Bea Fernández Kunst Melilla , 8/08/2018
La ciudad es una maqueta de la estructura neocolonialista según la cual se acepta que la gente con menos recursos sufra escasez por el sobreconsumo de Occidente
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Melilla es, con Ceuta, el único territorio europeo que queda en el continente africano. La pequeña frontera terrestre entre España y Marruecos ostenta el título de la más desigual del mundo. Es el ojo de la aguja de un continente convertido en fortaleza, cuya estrategia consiste en repeler violentamente a toda aquella persona que trata de entrar. La consecuencia: un verdadero desastre humanitario ante nuestros ojos.
Pese a que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya ha condenado la práctica de las “devoluciones en caliente” en la frontera española por suponer una violación absoluta del derecho de asilo, las autoridades se amparan en la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana (“Ley Mordaza”) para continuar llevándolas a cabo.
También ha sido repetidamente condenado el uso de las concertinas, cuchillas instaladas en lo alto de las vallas de Melilla y Ceuta, por su extrema peligrosidad. Sin embargo, lejos de erradicarse, su uso se ha extendido a zonas portuarias para dificultar el acceso de personas que intentan llegar a la península como polizones.
El Gobierno de Pedro Sánchez ya ha anunciado su voluntad de terminar con estas irregularidades largamente denunciadas por diversos sectores de la sociedad, que recuerdan que la presión migratoria no se reduce con medidas represivas y que el endurecimiento de las condiciones solo modifica las vías y las hacen más mortales.
El Gobierno de Melilla alerta del riesgo de un “efecto llamada” en caso de llevarse a cabo estas medidas. El peligro de que cargos públicos defiendan el incumplimiento de los Derechos Humanos para intentar detener la entrada irregular de personas responde, según el colectivo Caravana Abriendo Fronteras, “a una política que deshumaniza a las personas migrantes, que las despoja de sus derechos”. Desde esta organización, que viajó el verano pasado a la frontera sur de España y que este se ha desplazado hasta Italia para denunciar la violación de derechos del colectivo migrante, se habla ya de una “necropolítica en la Europa Fortaleza”.
Al llegar a Melilla lo primero que sorprende es la militarización de la ciudad. La notable presencia del ejército y de las fuerzas y cuerpos de seguridad revelan la especial situación geopolítica de la ciudad autónoma.
Por otra parte, llaman la atención vestigios del pasado como la estatua de Francisco Franco, antes de ser Caudillo, que da la bienvenida al visitante al bajar del ferry. El aroma patriotero también se percibe en el callejero de la ciudad: 47 de sus vías tienen nombre de falangistas y de generales de la dictadura.
La localidad tiene una extensión de 12km² y está rodeada por una doble valla de 6 metros de alto formada por verjas de acero, alambre de espino, cuchillas y verja antitrepa. Todo dispuesto para separar el enclave español de los vecinos marroquíes, África de Europa.
Como explica el profesor Sebastián Sánchez, catedrático del Campus de la UGR en Melilla, “la ciudad tiene un origen multirracial y multiétnico de base”. No hay más que dar un paseo por sus calles para encontrar vecinas y vecinos con chilaba, hiyab, kipá o crucifijo.
De sus 86.120 habitantes censados, aproximadamente la mitad son originarios del Rif, región marroquí sobre la que se asienta la ciudad. Este colectivo, de lengua y cultura amazigh, sin embargo, no ve reconocido su idioma de manera oficial, a pesar de que cuenta con un porcentaje de hablantes mayor que el euskera en el País Vasco.
La filóloga Alicia Fernández, en su estudio sobre la riqueza lingüística en Ceuta y Melilla, refleja el empeño institucional de potenciar el castellano y otorgarle el rango de única lengua oficial. Para ella, esta discriminación atiende al uso del idioma como símbolo de pertenencia del territorio melillense al Estado español.
Otro rasgo de la ciudad, largamente denunciado por ONGs y asociaciones de defensa de los Derechos Humanos, es el fenómeno, ya endémico, de los menores no acompañados que viven en la calle. Esta población flotante varía entre 60 y 100 niños, dependiendo de la época, y son coloquialmente conocidos como “menas”.
La mayoría de ellos pernoctan de forma intermitente en La Purísima, el más grande de los cuatro centros de menores de la ciudad. Esta institución cuenta con unos 500 internos, lo que supone una ocupación de aproximadamente el 300% de su capacidad inicial. Los “menas” que rechazan la tutela del centro viven esperando el momento adecuado para hacer “Risky” (nombre que dan los chavales al salto a los barcos que se dirigen a la península).
Esta práctica frecuentemente tiene como consecuencia graves lesiones en los niños e incluso la muerte. Durante su espera, además, los menores se ven envueltos en situaciones de violencia y consumo de drogas.
Pero ¿por qué rechazan estos niños la tutela de la ciudad autónoma? Según la asociación PRODEIN, que trabaja por los derechos de la infancia en Melilla desde 1998, el principal motivo de los menores para estar en la calle y rechazar la vía del centro es la imposibilidad para regularizar su situación en España. Para José Palazón, fundador de la asociación, “estos niños soportarían las malas condiciones y el trato inadecuado del centro de menores si al salir obtuvieran papeles”.
(...) José Palazón explica que “en la ciudad mucha gente vive de espaldas a lo que sucede en la valla. En ocasiones porque su situación precaria no les permite asumir riesgos y en ocasiones para mantener una posición socioeconómica cómoda”. El escaso número de melillenses que alza la voz contra la vulneración de Derechos Humanos que se produce en la frontera son tachados de enemigos de la ciudad.
Es fácil caer en el juicio precipitado, pero Melilla no es más que una metáfora, un experimento a pequeña escala de lo que sucede en nuestra sociedad. Es una maqueta en la que observar fácilmente esta estructura neocolonialista en la que hemos naturalizado que la población que menos recursos tiene sufre la escasez como consecuencia del sobreconsumo de Occidente. Es el reflejo de la desigualdad de un mundo donde los que menos contaminan son quienes primero sufren las consecuencias de la destrucción del medio ambiente (...)