lunes, 16 de marzo de 2015

A la Universidad le toca el turno, de JOSÉ LUIS VILLACAÑAS

Publicado: 16.12.2014 JOSÉ LUIS VILLACAÑAS 

http://www.levante-emv.com/opinion/2014/12/16/universidad-le-toca-turno/1201739.html

Tienen razón los que sugieren que la Universidad española padece los mismos vicios y problemas que la sociedad. Puesto que la renovación de la vida política está sacando a la luz los lados oscuros de la realidad, debemos dar la bienvenida al esfuerzo por iluminar los aspectos insostenibles de la institución universitaria. Por eso no es de extrañar que los principales diarios dediquen documentos monográficos al estado de nuestra Universidad. El domingo, sin ir más lejos, Levante EMV mostraba la merma de capital humano que está experimentado la Investigación valenciana. La conclusión se puede trasladar con seguridad a España entera.
Como es natural, este es un asunto tan complejo como todos los demás y no se abordará bien colándose en unas clases para verificar lo que todo el mundo sabe, que hay profesores buenos, regulares y peores. Eso es lo que hizo el pasado domingo El País en un artículo frustrado. Hay estratos temporales en este problema que determinan el presente, pero que no se hacen transparentes a la primera impresión. Nuestra Universidad es el fruto de la expansión social de los 70 y del cierre funcionarial de los 80. Ese tiempo estuvo marcado por una divisa: la ocupación de espacios. Los campus se hicieron con nuevos terrenos, desplegaron nuevas carreras, fomentaron las especializaciones, aumentaron las plantillas y de forma acelerada las estabilizaron, entraron en el terreno de los parques tecnológicos, de las promociones urbanísticas, desplegaron la extensión cultural, los cursos de verano, multiplicaron los elementos burocráticos y administrativos. Lo hicieron todo a la vez. Pero lo hicieron al precio de hipotecar a la generación siguiente. No todo el que quiso quedarse en aquella Universidad lo hizo. Pero el nutrido cuerpo de los que entraron pudo plantear el argumento verosímil de que se habían quedado los mejores de sus respectivas promociones.
Esa Universidad en expansión respondía a una sociedad que todavía tenía mucho por hacer en la Enseñanza Secundaria, en la organización profesional, en la complejidad y diversificación social, en la atención a servicios públicos, en las demandas de la industria. La Universidad atendió esas demandas con suficiencia. El azar en la selección del profesorado, la endogamia y la improvisación, hicieron su efecto negativo, pero fueron compensados con dos elementos: el tono optimista de una sociedad en modernización y la clara relevancia profesional de los estudios universitarios, lo que permitía a los estudiantes superar, por sus propios medios, los defectos de aquellos profesores.
Estas políticas expansivas dañaron las cuentas universitarias en los primeros años del nuevo siglo. Ya en este tiempo comenzaron a contraerse las políticas de plazas y promociones. Con presupuestos estabilizados, con deudas crecientes, las universidades comenzaron a intervenir donde podían para ahorrar. Habían contraído obligaciones constantes que comenzaron a lastrar los apoyos a la docencia y a la investigación. Las dimensiones instrumentales auxiliares crecieron tanto que amenazaron las dimensiones finalistas. Así, las universidades comenzaron a prescindir del capital científico porque era muy caro. Surgieron los planes de jubilaciones anticipadas. Como estaban hechos para ahorrar, no para producir un recambio generacional, lo jubilados fueron sustituidos por un profesorado a tiempo parcial, que buscaba en la Universidad un oxígeno todavía más escaso en otras instituciones. Mucho antes de que el ministerio redujese la tasa de reposición, ya las universidades la venían restringiendo, presionadas por su deuda, no por una política de aliento.
La política de incentivos no fue lo único que motivó las jubilaciones. También tuvo ese efecto una creciente burocratización de la tarea universitaria y, sobre todo, una política vertiginosa de cambio de planes de estudios que aumentaba los requisitos de adaptación para un profesorado crecientemente cansado. Todo junto, hizo que ya nadie pensara en una reordenación profunda. La crisis ha hecho el resto. Nadie desde dentro pensó en reformar este edificio desproporcionado, y así el Gobierno Rajoy dio paso a un proceso lento de desmantelamiento, en el que ahora estamos. Para eso se aprovecharon dos cosas ya operativas: los Planes de Estudio de Bolonia y la crisis. Bolonia desestabilizó esquemas estables y útiles. La crisis ha elevado las tasas para vaciar las aulas. La reforma de los Planes de Estudios del Bachillerato, la contracción social general, la reducción de la tasa de recambio en los sectores de servicios públicos, la pérdida de horizontes de la juventud sin futuro, hicieron el resto.
Así se ha desarticulado la relación entre el sistema universitario, el sistema de la Administración, el sistema profesional y el sistema educativo. Dadas las políticas emprendidas, nuestra sociedad no prevé colocar médicos, periodistas, abogados, profesores, arquitectos, biólogos, economistas. El sistema productivo prevé usar a los jóvenes espabilados que pueda, pero en tareas lejanas de sus estudios, y con sueldos miserables, porque sabe que quien tiene formación tendrá flexibilidad. Los universitarios se colocan más que la media, pero no en lo que han estudiado y con la misma precariedad que los demás. Acabar la carrera es ganar un boleto para jugar en la tómbola de un mercado laboral estrecho, mezquino, ventajista. O para irse al extranjero.
En estas condiciones, el desánimo cunde en toda la serie institucional. Y esto es letal. Hemos de decir que uno de los males fundamentales que arrastra la Universidad es la falta de sentido profesional de los estudiantes. En las condiciones que hemos descrito, reclamarla es una utopía. Pero la profesionalidad no es sino una vocación generalizable. Siempre estarán las vocaciones apasionadas, pero esas son escasas. Las formas mayoritarias de hacer un trabajo se sostienen sobre prácticas profesionales. Nuestros alumnos no tienen ese horizonte. Eso es trágico porque quienes hacen mejor la Universidad son los alumnos. Los profesores son una voz de respuesta. No son la voz originaria. Sólo los estudiantes marcan la impronta de la Universidad. Mientras esto no se vea claro, no se entenderá nada de esta institución. Tenemos la experiencia de la evaluación del profesorado. La mayoría de la encuestas no son válidas porque solo una minoría de alumnos las hacen.
Y con razón. Una profesión siempre puede mejorarse con el aporte reflexivo de los que la practican. Este espíritu de autocrítica no ha ingresado en la Universidad española. El alumnado ha desesperado de que su aporte reflexivo sea útil. No entiende el sentido de una encuesta que se le hace después de haber padecido a un profesor, y que irá a un gabinete desconocido, que se le comunicará en privado al interesado, que este podría muy bien no abrir, y que en todo caso, a él, como alumno, ya no le reportará beneficio alguno. El alumno no entiende estos actos burocratizados y sabe que el único objetivo de esas encuestas es cumplir con los requisitos que la Aneca establece para las acreditaciones. De ahí que los profesores jóvenes «persigan a lazo» a los estudiantes para que respondan su encuesta y así obtener el certificado de cualificación para sus currículos. Por supuesto que el profesor funcionario responde a la indiferencia con la indiferencia. En realidad, nadie tiene constancia de que se haya mejorado algo con esas encuestas.

Como se puede suponer, la respuesta del profesorado a esta situación es variada. Desde el que usa la falta de profesionalidad del estudiante como coartada para su abandono científico, hasta el que se desespera porque, tras una larga vida de estudio, apenas puede confiar en que su profesión sobreviva. Pero al margen de estos extremos patéticos, lo general es que una mayoría de profesores quiere mejorar su trabajo, y piensa cómo hacer más eficaz no solo su práctica comunicativa de conocimiento sino la mejora de las prácticas profesionales en general. La verdad es que no saben cómo hacerlo. Por doquier, sólo veo voluntarismo y desolación.
¿Qué hacer en esta situación? Creo que hay que exigir a las Universidades planes de corrección de estos defectos. Esto significa ante todo que hay que cambiar el concepto de autonomía universitaria. Hasta ahora esta ha significado libertad de gasto sin dar cuenta a nadie. Sin embargo, la Universidad ha padecido una intromisión continua en sus fines exclusivos, los planes de estudios y la Investigación. Creo que esto hay que invertirlo. Hay que exigir a las Universidades que den cuenta del último céntimo, pero hay que otorgarles libertad científica e investigadora. Esto es: hay que eliminar la burocracia que lastra el trabajo académico de las universidades y hay que atarles las manos del gasto, que tendría que ajustarse a planes previamente definidos. Justo lo contrario de lo que se ha hecho hasta ahora. No hay que pensar en cambiar los sistemas de gobernanza, que son suficientemente democráticos.
Hay que pensar en dedicar la Universidad a sus fines, dándole libertad para reflexionar sobre la manera de mejorar la docencia y la investigación. Ninguna mejora se hará desde fuera. Pero tampoco se logrará ninguna sin darle la libertad de reflexión y de actuación para cambiar. Es la única actitud coherente. La que se ha mantenido hasta ahora viene inspirada por una desconfianza estéril y por un dirigismo abstracto, que produce en la Universidad una resistencia completa y suicida al cambio. Esto a su vez ofrece la coartada perfecta para una adicional política invasiva de desmantelamiento. Aquí, sin duda, sólo nos salvará una revolución mental e intelectual.

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