Marhuenda es un periodista de granja. Posee cierto aire
cansado de rumiante que, en virtud de méritos evidentes pero
inconfesables, ha sido ascendido a guarda de la casa. Mantiene esa
compostura de pachorra y respiración caliente que se le pone a los
mamíferos que siempre encuentran el pienso en el mismo cubo.
Luce una consistencia poco sólida sobre las mesas de los
platós, da la impresión de que siempre se está recuperando de algún
catarro. Hay en él una importante falta de vitalidad, un aspecto de
hombre desubicado que deriva, seguramente, de haber extraviado el oficio
de periodista en un despacho con moqueta ministerial.
Tiene la cabeza empotrada en el pecho. Su cráneo es ancho y
compacto como un archivador de oficina burocrática. Parece que bosteza
continuamente, aunque no abra la boca para hacerlo. El efecto proviene,
quizás, de que su boca depende jerárquicamente de su nariz. El cartílago
nasal atrae los labios, los curva desde el centro y le pone cara de
asco mal disimulada. Va por ahí con un gesto de agravio preventivo, de
víctima de un gulag imaginario, y eso le procura un placer incalculable.
Como ocurre con muchos conservadores, ciertos apéndices de
rectitud y de pureza protocolaria se han ido fusionando con su cuerpo
hasta dejarle una imagen pintoresca: vive ahogado por la camisa,
cabalgado por la chaqueta, y la corbata parece nacerle de la garganta.
Lógicamente, toda esta parafernalia acaba desoxigenando las neuronas. De
ahí, la miopía ideológica de Paco Marhuenda. Su cortedad de miras se
deduce fácilmente porque se ha integrado en su fisonomía. Sin mirarlo,
fijándonos sólo en el recuerdo, diríamos que siempre lleva las gafas
empañadas, aunque realmente no sea así. Cree que la realidad es lo que
ocurre entre sus lentes y sus ojos, y en ese par de centímetros cabe lo
justo: unos cuantos prejuicios antiizquierdistas y (como se dice por
ahí) un par de nalgas predilectas que, bien besadas, han acabado
otorgándole una medalla.
Tal vez por esa seguridad y ese tenerlo todo atado, cuando
ejerce de tertuliano, unas veces se divierte y otras se mira las uñas.
Merece respeto, eso sí, por su paciencia ante los ataques que recibe.
Vive muy convencido de su partidismo y de su corral ideológico y por eso
no pierde los papeles habitualmente. De cuando en cuando, se le escapa
una risilla juguetona que sugiere un carácter entrañable. Pero de vez en
cuando.
Posee dos mejillas fofas como dos barrigas, unidas en el
centro por una sombra de bigote. A pesar del afeitado diario, se le
intuye una barba tenaz, afectada por una incoherencia moral muy católica
y muy española. La molla de su cara es blanda y disgregable, puede
suponerse que su textura se asemeja a la del pulpo a la gallega.
Alrededor del hueso de la barbilla hay dos principios de michelín.
Es dueño de sus manos, eso es innegable, pero no así de su
lengua. Le ocurre igual que a Rajoy. Padece la misma torpeza expresiva y
los mismos tropiezos sintácticos. Comparten un diccionario de palabras
infantiles, incapaces y anodinas. Aunque no es excusa, ambos poseen una
lengua ancha y moluscosa que les colapsa la boca. Por algún
motivo, mientras la lengua de Rajoy tiende a la tribulación, la de
Marhuenda cae en el agotamiento. Hay que añadir que el director de La Razón tampoco controla sus cejas, que dan pequeñas sacudidas cuando lo interpelan: un claro tic de menosprecio antidemocrático.
Por mucho que le duela a su nacionalismo español y
panfletario, su aspecto físico general, si uno se fija bien, resulta un
poco como si a Artur Mas lo hubieran metido en la lavadora con agua muy
muy caliente y se hubiera destensado. Hay un vínculo extraño entre ambos
personajes, una hermandad en el ridículo que incita a pensar en la
conspiración.
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