Desde que llegó la crisis, todo es destrucción, acelerada a partir del actual Gobierno. No hay voluntad de reforma, no hay planes de mayor eficiencia y rendimiento, ni de mejor distribución y empleo de recursos
SANTOS JULIÁ - 26 ENE 2015
http://elpais.com/elpais/2015/01/14/opinion/1421264130_105197.html
Venimos de un Estado pobre, menesteroso, por no decir miserable, más que
endeudado, en permanente bancarrota desde la guerra de la independencia
hasta la guerra de Cuba. En medio, guerras civiles entre liberales y
carlistas y, después, los continuados desastres de la guerra de
Marruecos, que prolongaron la situación de quiebra hasta bien entrado el
siglo XX, cuando “pacificado” el protectorado marroquí, una enésima
rebelión militar, con su secuela en forma de revolución obrera y
campesina, arrasó de nuevo al Estado dejando aquella espantosa ruina que
fue la herencia recibida por quienes penamos la suerte de nacer en los
años del hambre.
Es un tópico de nuestra historia atribuir la floración de naciones,
venidas a la existencia en la coyuntura de aquel fin de siglo, a una
debilidad congénita del Estado español. ¿Debilidad, se podría preguntar,
o más bien ausencia? Cuando Ortega publicó su apelación a la República,
varios años después de que Azaña lanzara la suya, cerró su memorable
artículo con un “¡Españoles, no tenéis Estado, reconstruidlo!”. El
Estado español de los años veinte del siglo pasado se había convertido
en una especie de sociedad de socorros mutuos, había escrito también
nuestro más ocurrente filósofo. Ocurrencia genial en este caso, porque
en efecto todo el aparato del Estado no daba más que para sostener a
aquella sociedad que en otra ocasión el mismo Ortega calificó como vieja
España.
El caso es que, entre el servicio de la deuda contraída para alimentar
un ejército en permanente derrota, lamiéndose sus heridas en el exterior
con sus recurrentes rebeliones en el interior, el Estado español
careció de recursos, no ya para crear nación, sino para edificar centros
escolares, construir institutos de enseñanza media, financiar centros
superiores de investigación científica, levantar hospitales, extender
ambulatorios, abonar pensiones, desarrollar servicios. La enseñanza
primaria y media se abandonó en los centros urbanos a manos de la
pléyade de órdenes y congregaciones religiosas que acudieron a España
como a panal de rica miel cuando comprobaron que el Estado no dedicaba
ni un céntimo al capítulo de salarios a maestros, y dejaba pasar décadas
sin construir ni un solo instituto. En los hospitales de beneficencia
se hacinaban los pobres, y los ambulatorios de la mal llamada Seguridad
Social eran lugares sucios y malolientes, donde un médico mal pagado
recibía al paciente sin dejar que se sentara, apestando a tabaco y
recetando cualquier cosa en un minuto, después de echarle una mirada de
abajo arriba en la que se concentraba la mezcla de desprecio y hastío
que le provocaba aquella hora en que despachaba a una cincuentena de
pacientes.
Ese fue el Estado que heredamos: nada de extraño que, cuando llegamos a
la edad de la razón política, quisiéramos ser como los franceses.
Parecerá una tontería, pero aquel querer ser como actuó al modo
de espoleta, movilizando energías y recursos, despertando voluntades y
agudizando inteligencias para acabar de una buena vez con el lamento y
poner manos a la obra: en pocos años dejamos de querer ser como y emprendimos la tarea de ser como. En
resumen: un Estado democrático al modo de Europa, con un potente
sistema de salud, educación primaria universal y gratuita, institutos
para enseñanza media, universidad en expansión, centros de
investigación, pensiones. El español era por fin como los europeos un
Estado sostenido en el compromiso keynesiano, en bienes públicos que
amortiguan las desigualdades sociales inherentes al sistema capitalista.
Y de pronto, la política elaborada para hacer frente a la primera gran
crisis del capital del siglo XXI rompe, contra los intereses de la
mayoría, el pacto que sirvió de base a nuestro actual Estado social. Las
listas de espera en la sanidad pública se alargan hasta el punto de
sumar cientos de miles los pacientes que ven pasar meses y hasta años
sin posibilidad de realizar una consulta, someterse a un análisis o
sufrir una operación. Y si se mira al ámbito de la ciencia, el paisaje
comienza a ser el de un territorio desertado, producto de una terapia de
choque: drástica reducción de presupuestos, supresión de programas,
cierre de equipos, investigadores a la calle. La majadera provocación de
Miguel de Unamuno cuando de su pluma salió “que inventen ellos” no es
nada comparado con el perverso designio que anima al Gobierno de
esquilmar la producción científica en España.
Aunque la propaganda política se cebe en desprestigiar a los
funcionarios como individuos que una vez conquistada su plaza se echan a
sestear, es lo cierto que en la historia de la Universidad y de los
centros superiores de investigación de España nunca se había publicado,
debatido o celebrado simposios como en los últimos 30 años. Nunca tantos
españoles han participado en tantos proyectos internacionales de
investigación o han ganado una plaza docente en universidades
extranjeras. Pero nunca tampoco han vivido tantos investigadores, con
decenas de artículos publicados en las mejores revistas de su
especialidad, tan en precario, como becarios hasta cumplidos los 40
años, o haciendo ya las maletas. Y el panorama no es muy diferente si se
mira a la educación primaria y media: miles de profesores que habían
concursado con éxito en oposiciones para plazas docentes y que solo
pudieron ocuparlas de forma interina se han encontrado con el despido
mientras se expanden los colegios concertados.
Tan recién construido como era nuestro Estado social, con apenas 30 años
de vida, y ya se empeñan desde los Gobiernos en provocar su
irreversible ruina, reduciendo presupuestos en sanidad, educación y
ciencia, paralizando inversiones, expulsando a interinos, amortizando
plazas de jubilados (10 por uno es nuestro precio), externalizando —¡qué
negocio!— servicios, congelando salarios. Y como la política de
destrucción de bienes públicos por las bravas, entregándoselos a precio
de saldo a intereses privados, ha tropezado con fuertes resistencias en
la calle, se ha sustituido por un deterioro programado: que nos hartemos
de esperar tres, seis, nueve meses en una lista y vayamos adonde
tendríamos que haber ido desde el principio, a la clínica privada; que
la gente se espante al ver que sus hijos van a una clase donde los
alumnos comienzan a ser multitud y los maestros parecen cansados.
Lo vamos a sentir, a llorar más bien, porque nunca hemos disfrutado en
España de bienes públicos en tanta cantidad y de tan alta calidad como
los construidos desde la Transición a la democracia hasta 2008. Pero
desde que nos golpeó la crisis, todo es destrucción, acelerada a partir
del retorno del Partido Popular al poder. Destrucción, no reforma, no
planes en busca de mayor eficiencia, no mejora en la distribución y
empleo de recursos, no propuestas para alcanzar mayores rendimientos, no
políticas de personal que premien méritos y penalicen ausencias
inexcusables. Reformar para qué, si se ahorra más y se acaba antes
sacudiéndonos todo este peso de encima: esa es la política; y este el
resultado: una amenazante devastación de bienes públicos que pone fin al
periodo de mayor cohesión social vivido por la sociedad española desde
que existe como sujeto político, o sea, desde la Constitución de Cádiz.
Lo que vendrá después, una vez culminada la operación, ya se puede
imaginar: los bienes y servicios públicos emergerán de su ruina como
propiedades privadas cuyo acceso por los ciudadanos estará en función de
su diferente poder adquisitivo. No era bastante la agresión que las
clases medias, en sus distintos niveles, han sufrido con la bajada de
salarios nominales y reales, la masiva pérdida de empleos, los ERE y
demás artefactos de liquidación de derechos laborales, que no contentos
con todo eso, se aplican a dar la última puñalada: si necesitas ir al
médico, hazte un seguro privado; si estás dotado para la ciencia, vete
al extranjero; si quieres para tus hijos un colegio con un profesorado
joven y motivado, págatelo de tu bolsillo. Esto es el mercado, so
idiotas, nos dicen los que pretenden protegernos de la devastación que
ellos mismos provocan en los bienes públicos. Y en esas estamos, con un
mercado creciente y un Estado menguante, en trance de reducirse otra vez
a sociedad de socorros mutuos.
Santos Juliá es historiador.
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