Una violencia desmesurada y un atentado contra las libertades. Todo resulta demasiado sospechoso, desde la evolución del propio golpe a la represión. Esto lleva a pensar que la intentona ha sido especialmente oportuna. Baltasar Garzón
En Turquía, los jueces y los fiscales, como los periodistas, los enseñantes y todos aquellos que estaban cuestionando la deriva del régimen de Recep Tayyip Erdogan hacia el islamismo radical, son carne de cañón. Y lo que más preocupa es que las detenciones comenzaron antes del fallido golpe militar. Eso lleva a pensar que esta acción violenta puede haber tenido el objetivo de llevar a cabo una depuración para partir de cero.
Frente a esta acción motivada por la preocupación de los sectores más progresistas y solidarios de la magistratura y la Fiscalía en Europa, a la que ha sumado su voz la española Jueces para la Democracia, hay que preguntarse por el silencio que alcanza ya la categoría de ruido de instancias como nuestro sacrosanto Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Un órgano presto a sacudir a aquellos jueces que sacan los pies del tiesto oficial y a cambiar nombramientos como cromos para mayor comodidad del partido en el Gobierno, pero remiso, como se puede ver, a tomar una postura solidaria ante los colegas, compañeros turcos, que están indefensos ante un poder irracional sin que el Derecho que detentan les ampare. En sectores judiciales de nuestro país se hacen cruces de la postura de inhibición y de falta de empatía o de la mínima solidaridad del Consejo.
Pero más aún. Esa falta de pronunciamiento alcanza el rango de estrépito si añadimos que el Ministerio de Justicia ha llevado a cabo durante varias ediciones un programa europeo de formación de jueces y fiscales turcos en materia de libertad de expresión y terrorismo e independencia judicial... con la participación del Tribunal Constitucional, de la Fiscalía General del Estado y del propio CGPJ. El desafuero viene de atrás. Hace apenas una semana, Samir Nair escribía en EL PAÍS que el comisario europeo para la Política de Vecindad, Johannes Hahn, “acaba de afirmar que el poder turco tenía en sus manos, desde hace meses, listas de personas que apartar 'un día u otro’ del sistema social y político”. Y tras calificarlo de “golpe de Estado de ensueño para cualquier poder autoritario”, lo define como “represión desproporcionada sistemática y sin cuartel del presidente turco contra sus adversarios”.
Así es. Una violencia desmesurada y un atentado contra las libertades. Todo resulta demasiado sospechoso. Desde la evolución del propio golpe a la represión. ¿Qué necesidad había de llevar a cabo tal criba humana tras haber fracasado la acción golpista? Sin olvidar esa utilización de los ciudadanos... Da la impresión de que el golpe ha sido especialmente oportuno. Y esto lleva a pensar en que de esa forma se han podido justificar decisiones que antes no era posible implantar.
¿Quién era el enemigo? Sin despreciar al elemento castrense, que merecería un discurso aparte, y solo centrándome en parte de la sociedad civil, lo agrupo en tres bloques. Primero, el de enseñantes, educadores, personas que se dedican por vocación y oficio a formar a las jóvenes generaciones. Elementos de alto riesgo para cualquier régimen que quiera inculcar determinadas nociones en los nuevos ciudadanos. Sin olvidar que, según los expertos, es en este sector en el que más seguidores hay de Fetulá Gülen, el clérigo al que se acusa de estar tras el fallido golpe. Resultado: el cierre este fin de semana de 1.043 escuelas y 15 universidades privadas.
Segundo: periodistas, muy peligrosos por su empeño en relatar lo que ocurre e incluso en investigarlo, contrastar y dar información a la ciudadanía sobre las actuaciones del poder y la situación. Individuos a abatir en cuanto no hablen al unísono con la voz oficial que no permite que la realidad estropee una buena consigna o un país imaginario.
Solo una vigilancia estrecha puede paliar los nocivos efectos de un posgolpe que sobrecoge
Enemigos reales y conflictivos difíciles de eliminar en tan elevado número —no nos engañemos— en una situación democrática. ¿Ha sido, pues, este el camino más directo de Erdogan para suprimir indeseables actitudes contrarias y molestas? Podría pensarse que sí cuando a los hechos se añaden las afirmaciones sobre una reinstauración de la pena de muerte que fue abolida en 2004 como condición para que Turquía pudiera ingresar en la Unión Europea. Da la impresión de que Turquía se aleja a pasos de gigante de los derechos humanos que debería abrazar para ser uno más en el conjunto de Europa.
Falta mucha información y es preciso averiguar cuanto antes qué está pasando en un país a cuyo Gobierno le falta transparencia. Veremos si los 300.000 documentos que WikiLeaks ha anunciado hará públicos y que se extienden hasta una semana antes del golpe de Estado, arrojan luz sobre la situación.
Para averiguar qué ha pasado, y sobre todo qué está pasando ahora, es imprescindible que Europa obligue a Turquía a dejar que se conozca la verdad. Hay que propiciar la creación y el trabajo de una comisión internacional de investigación. En este empeño hay que estar dispuestos a trabajar de forma coordinada en esa línea para ayudar a los ciudadanos turcos a recuperar la libertad y los derechos fundamentales que, mucho me temo, están terriblemente amenazados. Solo una vigilancia estrecha y comprometida desde las diferentes instituciones europeas y desde la sociedad civil, pueden conseguir paliar los nocivos efectos de este posgolpe que sobrecoge.
Baltasar Garzón Real es jurista y presidente de FIBGAR
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