Se ha extendido entre gente dentro y fuera de Podemos la
idea de que las polémicas internas no son sino disputas por el poder sin
contenido real de propuestas políticas. No, realmente hay una
discrepancia de fondo sobre modos de entender la Transición de la
Transición y la ruptura con la Constitución española actual.
Si algo ha enseñado la historia del arte y la literatura
contemporáneas es que forma y contenido no pueden separarse sin pagar el
precio de la irrelevancia estética. Ninguno de los dos extremos es
neutro: una forma sin contenido es pura escenografía para consumo de
mercado, un contenido sin forma no es más que pura propaganda
panfletaria o intención de ser best-seller. Esta lección sirve
también para la arquitectura democrática. La democracia son formas. Sin
ellas, cualquier decisión está en peligro de deslegitimación. Y también
son contenidos: sin justicia e igualdad no hay libertad real de todos.
Sin resistirse a las exclusiones, la democracia, como ocurría en la
Grecia clásica, deviene un club, por mucho que se llamen “ciudadanos”
los que están dentro. Para decirlo en pocas palabras: en democracia,
las formas son contenido y el contenido se traduce en formas.
Curiosamente, en política se olvidan estas verdades. En un reciente artículo en Cuarto Poder, Manolo Monereo ejemplificaba
este olvido cuando comenzaba su texto, paradójicamente, con la
admonición de que la disputa dentro de Podemos había olvidado la
política y reprochaba al errejonismo lo siguiente: “El discurso del
método no puede sustituir a la política y no debe seguir siendo un
instrumento para perpetuar ambigüedades programáticas y estratégicas”.
Pero es que esto es lo que precisamente está en cuestión.
No es difícil entender que la discusión en Podemos se haya entendido como la tensión entre una concepción pactista y otra más radical
Tanto en política como en arte suele ser difícil entender
lo nuevo porque la mirada aún sigue educada con la sensibilidad de lo
viejo. Así, no es difícil entender que la discusión en Podemos se haya
entendido como la tensión entre una concepción pactista y en el fondo no
diferente de las posiciones socialdemócratas débiles, frente una parte
más radical, organizada y que fuerce luchas en la calle desbordando las
instituciones parlamentarias. Bueno, pues no: no se trata de una tensión
entre pactistas y radicales, sino entre formas y contenidos del
radicalismo y la novedad en nuestro contexto político.
La crisis económica y los movimientos indignados
produjeron lo que Negri llamaría un “poder constituyente”, o más bien un
momento instituyente. Sin embargo, la forma y el contenido de este
proceso y poder quedaron indeterminados. El mundo ha cambiado muy
rápidamente en las últimas décadas y las nuevas formas de capitalismo
transnacional están descolocando las viejas modalidades de la política
resistente. Las formas que adoptaron los movimientos más sensibles al
nuevo modelo económico-social a escala mundial detectaron muy bien los
problemas y desarrollaron nuevos modos espontáneos de organización que,
como otras veces en la historia, tardarán en ser comprendidos.
Términos como “populismo” y otros adjetivos similares
indican la fragilidad y conciencia de la novedad de lo nuevo del
contexto político. Cuando Laclau y Mouffe comenzaron a usar esta
referencia lo hicieron a causa de las perplejidades que producía un
mundo sin Guerra Fría y con formas globales de capitalismo. Pero no son
definitivos ni definitorios. Son adjetivos que califican lo nuevo de la
política en un mundo en el que el capitalismo se ha asentado destrozando
los proyectos y espíritus de los Estados nación. “Populismo” quiso
denotar un nuevo modo inclusivo de acercarse a las democracias en donde
las formas de exclusión, opresión y desigualdad se dan de manera
distinta y a veces en tensión unas con otras. En una sociedad dividida
por las posibilidades de acceso, las posiciones que ocupan los
individuos no siempre están determinadas solo por lo económico.
Las formas de resistencia adquieren matices muy
importantes que no son siempre bien captados por los esquemas de la
izquierda tradicional. Así, por ejemplo, las mareas o movimientos
sociales originados por la degradación de los servicios públicos son en
cierto modo procesos que se entenderían en otros tiempos como reacciones
de clases medias proletarizadas, pero en otro sentido son
reivindicaciones muy avanzadas que ponen en cuestión directamente el
capitalismo neoliberal incompatible con sistemas de bienes públicos
orientados a frenar las desigualdades.
Podríamos señalar, en la misma línea, que los movimientos
de género, en sus modalidades más radicales, así como los de
reconocimientos de afectividades e identidades sexuales diversas, son
también, en muchos sentidos, propuestas que rompen con las lógicas
individualistas que definen nuestras sociedades. Lo mismo que muchas
reivindicaciones de identidad cultural, las indigenistas por poner un
caso: son, muchas veces, reivindicaciones anticapitalistas en su
horizonte comunitarista, que desbordan el consumismo y la existencia
atomizada de grandes zonas de las clases populares asentadas en las
metrópolis contemporáneas.
Los imaginarios de la izquierda tradicional se basaban en la trinidad “huelga de masas, partido y sindicato”
Podríamos seguir con el relato, pero no es ni necesario ni
hay sitio para ello. Lo que está ocurriendo en nuestro mundo es que las
lógicas resistentes se producen de maneras novedosas y los modos
tradicionales de política, entendidos como “frentes populares” que unen
lo diverso en una suerte de confluencia (una metáfora hidráulica que
tiene más que ver con los imaginarios de las manifestaciones que con la
política real), no son ni efectivos ni formas de respuesta política
contra el mundo neoliberal.
Los nuevos movimientos no pueden articularse de espaldas a
la diversidad cualitativa de las formas de insumisión contemporánea.
Pero aquí el contenido y las formas se entreveran de modo inseparable.
No se trata de confluir sino de refundar las bases de la democracia para
acoger a las nuevas voces que reclaman accesos desde su exclusión. Los
imaginarios de la izquierda tradicional se basaban en la trinidad
“huelga de masas, partido y sindicato”. Ninguna de las tres esquinas
sobrevivirá en el nuevo contexto. Los nuevos agentes políticos no se
sienten ya masas sino, en todo caso, multitudes en su diversidad. Los
partidos y sindicatos han devenido en agrupaciones de cargos liberados
que hace tiempo dejaron de vivir las experiencias reales de la opresión.
La democracia no es un método, como suponen muchas líneas
políticas con un bajo continuo autoritario. La democracia es un fin. Y
en último extremo, radicalizar la democracia es encontrarse de frente
con el nuevo modo del sistema capitalista, que, a través del
neoliberalismo y sus proyectos neocon, ha entrado en política directamente, organizando todas las formas de existencia.
El mensaje de radicalizar la democracia no instrumental
sino esencialmente se dirige a todas las modalidades y esferas sociales:
a la esfera pública y los medios de comunicación, a la educación, a las
instituciones supranacionales que controlan las grandes reservas de
poder, a las instituciones jurídico-políticas en todos los niveles del
Estado, a las maneras de organizar la empresa y la vida cotidiana.
Un movimiento político que tenga este horizonte no puede
concebirse en absoluto con una forma organizativa que no anticipe el
radicalismo que pretende para la sociedad. Tenemos las evidencias
históricas de que los partidos que tienen formas autoritarias de
organización con el argumento del “mientras tanto” terminan organizando
de la misma manera la sociedad. La propuesta de pluralismo que está en
la base de la reivindicación de un Podemos abierto no está en la lógica
de la izquierda-derecha sino en la del radicalismo frente al
autoritarismo y la sumisión. Por mucho que estos últimos se disfracen de
imaginarios de insurrección de izquierda.
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Fernando Broncano. Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura. Universidad Carlos III de Madrid. http://fbroncanopagina.googlepages.com/home
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