"Tal vez quieras generalizar y crear un estereotipo para presentar a un grupo de personas y especular sobre sus ideas políticas o creerte superior a ellos, por ejemplo, los que hacían un tercer turno en una fábrica de Boeing mientras otros viajaban a México de vacaciones, los que limpiaban el suelo de un McDonalds mientras otros debatían en las redes sociales en torno al salario mínimo, los que tuvieron que vaciar sus casilleros cuando se cerró la fábrica de cerveza Pabst mientras otros bebían cervezas artesanales en bares de moda, los que regresaron de Oriente Medio dentro de un ataúd mientras otros escribían columnas de opinión sobre política exterior. Si este es el caso, deberías aceptar el hecho de que tal vez te pareces más a Trump de lo que te gustaría."....................................................
http://www.eldiario.es/theguardian/idiotas-peligrosos-progresistas-comprender-estadounidenses_0_571843050.html
Los partidarios de Trump no son la caricatura que presentan los 
periodistas. Sarah Smarsh, una periodista de origen humilde de Kansas, 
critica los estereotipos y el clasismo que se cuela en las redacciones
"Los medios han presentado a los blancos de clase trabajadora como un todo y han creado un imaginario caduco y traicionero que resulta muy conveniente para el capitalismo. Según este mensaje, los pobres son unos idiotas peligrosos" Sarah Smarsh -
"Los medios han presentado a los blancos de clase trabajadora como un todo y han creado un imaginario caduco y traicionero que resulta muy conveniente para el capitalismo. Según este mensaje, los pobres son unos idiotas peligrosos" Sarah Smarsh -
 
    
     En marzo mi abuela Betty, una anciana de 71 años, hizo tres horas de cola para poder votar a Bernie Sanders en el    caucus  
  del Partido Demócrata en el estado de Kansas. Era la primera vez que 
votaba en unas primarias y aunque fue un suplicio, en ningún momento se 
planteó regresar a casa sin haber votado. Betty, una mujer blanca que no
 terminó sus estudios de secundaria, que tuvo a su primer hijo a los 
dieciséis años y vivió en la más absoluta pobreza la mayor parte de su 
vida, quería votar.
    
 Esperó su turno a pesar de sus debilitadas rodillas; las mismas que en 
el pasado la mantuvieron de pie durante horas en una fábrica. Esperó su 
turno a pesar del enfisema pulmonar provocado por el tabaquismo y de la 
dentadura postiza que ha lucido desde que era una veinteañera, dos 
señales claras de la clase social a la que pertenecemos. En la década de
 los sesenta, antes de la sentencia Roe contra Wade, la mujer que esperó
 su turno pagó a un desconocido para que le introdujera un gancho de 
alambre en el útero tras descubrir que estaba    embarazada de un hombre del que huyó    después de que le rompiera la mandíbula.
    
 Durante muchos años, Betty trabajó como funcionaria de libertad 
condicional para el sistema judicial de Wichita, en Kansas. Su trabajo 
consistía en hacer un seguimiento de violadores y de asesinos. Por eso, 
está curada de espantos. Sin embargo, no ha dudado en afirmar que el 
candidato republicano Donald Trump es un sociópata “con la boca llena de
 mierda”. 
  
 Nadie detesta a Trump más que ella. El candidato dijo que debe 
castigarse a las mujeres que aborten y ha dicho cosas horribles de 
colectivos que ella conoce desde su infancia y con los que ha trabajado 
codo a codo. Su estilo pomposo e indecente ofende su sensibilidad 
humilde y del medio oeste americano. 
  
 La clase trabajadora, integrada por personas como Betty, se ha 
convertido en la obsesión de todos aquellos que cuando comentan estas 
elecciones presidenciales hablan de “clases”: ¿Quién está detrás de esta
 bestia feroz y por qué apoya a Trump?
   Los votantes de Trump no son tan pobres
 
Las cifras cuantitativas ponen en duda, o niegan de plano, la tan 
regurgitada teoría de que el nivel de educación o de ingresos permite 
predecir el apoyo a Trump, o la afirmación de que la clase trabajadora 
blanca lo apoya desproporcionadamente.
   El mes pasado, el resultado de una encuesta elaborada por Gallup sobre una muestra de 87.000 personas dejó entrever que  los partidarios de Trump no tienen más problemas económicos o derivados de la inmigración que aquellos que se oponen al candidato republicano. 
  
 Según este estudio, sus seguidores no tienen ingresos más bajos o una 
tasa de desempleo más alta que otros estadounidenses. La información 
relativa a los ingresos se pierde elementos importantes: aquellos con 
ingresos altos también pueden tener problemas de salud o ser propensos a
 empeorar económicamente.
  
 Sin embargo, la mayoría de encuestados no se aferraban a trabajos que 
podrían perder. Uno de los analistas de Gallup explicó que, 
sorprendentemente, “parece no haber ningún tipo de relación entre sufrir
 la amenaza de la competencia comercial con otro país y apoyar políticas
 nacionalistas en Estados Unidos”.
El típico grandullón que amenaza a personas todavía más débiles que él y que amenaza a las personas de color para que huyan del pueblo, insulta a las mujeres y utiliza pistolas de aire comprimido para disparar contra gatos. Así sería Trump si hubiera nacido donde yo nací.
  
 A principios de año, los sondeos que se llevaron a cabo antes de las 
primarias mostraron que aquellos que votaron a Trump tienen un mayor 
poder adquisitivo que el resto de estadounidenses, con unos ingresos 
familiares de 72.000 dólares, lo cual supera los ingresos de los que 
votaron a Hillary Clinton o a Bernie Sanders. El 44% tiene un título 
universitario; en comparación con la media nacional, que es del 29% para
 el conjunto de la población, o del 33% en el caso de la población 
blanca.
     En enero, el politólogo Matthew MacWilliams indicó que uno de los factores que permite predecir el apoyo a Trump es una    cierta tendencia al autoritarismo   , mientras que los ingresos, la educación, el género, la edad o la raza no son factores determinantes. 
 
    
  
 Sin embargo, todos estos hechos objetivos no han servido para que los 
expertos y los periodistas dejen de repetir hasta la saciedad que la 
clase obrera blanca ha decidido apoyar a un demagogo que se distingue 
por su grandilocuente verborrea. 
     Para explicar correctamente    por qué   
 parte de la ciudadanía se siente atraída por Trump, una cobertura 
mediática equilibrada debería incluir más reportajes sobre el racismo y 
la misoginia en los barrios acomodados donde viven algunos votantes de 
Trump. O, en el supuesto de que se esté valorando la amargura de la 
clase trabajadora causada por la situación económica, también deberían 
publicarse reportajes sobre legisladores demócratas que en las últimas 
décadas han decidido destruir la red de bienestar, se subieron al carro 
de Wall Street y se olvidaron de los trabajadores estadounidenses cuando
 negociaron acuerdos comerciales internacionales. 
  
 Sin embargo, para los medios de comunicación nacionales, integrados, en
 su mayoría, por progresistas de clase alta o de clase media, eso 
supondría tener que mostrar los rostros de sus semejantes.
   Si bien es ciert  
 o que los rostros que los periodistas muestran en televisión –rostros 
enfurecidos que hacen comentarios sexistas cerca de una bandera de la 
Confederación– se merecen algún tipo de cobertura mediática, no son un 
reflejo de las comunidades que yo conozco tan bien. El hecho de que los 
medios de comunicación hayan ignorado comunidades como la mía ha creado 
una falta de comprensión tan grave que con un primer vistazo a un blanco
 con problemas económicos parece servir para describir a la totalidad.
El ejemplo antropológico de JD Vance
   Un vistazo a    la actualidad nos lleva hasta  JD Vance, autor de una autobiografía que ha sido éxito de ventas,  Hillbilly Elegy (Elegía del palurdo)  
 . Es la historia de un abogado de éxito que creció en una pequeña 
ciudad siderúrgica de Ohio y cuya familia, a pesar de ser de clase 
media, lidiaba con la precariedad. El libro nos 
habla del caos que suele perseguir a una familia que ha quedado atrapada
 en un ciclo de pobreza durante generaciones.
Vance 
se autodefine como conservador y afirma que no votará a Trump. Sin 
embargo, intenta comprender por qué muchas personas de clase trabajadora
 sí lo harán. Tiene que ver con una ansiedad cultural que surge cuando 
muchos amigos consumen opiáceos y mueren por sobredosis y la casta 
política ya te ha dejado claro que no te ayudará. Si bien su experiencia
 es extrapolable a la de otras personas de zonas concretas, los 
periodistas de la Costa Este han convertido a Vance en portavoz de toda 
la clase obrera blanca.
  
 Los entrevistadores y los críticos literarios parecen sentirse 
aliviados por el hecho de haber encontrado a alguien que tiene unas 
opiniones que confirman las suyas. The Run-Up, el    podcast    de las elecciones del  The New York Times,
 afirmó que la autobiografía de Vance también es un estudio de 
antropología cultural de la clase obrera blanca que ha apoyado la 
candidatura de Trump (al tuitear la crítica del libro, el  The New York Times ironizó con la pregunta: ¿Quieren saber más sobre las personas que le han dado alas a Donald Trump?”. 
WSJ: a beautiful memoir but it is equally a work of cultural criticism about white working-class America (buy here: https://t.co/Ox8wqHw3mW)— J.D. Vance (@JDVance1) 31 de julio de 2016
  
 Si bien los orígenes de Vance se remontan a la industria minera de 
Kentucky, la mayoría de los blancos con dificultades económicas no son 
hombres conservadores y protestantes de los Apalaches. A veces parece 
ser el único elemento del imaginario colectivo: un tipo escondido en una
 chabola situada en una montaña remota, como un fantasma polvoriento, 
como si la pobreza de los blancos no estuviera delante de nuestras 
narices, pasando nuestras tarjetas de crédito en una tienda de 
rebajas en Denver o pidiendo limosna en una calle de Los Ángeles. 
    
 Los estereotipos simplones suelen penetrar allí donde el periodismo no 
consigue llegar. La última vez que la clase a la que pertenezco por 
nacimiento recibió una atención mediática de estas proporciones fue 
20 años atrás. No salió en los informativos sino en una serie de 
televisión,     Roseanne  
 . El guión de esta serie resulta más riguroso y certero que las 
reflexiones de los comentaristas de las cadenas de televisión de Nueva 
York.
  
 Las imágenes de personas blancas de clase trabajadora y progresistas, 
entre las que se incluyen mujeres como Betty, no son mostradas por unos 
medios de comunicación obsesionados por las audiencias y que cubren 
estas elecciones como si se tratara de una carrera de caballos.
Los pobres, idiotas peligrosos
    
 Este paradigma de los medios de comunicación ha alimentado la leyenda 
de un Estados Unidos polarizado, el azul demócrata contra el rojo 
republicano, en el que el 42% de los habitantes de Kansas que votaron a 
Barack Obama en 2008 han quedado silenciados.
     En estas primarias, el número de habitantes de Kansas que participó en el    caucus    demócrata superó el de aquellos que votaron en el    caucus  
  de Donald Trump. Se trata de una información relevante y lo cierto es 
que ningún periódico nacional la ha mencionado, tal vez porque no pudo 
entender que en esa zona que observa desde la lejanía viven millones de 
estadounidenses más progresistas que los que se pueden encontrar en los 
bastiones de Clinton. 
  
 En lugar de dar este tipo de información, los medios han presentado a 
los blancos de clase trabajadora como un todo y han creado un imaginario
 caduco y traicionero que resulta muy conveniente para el capitalismo. 
Según este mensaje, los pobres son unos idiotas peligrosos.
  
 La superioridad moral que siente la clase adinerada de Estados Unidos 
ha dado alas a esta leyenda urbana relativa a los blancos de clase 
trabajadora y que los presenta como los culpables del auge de Donald 
Trump y que presupone que aquellos que lo apoyan por los peores motivos 
representan al conjunto de partidarios. 
  
 Esta noción se repite en todos los análisis sobre estas elecciones, 
como también la creencia de que los blancos pobres no solo tienen 
problemas económicos sino también de personalidad.
   En un artículo sobre estas elecciones publicado por el  National Review en marzo,  Kevin Williamson escribió un análisis sobre los votantes blancos con pocos recursos.
 En las últimas décadas este colectivo ha visto como su tasa de 
mortalidad ha aumentado considerablemente. Su artículo se hace eco de 
una creencia compartida por conservadores y progresistas cuando indica 
que estas comunidades, devastadas por la oxicodona, “se merecen morir”. 
 “ 
 Los blancos de clase baja están instalados en una subcultura tóxica y 
egoísta cuyas consecuencias son la miseria y el consumo de heroína”, 
afirma. “Los discursos de Donald Trump hacen que se sientan bien. Como 
la oxicodona”. 
    
 Para confirmar que muchos periodistas no comprenden a este colectivo y 
que no se trata de un fenómeno limitado a los conservadores más 
provocadores, solo hace falta leer una serie de reportajes publicada por
 el  The Washington Post que analiza por qué la 
tasa de mortalidad de las mujeres blancas que viven en zonas rurales se 
ha disparado. Se centra en sus hábitos como fumadoras y describe con 
todo detalle “sus caras demacradas” y el proceso de embalsamamiento de 
sus cuerpos. Es difícil imaginar un reportaje que analizara a mujeres 
blancas de clase alta tras su fallecimiento. La indignación de sus 
familiares y amigos con la educación, el tiempo y la voluntad de 
escribir cartas a los directores de los periódicos sería descomunal. 
Dignidad y tristeza en la clase trabajadora
   Un sentimiento que me parece incluso más ridículo que el desprecio y la humillación es su “primo pobre”: la piedad. 
   En una columna de opinión que publicó recientemente David Brooks en el  The New York Times, titulada  Dignity and Sadness in the Working Class (Dignidad
 y tristeza de la clase trabajadora), el periodista nos habla de un 
obrero del sector de la metalurgia que vive en el estado de Kentucky y 
que ha perdido su trabajo. En su último día en la fábrica, el hombre se 
dirige hacia la salida mientras es vitoreado por sus compañeros, una 
escena que a mí me parece triunfal pero que a Brooks le parece 
lamentable. El periodista señala que el hombre trabajó muy duro por una 
miseria y que era muy capaz pero su trabajo no se valoraba. Según él 
“irradiaba la tristeza residual de un corazón solitario”.
  
 Me resulta difícil imaginar un desprecio mayor. Estos profesionales de 
la comunicación han ignorado los problemas de la clase trabajadora 
durante décadas y ahora suplican al país que tenga compasión. No 
necesitamos sus análisis y todavía menos sus lágrimas. Lo que 
necesitamos es que alguien explique nuestra situación; a ser posible un 
periodista que pueda entrar en una fábrica sin que una niebla de 
culpabilidad empañe sus gafas. 
  
 Uno de estos periodistas, Alexander Zaitchik, viajó durante varios 
meses a lo largo y ancho de seis estados del país para conocer de 
primera mano a blancos de clase trabajadora que apoyan a Trump. Quería 
que el libro que publicará – The Gilded Rage (La Furia Dorada,
 en un juego de palabras con 'the Gilded Age', la edad dorada)– 
reflejase la complejidad de las historias humanas que son ignoradas por 
la cobertura mediática diaria. Zaitchik explica que el proyecto nació 
como consecuencia de los duros comentarios realizados por personas que 
viven en un huso horario completamente distinto al de estas comunidades y
 que tienen unos niveles de ingresos completamente distintos.
  
 Zaitchik describe de forma inteligente su encuentro con la clase media 
trabajadora, integrada en su mayoría por blancos que han trabajado duro y
 que han sufrido graves pérdidas, tanto durante la crisis financiera de 
2008 como por los cierres de fábricas y despidos de los últimos años. 
Descubrió que el apoyo a Trump se debe en gran medida a motivos 
económicos, de principio a fin. Pudo constatar la ira de estas personas y
 descubrió que están indignados con los de arriba, no con los de abajo. 
Están enfadados con todos aquellos que negociaron acuerdos comerciales 
globales, no con las minorías. 
  
 Al mismo tiempo, es cierto que en estas comunidades se dan actitudes 
racistas y nacionalistas, como también se dan entre los demócratas y las
 personas con una situación más privilegiada.
  
 Una encuesta realizada la pasada primavera por Reuters refleja que un 
tercio de los demócratas encuestados apoyarían que temporalmente se 
prohibiera la entrada de musulmanes en Estados Unidos. En otra encuesta,
 en este caso de YouGov, el 45% de los demócratas encuestados 
reconocieron que tienen una mala opinión del Islam, sin que se 
apreciaran diferencias entre los encuestados con distinto nivel de 
ingresos. Muchos de los que no votarán a Trump no son un dechado de 
virtudes mientras que los que sí lo harán se convierten en un blanco de 
ataque fácil y se les considera la plaga moral del país.
El clasismo y “una panda de abominables”
  
 Cuando recientemente Hillary Clinton afirmó que la mitad de los que 
apoyan a Trump son “una panda de abominables”, Zaitchik le comentó a 
otro periodista que esta expresión se podía interpretar como otra forma 
de decir “otro cubo de basura blanca”. Clinton no tardó en disculparse 
por este comentario. Sin embargo, generalizar de este modo en un acto 
que se celebró en la parte baja de Manhattan, en el que se recaudaron 6 
millones de dólares, con asistentes que llegaron a pagar entradas de 
hasta 50.000 dólares, me evocó algunas escenas de la comedia televisiva 
Veep; una sátira política en la que un poderoso político de Washington 
habla con desdén sobre “la gente corriente”.
  
 Cuando hablamos, Zaitchik mencionó al presentador de la cadena HBO Bill
 Maher, “cuyas opiniones sobre los que votan a Trump se fundamentan en 
la eugenesia, ya que considera que tiene defectos congénitos. Sería 
imposible hablar de otro grupo de personas en estos términos y no ser 
despedido”.
  
 Tal vez Maher es un ejemplo extremo de petulancia clasista. En el 
verano de 1998, cuando tenía 17 años y me acababa de graduar del 
instituto, trabajé en un elevador de grano durante la siega del trigo. 
Un elevador que estaba situado a unos 80 kilómetros, en Haysville, 
Kansas, explotó (el polvo del trigo es muy inflamable) y siete 
trabajadores murieron en la explosión. El accidente sacudió a mi 
comunidad, a mi familia y a mí y nos sirvió de recordatorio de todos los
 peligros que corremos cuando trabajamos como agricultores.
  
 Como todos los demás, seguí haciendo mi trabajo. Tras una larga jornada
 transportando sacos pesados y cargando camiones que transportan trigo, 
solía ver el programa de televisión Politically Incorrect, un programa 
de ABC que por aquel entonces presentaba Maher. En un contexto en el que
 todavía se estaba buscando el cuerpo de uno de los trabajadores muertos
 en la explosión de Haysville, Maher bromeó acerca de que la gente 
debería tener mucho cuidado con las rebanadas de pan. 
  
 Creo que por primera vez tomé conciencia del hecho de que a lo largo de
 mi vida me iba a identificar políticamente con aquellos que insultan 
mis orígenes. 
  
 Este tipo de bromas están tan generalizadas que los más privilegiados 
económicamente no suelen darse cuenta. Los que escriben, debaten y 
publican periódicos, libros y revistas con la mejor de las intenciones 
suelen ofender desde la ignorancia. 
   Por ejemplo, fueron muchos los que me recomendaron el éxito de ventas  White Trash (Basura blanca),
 de Nancy Isenberg, sin percatarse de que el título me ofende a mí y a 
las personas que quiero. El alivio que sentía por el hecho de que 
alguien hubiera escrito sobre un pasado que compartimos se esfumaba cada
 vez que lo veía en mi biblioteca, hasta el punto que al final opté por 
quitarle la portada. Sorprendentemente, los ejemplares promocionales del
 libro reflejan el tipo de nociones elitistas que Isenberg quiere 
denunciar: “Este libro parte de nuestros mitos reconfortantes sobre la 
igualdad y deja al descubierto el legado fundamental de la omnipresente y
 embarazosa, aunque a veces entretenida, basura blanca pobre”.
  
 El libro, en cambio, está escrito con más tacto y expone hechos que 
deberían servir para terminar con los prejuicios a los que se refiere el
 título. Aunque lo cierto es que ni siquiera Isenberg consigue librarse 
del marco clasista. 
    
 Cuando a principios de año la presentadora de On the Media, Brooke 
Gladstone, le pidió a Isenberg que hablara de prejuicios que presentan a
 los blancos pobres como personas intolerantes, la autora habló del 
problema: “Tienen ciertas actitudes que sin duda son racistas y no 
puedes esconderlas y hacer como que no existen.    Forma parte de su mentalidad”.
¿Solo los ignorantes son racistas?
  
 Todas estas generalizaciones sobre los grupos más vulnerables nos 
permiten ver que los debates en torno a las clases en un país que es 
relativamente joven y que creía que no tenía castas son extremadamente 
simplones. 
 “ 
 El problema es que muchos intentan presentar a los blancos pobres como 
los únicos racistas del país”, le explicó Isenberg a Gladstone: “Como si
 fueran más racistas que el resto”.
  
 La raíz de este problema reside en la creencia de que la clase alta 
tiene una moral más elevada. Como escribió la periodista Lorraine Berry 
en un artículo publicado el mes pasado, se ha consolidado la noción de 
que solo los ignorantes son racistas. Según este discurso, el racismo 
desaparece con la educación. Soy la primera persona de mi familia con un
 título universitario y les puedo asegurar que ningún miembro de mi 
familia necesitó pasar por una universidad para aprender qué es tener un
 mínimo de decencia humana. 
  
 Berry señala que los republicanos formados en las universidades de 
élite están detrás de esta creencia. De hecho, no fueron los blancos 
pobres, ni siquiera los blancos republicanos, los que promulgaron leyes 
para mantener la segregación racial o los que durante décadas observaban
 cómo las banderas confederadas ondeaban en los capitolios estatales. No
 fueron los blancos pobres los que convirtieron a los negros en 
criminales con leyes que prohibían la marihuana y la guerra contra las 
drogas. Tampoco fueron los blancos pobres los que se inventaron el 
fantasma de la “reina de la beneficencia” para referirse a los 
afroamericanos.
 
    
  
 Con ello no quiero minimizar la importancia del racismo en los estratos
 más bajos de la sociedad pero sí recordar que estos comportamientos 
horribles también están presentes en las clases más altas de distinta 
forma y con mucha más fuerza.
  
 Los periodistas y los comentaristas también deberían señalar con el 
dedo a otro tipo de blancos: conservadores sociales que donan dinero a 
la campaña de Trump pero que son demasiado civilizados como para ir a un
 mitin y chillar para expresar sus opiniones. 
  
 Según el discurso de la campaña de Trump y la información disponible, 
lo votarán personas a las que les va bastante bien pero que se 
consideran víctimas del sistema.
  
 Los medios no parecen entender que gran parte de la clase trabajadora 
blanca preferiría cerrar filas con cualquier otro sentimiento que no sea
 el de victimismo. En la actualidad, fichan cuando entran y salen de su 
trabajo, guardan los cupones de descuentos de los supermercados, educan a
 sus hijos en el respeto e intentan esquivar la cobertura mediática. 
Brecha entre realidad y política
  
 Barack Obama, un hombre negro formado a partir de la experiencia negra,
 suele citar a sus descendientes por parte de madre; gente blanca de 
clase trabajadora: “Muchas de mis influencias proceden de mis abuelos 
maternos, que crecieron en el interior de Kansas”, indicó este mes a 
propósito de un encuentro celebrado en la Casa Blanca sobre cuestiones 
rurales.
   El año pasado, en una conversación con la autora Marilynne Robinson, del  The New York Review of Books,
 Obama lamentó todos estos conceptos erróneos y tan comunes sobre las 
pequeñas localidades del interior de Estados Unidos, por las que él 
siente admiración. “Hay una brecha enorme entre la realidad de las vidas
 diarias de estas personas y cómo hablamos de la realidad de Estados 
Unidos y de la vida política”. Señaló que uno de los elementos que 
contribuyen a ampliar esta brecha son “los filtros entre las personas 
corrientes” que hacen lo que pueden por sobrevivir, así como los debates
 políticos demasiado complejos.
"Nos debería hacer reflexionar el hecho de que destacados comentaristas progresistas consideren que el término “populismo” tiene connotaciones negativas"
 “ 
 Me siento muy reconfortado cuando tengo la oportunidad de conocer a 
estas personas en su contexto”, explicó: “Por algún motivo, el filtro 
hace que en el ámbito político nacional sus realidades no se presenten 
de forma alentadora”. 
  
 Sin duda, una de estas descripciones desalentadoras, la caricatura del 
votante blanco que destila odio y que lleva vaqueros grasientos, 
responde a una realidad. En mi pueblo conocí a uno o dos; el típico 
grandullón que amenaza a personas todavía más débiles que él y que 
amenaza a las personas de color para que huyan del pueblo, insulta a las
 mujeres y utiliza pistolas de aire comprimido para disparar contra 
gatos. Así sería Trump si hubiera nacido donde yo nací.
  
 La fascinación de los medios de comunicación hacia el votante de Trump 
alimenta la teoría, tan de moda, de que detrás de su apoyo se esconde la
 intolerancia. Es cierto que los problemas económicos de la clase 
trabajadora blanca son un punto más para Trump, como también lo es la 
falta de dinero de las personas de color, que al mismo tiempo son el 
blanco de ataque de sus comentarios racistas y xenófobos y que por este 
motivo le han dado la espalda. Sin embargo, uno creería que a los 
progresistas blancos que pertenecen a la élite y que a lo largo de esta 
campaña han transmitido una imagen de grandeza ética les costaría más 
pensar en términos globales sobre relaciones comerciales e inmigración 
si hubieran tenido que cerrar su fábrica o su comunidad hubiera sido 
diezmada. 
Analistas acomodados
  
 Los analistas acomodados que se oponen a Trump suelen examinar los 
males sociales desde un determinado punto de vista; están convencidos de
 que sus tendencias políticas son un reflejo de sus valores y de su 
personalidad. Cabe suponer que muchos de ellos heredaron estas ideas, de
 la misma forma que muchos estadounidenses que crecieron en los estados 
republicanos heredaron las suyas. Si creciste en un ambiente 
progresista, no deberías estar tan orgulloso de ti mismo por votar en 
contra de Trump.
  
 También está de más esta idea condescendiente de que los demócratas que
 en las últimas décadas no se han sentido representados por su partido y
 que se han unido al Partido Republicano “están votando en contra de sus
 intereses. Esta noción tiene un trasfondo antidemocrático, ya que parte
 de la premisa de que un gran número de estadounidenses carece de las 
condiciones mentales que se precisan para votar”.
    
 Son muchos los que siguen apoyando a Trump a pesar de todo lo publicado
 sobre su trato a las mujeres, sus actitudes racistas y otras actitudes 
temerarias. Son capaces de decidir su voto y de tomar sus propias 
decisiones. Cuando intentemos discernir de quien estamos hablando, 
debemos ser conscientes de nuestros prejuicios de clase.
¿Periodista? No de clase obrera
Un artículo publicado recientemente en la edición impresa del  The New York Times
 describía a un hombre de Kentucky así: “Mitch Hedges cultiva ganado y 
suelda herramientas que se utilizan en las minas de carbón. Cree que va a
 perder su trabajo en seis meses pero no apoya a Trump, al que considera
 un idiota”.
  
 Celebré que, por una vez, se hablara de un hombre blanco de clase 
obrera que no vota a Trump. Me hizo reír la expresión “cultivar ganado” 
ya que uno puede cultivar la cosecha o criar animales. Para una 
periodista que durante su juventud hizo ambas cosas, es difícil tomarse 
en serio este reportaje de  The New York Times.
  
 La principal razón por la cual los medios de comunicación más 
importantes no parecen comprender las cuestiones de clase es 
precisamente que no hay diversidad socioeconómica en las redacciones. 
  
 Pocas personas que crecieron rodeadas de pobreza terminan trabajando en
 las redacciones o publicando libros. De hecho, son tan pocas que me 
pareció necesario dar un giro a mi carrera y especializarme en 
cuestiones de clase en un sector rico y privilegiado de la misma forma 
que los periodistas negros hablan de raza en un sector que está 
integrado mayoritariamente por blancos.
  
 Con esto no quiero decir que uno debe pertenecer a un determinado grupo
 o lugar para hacerles justicia, como han demostrado los buenos 
periodistas de investigación y los comentaristas en el último siglo e 
incluso antes. 
  
 Escuchen la serie sobre pobreza que ha emitido la radio On the Media. 
El segundo episodio de esta serie incluye la siguiente reflexión de 
Gladstone: “Los pobres, en su conjunto, son un grupo tan poco homogéneo 
como cualquier otro”.
    
 Sé que muchos periodistas son personas muy trabajadoras que quieren 
presentar la historia bajo el ángulo correcto y no me gusta criticar a 
los medios de comunicación. El clasismo de los presentadores de la 
televisión por cable es simplemente un reflejo del clasismo del sector 
más privilegiado de Estados Unidos. Lo vemos en todas partes, desde los 
tuits que presentan a los votantes de Trump como palurdos sin remedio 
hasta en el hecho de que el Partido Demócrata que no se tomó la molestia
 de crear una plataforma centrada en las medidas de reducción de la 
pobreza hasta un mes antes de las elecciones presidenciales.
Medios deliberadamente obtusos
  
 La distancia económica que separa al periodista de los protagonistas de
 sus reportajes nunca ha sido tan peligrosa como en la actualidad, 
marcada por una histórica disparidad entre ricos y pobres. A menudo los 
reportajes se centran en el mercado de valores y no en las personas que 
nunca tuvieron acciones. 
  
 Durante décadas, los medios de comunicación de Estados Unidos han sido 
deliberadamente obtusos cuando han tenido que informar de las quejas de 
los ciudadanos de a pie. Este ha sido un factor que sin duda ha ayudado a
 crear el espacio de resentimiento que Trump ahora ocupa. Nos debería 
hacer reflexionar el hecho de que destacados comentaristas progresistas 
consideren que el término “populismo” tiene connotaciones negativas. 
  
 Estamos ante un periodismo que integra la plutocracia que debería 
criticar, que no ha sabido cumplir con su deber de guardián de la verdad
 y que ha perdido el respeto hacia todas aquellas personas que no dudan 
en llamar las cosas por su nombre.
  
 Mi abuelo Arnie, que ya ha fallecido, era una de estas personas. 
Hombres parecidos a Trump pasaban con sus lujosos vehículos por nuestra 
granja, con la intención de hacer negocios. Mi abuelo sabía reconocer a 
los que eran unos embusteros y unos estafadores, los trataba con 
amabilidad y los mandaba a paseo. Si por algún motivo te despedías de 
alguno de ellos con un apretón de manos, mi abuelo se reía y te decía: 
“mejor que cuentes tus dedos”. 
  
 En un mundo en el que las “Bettys” y los “Arnies” prácticamente no 
tienen voz, los que tienen una plataforma desde la que lanzar sus 
opiniones deberían reflexionar antes de despotricar sobre ellos.
  
 Tal vez quieras generalizar y crear un estereotipo para presentar a un 
grupo de personas y especular sobre sus ideas políticas o creerte 
superior a ellos, por ejemplo, los que hacían un tercer turno en una 
fábrica de Boeing mientras otros viajaban a México de vacaciones, los 
que limpiaban el suelo de un McDonalds mientras otros debatían en las 
redes sociales en torno al salario mínimo, los que tuvieron que vaciar 
sus casilleros cuando se cerró la fábrica de cerveza Pabst mientras 
otros bebían cervezas artesanales en bares de moda, los que regresaron 
de Oriente Medio dentro de un ataúd mientras otros escribían columnas de
 opinión sobre política exterior. Si este es el caso, deberías aceptar 
el hecho de que tal vez te pareces más a Trump de lo que te gustaría.
Traducción de Emma Reverter
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