En ningún país civilizado, ni incivilizado, la Iglesia acoge, 
agasaja y protege en sus templos los cadáveres de criminales de guerra y
 de dictadores
Sin dejar a un lado la culpabilidad de los distintos gobiernos democráticos, esta situación insultante para las víctimas y para la democracia tiene otros dos responsables directos: el presidente de la Conferencia Episcopal y el Papa. Carlos Hernández
Sin dejar a un lado la culpabilidad de los distintos gobiernos democráticos, esta situación insultante para las víctimas y para la democracia tiene otros dos responsables directos: el presidente de la Conferencia Episcopal y el Papa. Carlos Hernández
 
    
Llevo tiempo preguntándome por qué la Iglesia en 
general y la española en particular están consiguiendo permanecer de 
perfil en un tema que les afecta directísimamente como es la necesaria 
revisión histórica de nuestro pasado más reciente. Hasta ahora les ha 
funcionado la estrategia de no hacer absolutamente nada; algo que en 
este asunto, sin embargo, es hacer mucho porque supone dejar las cosas 
como están y como ahora vamos a repasar.
Durante 40 
años la jerarquía eclesiástica y la mayor parte del clero se dedicaron a
 santificar la dictadura, a aplaudir el secuestro de nuestras libertades
 y a justificar las decenas de miles de asesinatos políticos cometidos 
por el régimen. Franco entraba en las iglesias bajo palio y los obispos 
le rendían pleitesía utilizando el saludo fascista. Los sacerdotes y las
 monjas reinaban en las cárceles y los campos de concentración 
franquistas; allí imponían disciplina, castigaban a los prisioneros que 
se negaban a comulgar, delataban a quienes pensaban diferente, robaban 
bebés y acompañaban a los piquetes en las ejecuciones. Fueron muy pocos 
los religiosos, la mayoría vascos y catalanes, que exhibieron algo de 
caridad cristiana y levantaron la voz contra los crímenes perpetrados 
por la dictadura.
En los 40 años siguientes de democracia la Iglesia se ha
 dedicado a silbar y a mirar para otro lado cuando alguien les recordaba
 ese papel ignominioso. No solo eso, la jerarquía eclesiástica ha 
seguido actuando de parte, como si su misión fuera exclusivamente la de 
servir a los españoles que comulgaron y comulgan con el franquismo. Solo
 así se explica que entre los centenares de "mártires de la Guerra 
Civil" beatificados por El Vaticano no se haya incluido a ninguno de los
 sacerdotes que fueron asesinados por los fascistas. Solo así se explica
 que mantenga protegidos en "suelo sagrado" los cuerpos de dos genocidas
 y criminales de guerra como fueron Queipo de Llano y Francisco Franco. 
Solo así se explica que siga sin pedir perdón por su complicidad con el 
dictador.
Y es que ese sería, justamente, el primer 
paso… el paso lógico: pedir perdón. Los herederos ideológicos del 
franquismo, vestidos hoy de políticos demócratas o de reputados 
tertulianos, tratan de convencernos de que solo los 
radicalesetarrasbolivarianos se atreven a pedir cosas así. Con esa 
estrategia ofensiva, pretenden ocultar que la realidad es, precisamente,
 la contraria: lo extraordinario y lo radical en este planeta llamado 
Tierra es la benevolencia, cuando no la simpatía, con que España analiza
 los hechos ocurridos durante la dictadura. Solo hay que mirar hacia 
fuera para constatar que somos nosotros los raros, que somos nosotros 
quienes constituimos una verdadera anomalía en el mundo democrático.
En Argentina, ya en el año 2.000, la Iglesia de ese país pidió perdón 
por su complicidad con la dictadura de los generales y por haber sido 
«indulgente» con los totalitarismos que «lesionaron libertades 
democráticas». En el vecino Chile sus obispos hablaron en 2013 de 
«reconciliación» tras el fin del pinochetismo, pero también de «verdad, 
justicia» y de que «no hay futuro sin Memoria». Incluso el mismísimo 
Vaticano pidió perdón en 1998 por su «insensibilidad» frente al 
Holocausto durante la II Guerra Mundial.
Donde ni 
siquiera podemos encontrar comparaciones es cuando abordamos la polémica
 generada por el tratamiento casi sagrado que se sigue dando a los 
restos mortales de Queipo de Llano y de Franco. En ningún país 
civilizado, ni incivilizado, la Iglesia acoge, agasaja y protege en sus 
templos los cadáveres de criminales de guerra y de dictadores. Aquí, sin
 embargo, los genocidas reposan al abrigo de la Santa Cruz. En ese 
engendro llamado El Valle de los Caídos son monjes benedictinos los que 
velan por el descanso eterno del fundador del partido fascista español y
 de un "Caudillo" que asesinó a un mínimo de 150.000 personas, encarceló
 a más de un millón de hombres y de mujeres por motivos políticos, forzó
 al exilio a otro medio millón e impidió durante cuatro décadas que 
tuviéramos derechos y libertades. En la Basílica de la Macarena es la 
diócesis de Sevilla la que bendice la permanencia del sepulcro de aquel 
general que animaba a sus tropas a violar mujeres. Más allá de sus 
vomitivas soflamas radiofónicas, Queipo de Llano fue el responsable del 
exterminio, solo en la provincia de Sevilla, de entre doce y quince mil 
personas.
Sin dejar a un lado la culpabilidad de los 
distintos gobiernos democráticos, esta situación insultante para las 
víctimas y para la democracia tiene otros dos responsables directos: 
Ricardo Blázquez y Jorge Mario Bergoglio. Son ellos, el presidente de la
 Conferencia Episcopal y, sobre todo, el mismísimo Papa de Roma, los que
 pueden acabar con este agravio histórico con mover un solo dedo. 
Mientras las cosas estén como están, mientras no pida perdón y siga 
custodiando las criptas de los genocidas, la Iglesia española seguirá 
siendo la heredera de aquella que hacía el saludo fascista, bendecía 
paredones, robaba bebés, denunciaba al disidente político y aplaudía a 
quienes gritaban «viva la muerte». En las manos de Blázquez y, 
especialmente, de Francisco está cambiar o no esta triste realidad. La 
elección y la responsabilidad es toda suya.
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