
Pedro Luis Angosto, Nueva Tribuna, 29 de marzo 2017 https://asturiaslaica.wordpress.com/2017/03/29/lo-que-le-debo-a-la-iglesia-catolica/
Como casi todos vine al mundo con la 
mente limpia, abierta, virgen, en una familia maravillosa que sobrevivía
 bajo el franquismo. No pasé necesidades aunque las vi pasar a mí 
alrededor. Nieto de maestros republicanos depurados que temieron por sus
 vidas y de propietarios analfabetos hechos a sí mismos con mucho 
trabajo, ingresé en una escuela pública en la que se cantaban himnos a 
todas horas con el brazo en alto. Maestros republicanos depurados como 
mis abuelos, llenos de miedo, fueron mis primeros mentores en una 
escuela cuyo nombre hacía honor a la patrona del pueblo. Entre ellos y 
los curas y frailes que a todas horas interrumpían las clases, aprendí 
los rezos habidos y por haber, soporté estoicamente horas y horas de 
misas interminables en las que siempre repetían lo mismo, fui con flores
 a María que madre nuestra es y supe que los rojos habían violado los 
sagrarios donde se guardaba la sagrada forma.
Aprendí –creyendo todo lo que me 
contaban- que la bandera de España era colorada por la sangre de 
inocentes víctimas del comunismo y amarilla por el oro que se habían 
llevado a Moscú. Fue entonces, cuando apenas tenía siete u ocho años, 
que el demonio entró en mi cuerpo y se hizo dueño de mi alma. Sí 
entonces, cuando me contaron con pelos y señales en qué consistía eso 
del infierno, del limbo y del purgatorio, lo difícil que era entrar en 
el Reino de los Cielos para colocarte, después de que sonaran las 
trompetas del fin del mundo, a la diestra de Dios Padre. Me dijeron que 
en el infierno vivían los republicanos que habían traicionado a España, 
que allí iríamos también todos los que tuviésemos ideas parecidas, 
pensásemos en mujeres o pecásemos por acción, pensamiento u omisión, 
provocando en mis adentros una tormenta que era completamente ajena a 
mis sentimientos primigenios: ¿Pensamiento, obra u omisión? No tenía 
escapatoria. Habían pensado en tres palabras que cubrían todos los 
ámbitos de la vida y si no caía en una de las opciones me cogerían en la
 otra. Aficionado desde temprano a leer cosas de misterio –llegué pronto
 a Allan Poe de la mano de Becquer y sus leyendas- pasé algún tiempo 
obsesionado con lo terrible que tenía que ser palmarla sin que me diese 
tiempo a confesarme o arrepentirme de todos mis pecados en el último 
segundo, metido en una caja, con los ojos abiertos, esperando a que 
Lucifer, Satanás o Pedro Botero –que era como de la familia- apareciesen
 para llevarme a lo calentito. Y no paraban, Pedro tienes que 
confesarte, que contarnos todos tus pecados por insignificantes que sean
 en la seguridad de que Dios, siempre magnánimo, sabrá comprenderte y 
librarte de los males que por tu conducta y la tentación demoniaca hayas
 cometido.
Y así, pasaron los años, y llegaron los 
tocamientos. Como algunos de mis amigos estudiaban en el convento por 
aquello de ser educados como los ricos y poder ampliar relaciones de 
cara a un mañana dificultoso, les acompañé durante varias temporadas 
para jugar al fútbol y al ping-pong en las instalaciones que tenían los 
frailes, para lo que era imprescindible afiliarse y soportar las 
tremendas charlas que previamente nos daban. No sé por qué, el infierno 
seguía flotando en ellas, pero ahora todo había cambiado y la obsesión 
de aquellos señores no era otra que el sexo. Querían saber si nos 
masturbábamos, desde que edad, cuántas veces al día, la semana o el mes,
 si teníamos poluciones nocturnas –yo no tenía ni puta idea de en qué 
consistía esa cosa, y viéndolos tan interesados al principio siempre 
decía que sí-, no sé qué del cunnilingus, disciplina totalmente ignorada
 por mi persona pero por la que mostraban especial interés los hermanos.
 Separados a cal y canto de las señoritas, que formaban parte de otras 
secciones en las que se las trataba como a tales según los cánones de 
Falange, gracias a su red de delatores supieron del temprano 
emparejamiento de varios amigos, hecho que les disgustó sobremanera y 
puso en marcha el mecanismo perfectamente diseñado para separar lo que 
Dios no había unido.
El día que murió el patrón de la Iglesia 
Católica española Francisco Franco Bahamonde fue tan triste para ellos 
como alegre para nosotros. Mientras en el convento, la escuela y el 
instituto se bajaron banderas y se pusieron crespones negros al mismo 
ritmo que se elevaban solemnes responsos al altísimo, los siete días de 
luto, o sea de vacaciones, con que nos regaló la autoridad competente 
fueron de una felicidad apabullante en un trimestre del que sólo 
esperábamos el asueto navideño que comenzaba con la visita al Niño Pobre
 que regían las monjas de la caridad.
De vuelta a la actividad normal, nada 
parecía ya como era aunque todo seguía lo mismo. Recuerdo que un día de 
aquellos, ante la atrocidad de declararme marxista ante uno de los jefes
 frailunos, el gran hermano determinó que hiciésemos una confesión por 
escrito en la que dijésemos cuál de nosotros creíamos ejercía peor 
influencia sobre el grupo. No sin cierta sorpresa, salí ganador y al 
pasar unas semanas más dejé de acudir a aquel aquelarre para ingresar en
 el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván, no sin el susto
 de mi madre que unos días después de Navidad abrió la puerta a unos 
señores que preguntaban por mí para hablar del futuro de España. Tenía 
dieciséis años. Nunca más fui a misa, jamás volví a hablar con aquellos 
señores preocupados por el infierno, la sexualidad y el orden y ajenos 
por completo a cualquier mensaje humanitario que pudiese desprenderse de
 los Evangelios que decían predicar. Sí, por el contrario, tuve amistad 
años después con varios curas del Pozo del Tío Raimundo.
Sin embargo, un día, uno de los hermanos 
apareció por una librería a la que solía ir mi padre y al ver la portada
 de la revista Lib con una señora en cueros, exclamó que había llegado 
la República y que él se defendería de ella bien pertrechado desde el 
campanario del convento. El colegio de los frailes desapareció y el de 
las monjas que había en el pueblo estuvo a punto de hacerlo por falta de
 hermanos y hermanas y por carencia de clientes. En los años siguientes,
 pasada la primera mitad de la década de los ochenta, nos hicimos ricos o
 eso creíamos, y de pronto un gobierno socialista presidido por Felipe 
González y otros gobiernos autonómicos nacionalistas decidieron 
financiar la enseñanza católica mediante conciertos económicos que 
sufragaban todo el coste de la enseñanza pero seguían dejando a los 
frailes y monjas la potestad de elegir al profesorado.
Aquello comenzó como de broma, pero no 
era ninguna chanza, se trataba de recuperar como fuese el sistema 
educativo que había formado España a través de los siglos, ese que 
habían combatido la Institución Libre de Enseñanza y los gobiernos de 
Manuel Azaña. Desde Algeciras a Figueres, desde Fisterra hasta Cartagena
 resurgieron como setas colegios regidos por clérigos dispuestos como en
 mi adolescencia y mocedad, a moldear las mentes a su imagen y semejanza
 para mayor gloria de España, Catalunya, Euskadi, Murcia, Dios y el 
dinero. Como si nada hubiese pasado, como si nada recordásemos, las 
familias trabajadoras decidieron de nuevo enviar a sus retoños a 
aprender, con dinero de todos, la vileza que contenían conceptos tan 
anticristianos como Libertad, Igualdad, Fraternidad y Justicia Social; y
 a apreciar el valor de la insolidaridad, el amiguismo, la sumisión, la 
delación y la traición, valores que en nuestros días gozan del prestigio
 que merecen como podemos comprobar cada día nada más levantarnos.
Por todo eso, por estar siempre al lado 
de los poderosos, los corruptos y los explotadores, por poseer el mayor 
caudal inmobiliario del país y no pagar un céntimo al Estado como 
hacemos los demás mortales, por ingresar decenas de millones por un 
patrimonio monumental único sostenido y restaurado con dinero público y 
financiado por lo que entonces era el Estado y por el trabajo de los 
miserables, por contribuir como ninguna otra institución a perpetuar el 
orden establecido y periclitado del privilegio, por castrar y contaminar
 intelectual y humanamente a millones y millones de españoles que como 
yo nacieron vírgenes, libres y limpios, sólo guardo hacia la Iglesia 
Católica española contemporánea la mayor de mis desconsideraciones.
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