Vamos a argumentar que el populismo no sólo
 es incompatible con feminizar la política, sino que acaba reforzando el
 sistema patriarcal. Laura Roth y Kate Shae Baird -http://www.eldiario.es/tribunaabierta/feminizacion-politica-populismo-izquierdas_6_597100285.html
 
    
Dos de los temas más candentes actualmente entre las
 activistas y pensadoras de la izquierda europea son la apuesta por un 
populismo de izquierdas y el reconocimiento de la necesidad de feminizar
 la política. Sin embargo, poco se ha dicho sobre la relación entre 
éstos. ¿Cuáles son las lecturas feministas del populismo de izquierdas? 
¿Cómo encaja el populismo de izquierdas en el plan de feminización de la
 política? Vamos a argumentar que el populismo no sólo es incompatible 
con feminizar la política, sino que acaba reforzando el sistema 
patriarcal, mientras que un enfoque de género es esencial para llevar a 
cabo una verdadera transformación política, económica y cultural.
 La feminización de la política
Creemos que la feminización de la política consiste en 
tres elementos principales. El primero, la paridad de género en los 
espacios de representación y participación política. El segundo, un 
compromiso con políticas públicas que cuestionen los roles de género y 
busquen romper con el sistema heteropatriarcal en todas sus dimensiones.
 El tercero, aquel que señalaban hace unas semanas  Yayo Herrero, Pablo Iglesias y María Eugenia Palop:
 una manera de entender las formas de ejercicio de la política basada en
 valores y prácticas que sustituyan a los propios del modelo patriarcal 
en este ámbito. El énfasis está puesto en lo cotidiano, lo micro, lo 
relacional, lo común y comunitario y feminizar la política implica 
cambiar las formas de hacer en estos espacios.
Este 
último elemento genera polémica dentro del feminismo. Por ejemplo, se 
critica que se deban reforzar roles de género percibidos como femeninos 
cuando estos son, a su vez,  producto del patriarcado.
 Sin embargo, creemos que sí se puede seguir defendiendo la feminización
 de la política en este sentido por varias razones. En primer lugar, 
porque la política no debería estar determinada por lógicas y maneras de
 hacer que, por estar en la práctica más extendidas entre los varones, 
refuerzan sus privilegios. Las formas tradicionales generan un ambiente 
dominado por hombres donde se premia y promueve lo masculino, 
excluyendo, expulsando y desvalorizando aquellas maneras de hacer con 
las cuales las mujeres se sienten más cómodas. De poco sirve poner 
mujeres en espacios de poder si estos espacios, por sus formas, 
obstaculizan que ellas tengan un rol protagonista. En segundo lugar, la 
feminización de la política, al poner énfasis en las prácticas y las 
formas, hace que el cambio se oriente hacia los lugares donde se 
reproducen los roles de género. “Lo personal es político” dice la ya 
quizás gastada consigna que hizo famosa Carol Hanish en 1969, apuntando a
 la idea de que las maneras de hacer en “lo privado” son relevantes para
 construir “lo público”. Entendida de forma más general, también nos 
alerta de un peligro: que los planes a gran escala, o las ideas 
abstractas por sí solas no son suficientes si no implican también un 
cambio en lo más pequeño, en las formas y en las prácticas comunes, que 
son las que sostienen todo lo demás. En tercer lugar, porque la 
feminización entendida en este sentido pone énfasis en elementos que son
 valiosos en sí mismos (más allá de la cuestión de género) y en los 
cuales el cambio necesita tener lugar si es que una propuesta política 
de izquierdas quiere llegar a tener un impacto verdadero y sostenible en
 la vida de las personas. Algunos de estos valores serían la 
cooperación, la participación en la definición del mundo que nos rodea, 
la consideración de los intereses de otras personas o el respeto por la 
diversidad.
 Por qué el populismo de izquierdas refuerza el patriarcado
El populismo de izquierdas está cobrando fuerza como alternativa al 
ascenso del populismo de derechas en gran parte del mundo occidental. 
Pretende “jugar el juego del populismo” en un contexto político que 
parece estar cada vez más marcado por éste. Se argumenta que, frente al 
populismo de derechas, la izquierda tiene que moverse rápidamente para 
adaptarse y contrarrestar sus efectos, siguiendo el ejemplo de Hugo 
Chávez o Evo Morales en América Latina, o de Syriza o Podemos en la 
Europa mediterránea. Esta idea ha sido defendida por políticos, 
académicos y periodistas, entre los cuales  Chantal Mouffe,  Owen Jones o Pablo Iglesias son solamente algunos ejemplos.
Aunque los dos primeros elementos de la feminización de la política 
mencionados más arriba (más mujeres en ciertos cargos y políticas con un
 enfoque de género) podrían ser perfectamente compatibles con el 
populismo de izquierdas, no pasa lo mismo con el tercero y saltan a la 
vista varios componentes del populismo que chocan frontalmente con esta 
propuesta. El populismo (en realidad tanto el de izquierdas como el de 
derechas) no solo es incompatible con la feminización de la política, 
sino que acaba reforzado el sistema patriarcal. Ante esta contradicción,
 el potencial transformador lo tiene la apuesta feminista.
En primer lugar, el populismo construye el “nosotros” por oposición al 
“ellos”, que en el caso de la izquierda es la oligarquía. Frente a esta 
propuesta, la feminización de la política requiere un discurso 
inclusivo. Pero este discurso es, sin embargo, uno que el populismo no 
puede incorporar con comodidad porque asume, como otras formas políticas
 típicamente masculinas, que existe una batalla en la que hay que 
medirse. Ve el mundo bajo una lógica de confrontación y el objetivo es 
la destrucción de un enemigo identificable. Este marco contrasta con el 
de la colaboración y el cuidado, más propias de una visión feminista y 
femenina de la sociedad. En cambio, hay discursos alternativos, como el 
del bien común, que sí tienen el potencial de feminizar la política en 
este sentido.
En estrecha conexión con este punto, 
otro problema es que ese “nosotros” obvia la diversidad del “pueblo”. 
Como afirma la socióloga Akwugo Emejulu, el populismo da por hecho que 
“las personas son todas iguales: todas son cívicas, comparten los mismos
 intereses y no están en conflicto entre ellas por poder o recursos a 
nivel de la base.” Esta estrategia, aunque sea meramente discursiva, 
ahoga el desarrollo de identidades que puedan poner en peligro la unidad
 del pueblo y al hacerlo, intenta suprimir la diversidad. En contraste, 
una política feminizada no huye de la complejidad ni de las identidades 
múltiples que escapan a la predominante (de los varones, blancos, 
heterosexuales, etc). Reconoce las realidades existentes y propone un 
proceso de encuentro y debate entre personas distintas que intentan 
identificar y resolver problemas de manera colectiva. En vez de pedir 
que se dejen de lado los reclamos de género, identidad sexual o étnica, 
el feminismo los entiende como ingredientes básicos de la comunidad y 
promueve la conciencia sobre los múltiples sistemas de opresión y los 
privilegios y dominaciones que éstos generan. Además, el populismo de 
izquierdas reproduce los sesgos de la izquierda tradicional: interpreta 
el mundo principalmente en términos económicos y de clase, aunque 
sustituye la clase trabajadora industrial por el precariado. De esta 
manera, se limita a lo público: a los mercados globales, a las 
instituciones del Estado y a las políticas públicas. Invisibiliza el 
trabajo reproductivo, los roles de género, o la cultura de la violación.
 Es cierto que el populismo de izquierdas condena el racismo y la 
xenofobia, pero no llega a preocuparse por cómo se relacionan las 
desigualdades de género, identidad sexual y étnicas entre ellas y con el
 sistema capitalista. En cambio, la feminización de la política toma una
 perspectiva interseccional y busca cuestionar, visibilizar y deshacer 
las múltiples formas de opresión que existen. Construye “lo público” 
desde la realidad situada de las personas, desde la comunidad y la 
manera de vivir y no al revés.
En tercer lugar, el 
populismo promueve una idea abstracta de soberanía, sin anclaje en 
procedimientos que permitan una capacidad de autodeterminación real 
sobre la definición del contexto que les afecta. Hay quienes lo asocian,
 como es el caso de  Paolo Gerbaudo,
 con democracia radical. Sin embargo, la soberanía en términos 
feministas no puede referirse meramente a referenda ni consultas 
populares. Debería incluir procedimientos que, por un lado, permitan a 
las personas tener un impacto real en las decisiones de su comunidad y 
la construcción de la realidad que les envuelve y, por el otro, tengan 
la potencialidad de cambiar a las propias participantes. Por eso, 
resultan preferibles mecanismos deliberativos frente a los que se basan 
en la mera expresión de preferencias. Mientras unos refuerzan los roles 
preestablecidos, los segundos abren la puerta a cambios en las maneras 
de relacionarnos y a aprender sobre las visiones y circunstancias de las
 demás personas. Además, las decisiones que resultan son más razonadas y
 acaban reflejando mejor las realidades de quienes participan.
En cuarto lugar encontramos la idea de patria como elemento aglutinador
 y que motiva a las personas a participar y sacrificar ciertos intereses
 individuales. Pero éste también tiene poco que ver con la feminización 
de la política. La aceptación del marco del Estado-nación ignora sus 
orígenes patriarcales y coloniales. Después de todo, el primer sujeto 
colonizado por la nación es la mujer, de quien se espera un trabajo 
reproductivo a servicio de la misma. Por el contrario, desde el punto de
 vista de la feminización de la política, las identidades se construyen 
en lo cotidiano y son complejas mientras que nociones abstractas y 
excluyentes como la patria resultan insatisfactorias. Esto no implica 
que la feminización olvide las motivaciones y es compatible, por 
ejemplo, con lo que los autores y autoras republicanas denominan 
“virtudes cívicas”: ciertas predisposiciones que mueven a las personas a
 participar de la vida de la comunidad, más allá del autointerés. Para 
esto lo que se necesita es construir identidades colectivas y 
comunidades basadas en el intercambio real, ya sea a través del 
encuentro presencial (como ocurre en el barrio o la ciudad) o virtual 
(como ocurre en las redes sociales).
En quinto lugar,
 el populismo de izquierdas no feminiza porque otorga un rol central a 
los liderazgos fuertes, personalistas, y casi siempre masculinos o 
masculinizados. Aunque, por ejemplo, los movimientos populistas 
latinoamericanos no olvidan la dimensión comunitaria de la construcción 
del poder, ésta es sobre todo instrumental: se hace porque es lo que 
permite mantener el apoyo al gobierno y sus políticas, no porque sea 
aquí donde la verdadera acción transformadora tiene lugar. En cambio, 
una política en femenino premia liderazgos plurales y dialogantes que no
 tienen miedo a expresar contradicciones ni incertidumbres. Según  María Eugenia R. Palop:
 “[la idea de feminización propone] un ‘liderazgo transformacional’ que 
fomente el trabajo en equipo, la horizontalidad, la participación y el 
poder compartido.”
Finalmente, la defensa del 
populismo de izquierdas suele usar la urgencia como argumento que 
justifica saltarse los elementos feminizadores, siendo típica la 
referencia a la “ventana de oportunidad”. Según esta perspectiva, los 
fines son demasiado importantes como para que podamos esperar a 
construir desde abajo, cambiando las prácticas y prestando atención a 
las formas. Ganar unas elecciones sería más importante que construir 
organizaciones horizontales, inclusivas y dinámicas. La derecha 
populista puede ganar ya, si es que no hacemos algo. El problema es que 
bajo esta lógica cortoplacista nunca será el momento de romper las 
relaciones de género, puesto que siempre habrá otras urgencias. Por el 
contrario, el elemento más importante en esta versión de la feminización
 de la política es que las formas definen los resultados con vistas a la
 transformación de la sociedad a largo plazo. Solo a través de la 
práctica micro que podemos reconfigurar las estructuras de poder 
actuales. Es por eso que el municipalismo es una apuesta mucho mejor que
 el asalto directo al poder estatal o europeo. Y los cambios en estos 
otros niveles superiores (incluido el global) marcan el horizonte, 
puesto que es allí donde se toman muchas decisiones que afectan nuestras
 vidas. Desde nuestra visión, estos cambios deberían comenzar a 
construirse desde lo local. Sin embargo, la discusión acerca de cómo 
esto es posible quedará, de momento, pendiente.
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