No me da la gana gestionarme la rabia. No me da la
gana de desprenderme de la mala baba con la que me he levantado. No me
da la gana conformarme. No me da la gana sentirme una miserable. No me
da la gana, joder.
Soy muy consciente del límite de
alcance que tienen las palabras que tecleo furiosa. Poco. Muy consciente
de que no voy a conseguir que llegue mi insulto a quiénes son
responsables de la barbarie. Lástima. Excesivamente consciente del
incremento de la mala hostia cuando le ponga un punto final a este
artículo. Infinito. Este artículo de mierda, que no servirá para
conseguir una mierda y que no leerán esas mierdas humanas que pululan
por el mundo.
Y no esperéis que cuente nada nuevo. Ni siquiera la
indignación es nueva. Todo es viejo. Muy viejo. Como la vida misma. Como
la muerte misma.
Pero, hoy, necesito soltar
exabruptos. En concreto, 52 millones. Uno por cada una de las personas
refugiadas y desplazadas por culpa de esa ponzoña humana que mece la
tumba que cohabito.
Me enferma llamarlas refugiadas.
No son refugiadas porque no las refugia nadie. A ver si hablamos en
condiciones y utilizamos bien los tiempos verbales, ¡que ya vale!
En Siria ya son cinco millones de personas quiénes han huido con lo
puesto y deambulan por las fronteras de los países limítrofes. Mueren de
frío, están asustadas y les llora el corazón. Se ahogan en el mar y,
eso, es mejor que quedarse en casa. Y yo no sé cómo aún tienen la
dignidad de pedirnos por favor ayuda. Yo no sé cómo, cuando les ponen un
micrófono delante, no nos mandan a la mierda. A la realísima mierda
europea para que nos ahoguemos en ella. Y así estamos en paz.
Dicen que la cifra de personas que buscan refugio en el mundo ha
superado la de desplazadas en la II Guerra Mundial. También dicen que,
precisamente, fue Siria un país de acogida hace 70 años. Acogió a esas
decenas de miles de zombis que huían de las bombas, la limpieza étnica y
el ultraje a su dignidad. Del nazismo que hoy se les vuelve contra la
cara que les sonrió acogedora hace siete décadas. Qué ironía y
sinvergonzonería todo.
Y yo ya no sé qué cifras son
las que son. Desbordantes números que bailan entre ojos y orejas según
quién los cuente o escriba. Números, ojos, orejas y pies descalzos que
se borran de nuestras memorias en un zapping perezoso.
Pero sí me quedan claros unos datos. Y es que en esta
España mía, esta España nuestra, se tienen 19.000 peticiones de asilo
sin resolver. Será que no nos quedan recursos suficientes para
atenderlos porque nos hemos gastado más de 70 mil millones de euros en
rescatar a bancos. Qué ya faltaría más que no hubiera para rescatar a la
mafia. ¡Viva España!
Escribía Luisa Carnés, a principios del siglo pasado, en uno de los diálogos de su libro Tea Rooms. Mujeres Obreras:
"(...) dividió mentalmente a la sociedad en dos mitades: los que
utilizan el ascensor o la escalera principal, y 'los otros', los de la
escalera de servicio; y se sintió incluida en la segunda mitad".
Y pienso que faltan mitades. Que hay quienes ni siquiera entran en el
portal de la casa. A quienes nadie contesta al otro lado del timbre.
Parias.
Y no dejo de sentirme como una mierda. Por
formar parte de quiénes les trata así, por no poder hacer nada para
evitarlo, por no poder abordarlo, por quejarme a través de estas
miserables líneas sabiendo que a quién le importa. Y me hacen sentir
miserable porque, al menos, subo por la escalera de servicio. Y, al
parecer, debo estar agradecida. Hasta en eso se ha congelado el tiempo.
Qué mierda todo. Joder.
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