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Según el filósofo Jacques Rancière, el único remedio a la guerra 
entre identidades es la acción política incluyente y desde abajo - Amador Fernández-Savater - 10/04/2016 -
 
    
      
 Jacques Rancière, por Freddy Rikken
    
  
 ¿Guerra o política? Según Jacques Rancière, la política no tiene nada 
que ver con la política de los políticos: intrigas palaciegas, 
negociaciones de despachos, competencia entre partidos por el poder. Es 
una forma de acción y de subjetivación colectiva que construye un mundo 
común,  en el que se incluye también al enemigo. La
 acción política crea identidades no-identitarias, un 'nosotros' abierto
 e incluyente que reconoce y habla de igual a igual con el adversario. 
La guerra, por el contrario, tiene como protagonista fundamental a las 
formaciones identitarias cerradas y agresivas (ya sean étnicas, 
religiosas o ideológicas) que niegan y excluyen al otro del mundo 
compartido. Entre el otro y yo,  nada en común.
  
 En Francia, con los atentados de Charlie Hebdo y de Bataclan, la lógica
 de la guerra gana terreno. Y el gran beneficiado es el Frente Nacional.
 Pero la verdadera alternativa, según Rancière, no es la que se nos 
propone desde el  mainstream: 
  “populistas contra demócratas”, etc. No, el mejor remedio posible es 
la acción política misma, autónoma con respecto a los lugares, a los 
tiempos y a la agenda estatal. Es decir, solo elaborando el malestar (el
 “odio” dice aquí Rancière) en claves políticas de emancipación 
(colectivas, igualitarias, abiertas e incluyentes) se puede por ejemplo 
disputar el terreno al Frente Nacional. La politización del malestar es 
el mejor antídoto contra su instrumentalización por parte de aquellos 
que quieren encontrar chivos expiatorios entre la gente de abajo.
   Esta entrevista de  Eric Aeschimann a Jacques Rancière fue publicada originalmente en  Le Nouvel Observateur
 el 7 de febrero de 2016. Poco después, en la plaza de la République, 
arrancaba el movimiento de la “Noche en pie”, precisamente uno de esos 
momentos políticos. Publicamos aquí la entrevista con permiso del 
entrevistado. La traducción del francés corre a cargo de  Pablo La Parra Pérez.  
 
 
 Un año después de los atentados en Charlie Hebdo, dos meses después del
 ataque a Bataclan, ¿cómo ves el estado de la sociedad francesa? 
¿Estamos en guerra?
  
 El discurso oficial dice que estamos en guerra porque una potencia 
hostil nos ataca. Los atentados perpetrados en Francia se interpretan 
como operaciones de destacamentos que, por encargo del enemigo, ejecutan
 aquí actos de guerra. La cuestión es saber quién es ese enemigo. 
  
 El gobierno ha optado por una lógica “a la Bush”: declarar una guerra 
que es, al mismo tiempo, total (se persigue la destrucción del enemigo) y
 circunscrita a un objetivo preciso (el Estado islámico). Sin embargo, 
según otra versión que glosan ciertos intelectuales, es el Islam quien 
nos ha declarado la guerra y quien está poniendo en práctica un plan 
mundial para imponer su ley sobre el planeta. 
  
 Estas dos lógicas se entremezclan en la medida en que el gobierno, en 
su combate contra Dáesh, debe movilizar un sentimiento nacional que a 
fin de cuentas es un sentimiento antimusulmán y antinmigrantes. La 
palabra “guerra” nombra esa conjunción.
  ¿Qué es Dáesh? ¿Un Estado? ¿Una organización terrorista? En ambos casos, ¿no es legítimo combatirla?
  
 Dáesh ejerce su autoridad sobre un territorio, dispone de recursos 
económicos y militares y, por tanto, cuenta con un cierto número de 
atributos estatales. No obstante, a fin de cuentas, su lógica es la de 
una banda armada. La formación de su fuerza militar a partir del 
ejército de Saddam Hussein es un efecto de la invasión americana. Sin 
embargo, su capacidad de reclutar en nuestro suelo voluntarios que se 
reconocen en su combate es algo que nos concierne directamente: se 
inscribe en la lógica global actual que tiende a que no haya más que 
Estados y bandas criminales. 
  
 Antes existían “grandes subjetivaciones colectivas” (por ejemplo el 
movimiento obrero) que permitían a los excluidos incluirse en un mismo 
mundo con aquellos a los que combatían. La así llamada ofensiva 
neoliberal ha destrozado esas fuerzas y ahora criminaliza la lucha de 
clases, como hemos visto en el caso Goodyear [el pasado 12 de enero de 
2016, 8 empleados de Goodyear que participaron en acciones 
reivindicativas fueron condenados a penas de prisión en Francia; N. del 
T.]. Los excluidos son expulsados hacia subjetivaciones identitarias de 
tipo religioso y hacia formas de acción criminales y guerreras. 
  
 Lo que tenemos que combatir aquí es esta deriva identitaria y llena de 
odio. Si los crímenes hay que tratarlos por la vía policial, el odio hay
 que tratarlo por la vía política. Decir que estamos en guerra contra el
 Islam solo consigue mezclar, en una misma lógica, crimen y odio, 
represión policial y acción política (y por tanto contribuye a mantener 
el odio). Es el caso de la absurda propuesta de retirar la nacionalidad 
francesa: una medida incapaz de prevenir los crímenes, pero eficaz para 
alimentar el odio que los engendra.
  ¿Que habría que hacer para no ceder a esta confusión?
  
 Hay que tomarse en serio el estado de disidencia virtual de una parte 
de la población que es susceptible de transformarse en combatientes. 
Ello implica cuestionar las causas, los discursos y los procedimientos 
que han engendrado el odio, combatir seriamente el paro, las 
desigualdades y las discriminaciones de todo tipo, repensar las formas 
en que podrían vivir juntas personas que ni viven ni piensan del mismo 
modo. 
  
 Es un trabajo difícil para todos. Idealmente, solo la reconstitución de
 “subjetivaciones colectivas” fuertes, más allá de las llamadas 
diferencias “culturales”, podría remediar la situación en la que nos 
encontramos. Pero, en términos inmediatos, lo mínimo es huir del 
discurso de la guerra religiosa.
  ¿Se refiere con esto al llamado “discurso republicano”?
  
 Este discurso ha contribuido intensamente a crear el clima de odio. Hay
 que sacar conclusiones al respecto. Pero hay un trabajo en profundidad 
que nos atañe a todos. La población que se identifica como musulmana 
debe también decir cómo quiere vivir con los otros, cómo quiere formar 
parte de nuestro mundo e inventar formas de participación política. 
   En mis trabajos pasados [La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero, Buenos Aires: Tinta Limón, 2010], 
  me he interesado por aquellos proletarios del siglo XIX que la 
representación dominante relegó a un mundo aparte. Ellos estaban allí 
para trabajar, tal vez para gritar y rebelarse cuando no estaban 
contentos, pero nunca para pensar y hablar como miembros de un mundo en 
común. Pero un día algunos de ellos decidieron que sabían reflexionar y 
hablar. Escribieron panfletos, manifiestos de huelgas, periódicos 
obreros, poemas. Hicieron saber, por la palabra y la lucha, que 
pertenecían al mismo mundo que los demás, aunque lo hacían como 
representantes de los que no tienen parte. 
  
 Saldremos de la lógica de la secesión y el odio cuando aquellos que 
están hoy en el margen de la comunidad nacional inventen formas 
similares de participación polémica en un mundo en común. Se trata de 
algo que va más allá de la idea de integración, la cual todavía 
participa de la lógica de la segregación. 
 
 El poder de atracción del yihadismo sobre algunos jóvenes, incluso 
sobre alguno sin ningún vínculo con el Islam, es interpretado por 
algunos analistas como el síntoma de un Occidente que habría liquidado 
toda posibilidad de pensar en términos absolutos. ¿No será el momento de
 reinventar los ideales?
  
 La ruina de los ideales es un viejo tema que ya está presente en el 
Manifiesto Comunista. Marx decía que la burguesía “echó por encima del 
santo temor de Dios, del ardor caballeresco y de la tímida melancolía 
del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas”. 
    En  El odio a la democracia yo mostraba cómo esto se ha convertido en un tema reaccionario y estigmatizador. Se representa a los jóvenes de  banlieue
 como víctimas tanto del nihilismo consumista como de la manipulación de
 los islamistas en nombre de valores espirituales. Estos análisis parten
 de la ruina capitalista de los ideales para llegar a los crímenes 
fanáticos. Y entre su cuadro explicativo (demasiado amplio) y su punto 
de aplicación (muy preciso) se abre un vacío que se rellena con odio y 
estigmas. 
  
 Por otra parte no creo que nos falten ideales. Estamos rodeados de 
gente que quiere salvar el planeta, que va a curar a heridos a la otra 
punta del mundo, que sirve comidas a los refugiados, que lucha por 
restituir la vida en los barrios desheredados. Hoy muchas más personas 
que se entregan de las que había en mi época. No nos faltan ideales, nos
 faltan subjetivaciones colectivas. Un ideal es lo que incita a alguien a
 hacerse cargo de los otros. Una subjetivación colectiva es lo que hace 
que todas estas personas, juntas, constituyan un pueblo. 
  ¿Cómo hacer para constituir un pueblo? ¿Debe ser necesariamente a escala de la nación?
  
 Un pueblo, en sentido político, se constituye siempre a distancia de la
 forma estatal del pueblo. Por eso hacen falta simbolizaciones 
igualitarias, abiertas a todo el mundo y que, más allá de los temas 
específicos (los refugiados, la ecología, la  banlieue),
 permitan la inclusión de los que no tienen parte. Pero un pueblo 
también se constituye localmente, en relación a una dominación que se 
ejerce en un espacio nacional. 
  
 En Madrid, el movimiento 15M se estructuró en torno a una ruptura con 
la lógica de los partidos que monopolizaban el poder común. En Estambul,
 el movimiento de la plaza Taksim se formó en torno a un espacio abierto
 a todos que el Estado quería transformar en zona comercial. Aunque el 
capital sea mundial, actuamos primero donde hay un punto de emergencia. 
La nación es una simbolización colectiva y, como toda simbolización, es 
un campo de lucha permanente, en Francia y en todas partes. Precisamente
 desde esta perspectiva hay que pensar la ofensiva que, desde principios
 de los años 2000, pesa sobre la identidad francesa: es el punto 
culminante de una contrarrevolución intelectual que progresivamente ha 
expurgado a la nación francesa de su herencia revolucionaria, 
socialista, obrera, anticolonial y resistente para reducirla a una 
nación blanca y cristiana. 
  ¿El tema omnipresente de la inseguridad también proviene de la misma “contrarrevolución”?
  
 Tiende igualmente a constituir identidades regresivas. El gobierno 
actual sigue la lección de Bush: el gobernante genera mejores adhesiones
 como comandante en jefe. Frente al paro hay que inventar soluciones y 
afrontar la lógica del beneficio. Pero cuando te pones el uniforme de 
comandante es todo mucho más fácil, sobre todo en un país donde, pese a 
todo, el ejército sigue siendo uno de los mejores entrenados del mundo.
  
 Lo que nuestros gobiernos mejor saben hacer no es gestionar la 
seguridad, sino el sentimiento de inseguridad. Es algo muy distinto, a 
menudo es lo contrario. En noviembre de 2005, [durante las revueltas de 
las  banlieues de París], se podrían haber evitado 
semanas de graves enfrentamientos si el entonces ministro de Interior 
[Nicolas Sarkozy] hubiera estado un poco menos preocupado por hacer del 
sentimiento de inseguridad una plataforma de lanzamiento para su 
programa presidencial y hubiera tenido un poco más de interés por buscar
 formas de apaciguamiento y diálogo apropiadas para garantizar la 
seguridad.
 
 Manuel Valls denuncia la búsqueda de “explicaciones sociológicas” que 
percibe como una forma de excusar a los autores de los atentados. ¿Cómo 
analizas este ataque al ser un autor que también ha dirigido críticas 
––¡muy diferentes!— a la sociología de Pierre Bourdieu?
   La “cultura de la excusa” es un simple espantajo que se esgrime para probar,  a contrario,
 que solo las medidas represivas son eficaces. Pero las consecuencias 
son dudosas. Sin duda, la sociología de un medio social desfavorecido 
será siempre impotente a la hora de explicar por qué diez o veinte 
miembros de ese medio se convierten en yihadistas y sin duda para 
impedir que pasen a la acción. Aunque esto ni los favorece ni los 
excusa. 
  
 El ruido “securitario” funciona de otra manera. Sus amenazas no pueden 
asustar a aquellos que conocen castigos más temibles. Es más: favorecen 
la cultura de la expiación, cuya forma más extrema es el yihadismo. Esta
 es la cultura que hay que combatir. Se debería poder, sin la ayuda de 
ninguna ciencia, convencer a los colegiales árabes de que no pueden 
vengar sobre un profesor judío los crímenes del Estado israelí. Pero, 
para que esto sea posible, hay que dejar de transformar en delito de 
antisemitismo la protesta contra esos crímenes de Estado. 
 
 Como pensador a menudo eres clasificado bajo la etiqueta de “izquierda 
radical” y, por tanto, anticapitalista. Sin embargo, en tus análisis, 
pones antes en cuestión los poderes políticos e intelectuales que las 
fuerzas económicas.
  
 Hay quien cree que ser de izquierdas se limita a reducir todo a la 
dominación del capital. Esta posición “de izquierdas” engendra al final 
una resignación pesarosa a la ley de un sistema. Sin embargo es en el 
espacio político donde se organizan las formas de comunidad que llevan a
 cabo la dominación capitalista o que se oponen a la misma. La banca y 
las finanzas no fabrican por sí mismas las formas de opinión que crean 
un pueblo que les conviene. Son los políticos, los intelectuales y la 
clase mediática quienes hacen ese trabajo. En este punto me separo de un
 cierto marxismo que considera como simples apariencias las 
simbolizaciones políticas producidas en el campo de la opinión y las 
instituciones. Se trata de un campo de batalla efectivo. Si decimos que 
nada cambiará mientras dure la dominación capitalista, podemos estar 
bien tranquilos: las cosas seguirán como son hasta el fin del mundo. 
 
 Pero al mismo tiempo la transformación de las relaciones humanas en 
relaciones mercantiles, que de ahora en adelante parece prevalecer en 
todo el mundo, ¿no es desesperante?
  
 Aquí, de nuevo, la reducción directa de la ideología a la economía 
esquiva la cuestión política. Es un tema recurrente. En los años 20, se 
denunciaba el cine como un lugar al que las clases populares iban a 
embrutecerse frente a las imágenes; en los años 60, se acusaba a la 
lavadora y a las casas de apuestas de desviar a los proletarios de la 
revolución… Hoy convertimos en fetiche el poder omnímodo de la 
mercancía, como si la simple presencia en un escaparate de un  iPhone último modelo fuera suficiente para engullir todas las conciencias en el vientre de la bestia. 
   La impotencia política no proviene hoy del poder hipnótico del último  gadget.
 Viene de nuestra incapacidad para concebir una potencia colectiva, 
susceptible de crear un mundo mejor que el existente. Esta impotencia se
 alimenta del fracaso de los movimientos revolucionarios de los 60 y los
 70, de la caída de la URSS, de la desilusión ante las esperanzas 
democráticas abiertas por ese hundimiento, por la globalización y sus 
efectos sobre el tejido industrial francés. Lo que ha desmoralizado a 
las fuerzas progresistas en Francia no son las mercancías sino los 
gobiernos del Partido Socialista.
 
 Tal vez en Francia, ¿pero a nivel mundial? El miembro de la clase media
 china o india, que consume como nosotros, ¿no es víctima del mismo 
desencanto?
  
 A escala mundial hay que diferenciar diagnósticos. El nuevo ejecutivo 
chino que disfruta de su televisor de pantalla gigante desde su bañera 
de lujo no representa más que una ínfima fracción de su país. Para la 
inmensa mayoría de la población mundial, el problema no es el pretendido
 nihilismo engendrado por el capitalismo tardío, sino el advenimiento, o
 la restauración, de formas de explotación salvajes y de sistemas 
industriales propios del capitalismo primitivo y que recuerdan a los 
campos de concentración. 
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