
La tecnología responsable, la solar fotovoltaica, ha 
sorprendido a propios y extraños abaratando sus costes en más de un 80% 
en menos de cinco años. Ha pasado de ser un artículo "de lujo", que 
requería de fuertes apoyos para su despliegue, a un electrodoméstico 
que, en lugar de aumentar el importe del recibo, lo abarata. Es limpia, 
es modular (desde un pequeño panel para compensar el consumo del 
frigorífico hasta inmensas instalaciones de centenares de hectáreas de 
extensión que ya compiten con las grandes centrales eléctricas) y ahora,
 además, es barata. En muchos casos, la más barata.
Pero tiene dos inconvenientes: es variable (no siempre hace sol cuando 
queremos consumir electricidad) y, sobre todo, trata de implantarse en 
un sector con ingentes intereses preexistentes.
Respecto al problema de la variabilidad existen dos posibles soluciones:
 permanecer conectado a la red eléctrica para que ésta supla los 
déficits; o almacenar los excedentes para consumirlos después. Es en la 
primera alternativa en la que nos topamos con la normativa del sector 
eléctrico y, en consecuencia, con la capacidad de intervención del 
Gobierno.
El actual Gobierno, además de plagar de 
trámites administrativos innecesarios las instalaciones de autoconsumo, 
tacha de insolidarios a quienes pretenden autoabastecerse parcialmente, 
porque dejan de "contribuir al sistema" en la misma proporción en que lo
 hacían con anterioridad y, en consecuencia, trasladan "su carga" al 
resto de consumidores. De ahí que haya propuesto que a aquéllos se les 
imputen una serie de cargos por la energía autoproducida, salga o no 
ésta a la red eléctrica. Es lo que coloquialmente conocemos como 
"impuesto al sol".
El argumento esconde dos 
realidades muy preocupantes: que el Gobierno necesita de la contribución
 de todos nosotros a las cuentas del sector eléctrico y que hay algunas 
formas de ahorro que están discriminadas frente a otras.
Así es, 
 si el impuesto al sol no persigue sino mantener invariable la 
estructura de ingresos del sistema eléctrico cabría penalizar igualmente
 cualquier otra medida que conllevara un ahorro de energía. ¿Se imagina un impuesto a la leña o al doble acristalamiento por razón de solidaridad?
En el fondo, el debate subyacente es el de qué costes del sector 
eléctrico son fijos y cuáles dependen de la cantidad de energía 
suministrada. Es comprensible que las compañías eléctricas traten de 
convencernos de que la mayoría de sus costes pertenecen a la primera 
categoría. No lo es tanto, a mi juicio, que el Gobierno, e incluso la 
Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMC), compartan su 
criterio.
Un ejemplo: la ubicación privilegiada de 
una serie de centrales eléctricas (principalmente de gas), les permite 
obtener una retribución de casi tres veces el precio normal del mercado,
 lo que supone más de 700 millones anuales de sobrecoste para los 
consumidores que, para mi asombro, tanto Gobierno como CNMC pretenden 
imputar también a los autoconsumidores por la energía que no sale de sus
 casas.
Es más, suponiendo que fuéramos capaces de 
determinar qué costes son fijos —lo que, como vemos, no resulta nada 
pacífico— cabría preguntarse cómo hay que repartirlos entre los 
consumidores. Y he aquí que nos encontramos con una tarifa eléctrica 
plagada de arbitrariedades y de subsidios cruzados.
Los consumidores pagamos un término "fijo", asociado a la potencia que 
contratamos (la demanda máxima que podemos exigir a la red en un momento
 determinado) y un término "variable", que depende del consumo medido 
por el contador. Lo lógico sería que los costes fijos se pagaran a 
través del término fijo. De ser así, no habría problema en que alguien 
ahorrara energía o se autoabasteciera: en la medida en que no fuera 
capaz de bajar su potencia contratada, su contribución a éstos no se 
vería reducida.
Nada más lejos de la realidad:  no hay ninguna metodología objetiva para calcular qué parte del recibo es fija y cuál depende del consumo.
 De ahí las críticas —y la confusión— a la decisión del actual Gobierno 
de duplicar el precio del primer término en menos de un año a costa de 
rebajar ligeramente el del segundo. Es más,  tampoco hay criterio para imputar objetivamente los costes entre los diferentes tipos de consumidores.
 Mucha gente desconoce que los consumidores industriales en España 
prácticamente no pagan primas a las energías renovables, lo que resulta 
aún más llamativo cuando se escucha a éstos achacar a aquéllas sus altos
 precios eléctricos.
Mientras la tarta se ha 
repartido entre los mismos, estas disfunciones no han resultado ser 
demasiado problemáticas. Pero ahora que millones de personas pueden 
intervenir en el reparto, la cosa se complica. ¿Quién nos iba a decir 
que un simple panel solar iba a destapar las vergüenzas del sector 
eléctrico?
En efecto, lo más contradictorio es que 
los autoconsumos que desde hace años vienen practicando tanto el sector 
industrial (cogeneración) como las propias centrales eléctricas 
(consumos propios, que solo pagan peajes desde 2012) no hayan sufrido 
ningún tipo de impuesto al sol. Y la cantidad de energía involucrada no 
es despreciable: nada menos que el equivalente al consumo de 4,5 
millones de familias.
Para salir de este enjambre nos
 queda, pues, confiar en un cambio radical de la regulación eléctrica 
—permítame que no apueste por ello en el corto plazo— o acudir a la 
segunda solución para afrontar la variabilidad renovable: encomendarnos a
 las baterías. Y en esto tenemos muy buenas noticias: están también 
reduciendo agresivamente sus costes, lo que las convierte en la pareja 
ideal de las renovables.
En un ataque de paroxismo, 
el Gobierno propuso un cargo complementario por el uso de las baterías. 
En esta ocasión era tan evidente que la motivación no era técnica —la 
incorporación de baterías reduce el coste del sistema eléctrico— sino 
recaudatoria que, esta vez sí, la CNMC lo rechazó duramente haciendo 
notar que en esta línea incluso  "cabría impedir al 
resto de consumidores (los no acogidos a ninguna modalidad de 
autoconsumo) que redujeran su potencia contratada". La respuesta 
del Gobierno ha sido escalofriante: extender el cargo complementario a 
cualquier sistema que permita reducir la potencia contratada y, en 
consecuencia, el término fijo de la factura de la luz.
Es claro, pues, que el Gobierno se afana en parchear la muy deficiente 
estructura de la tarifa eléctrica para evitar que el autoconsumo se 
desarrolle.
Lo verdaderamente notable es que gracias a
 la enorme reducción de precios que la tecnología aún nos va a deparar 
en los próximos cinco años, incluso con el impuesto al sol propuesto y 
sin que se valoren las enormes ventajas económicas, sociales y 
medioambientales del autoconsumo, éste va a acabar imponiéndose. 
Entonces veremos quiebras de empresas eléctricas en todo el mundo. 
Aquéllas que no se hayan adaptado a tiempo a un cambio de modelo de 
negocio.
Nos encontramos pues, ante una encrucijada 
histórica en el sector de la energía frente a la que caben dos 
alternativas: poner trabas al desarrollo del autoconsumo, lo que a mi 
juicio solo va a servir para retrasar su implantación y que nos acabe 
saliendo más caro; o integrarlo de forma ordenada en el sistema 
eléctrico actual sabiendo que los cambios que introduce son de enorme 
envergadura.
Con la actual propuesta del Gobierno 
estamos abocados a la primera vía, lo que nos deparará casos cada vez 
más numerosos de consumidores aislados de la red, incluso en el interior
 de las ciudades. Variar el rumbo hacia la segunda vía requiere 
objetividad, transparencia y visión de futuro. La pretendida solidaridad -con las eléctricas, se entiende- no sirve.
Si quiebran las empresas eléctricas, qué va a ser de la jubilación como consejero de nuestro políticos en esas empresas?
ResponderEliminarGran problema el que planteas!
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