Luis Carlos Muñoz Sarmiento | Rebelión | 20/07/2017 http://iniciativadebate.net/2017/07/20/los-santos-inocentes-1984-el-desalmado-rostro-de-la-sociedad/
A Valentina in memoriam, santo inocente
de quien nunca lograré desprenderme.
Y a Santiago, de quien tampoco quiero…
En 1984 se estrenó en
España una de las películas más sorprendentes, cautivantes y reveladoras
de cuantas se hayan proyectado posteriormente en Colombia, país en el
cual fue conocida dos años después. Con motivo de un aniversario más de
dicho acontecimiento audiovisual, a continuación se intentará
desentrañar parte del espíritu de esta obra, dirigida por el español
Mario Camus, cuya lucidez, humanismo y tratamiento de la parábola
política, referida a un grupo de desheredados de la tierra, difícilmente
encuentra un equivalente dentro del panorama cinematográfico
contemporáneo; así como tampoco es fácil hallarlo dentro de la relación
literatura y cine específicamente en cuanto tiene que ver con la
libertad de adaptación, que llega hasta la transgresión, la capacidad
para modificar personajes, hechos y situaciones y la destreza en el
manejo del lenguaje: hecho que sorprendió positivamente al autor de la
novela.
A través del lenguaje,
Camus logró transformar el original literario en una pieza fílmica de
alto vuelo poético, sin traicionar en ningún momento la idea central del
argumento, objetivo de toda buena adaptación. De un denso contenido
realista, inmerso en aguas o, peor, en el lodo de la política, sin caer,
eso sí, en el manido recurso al mamertismo (el recurso al dogma y
al sectarismo, sin atender a razones del interlocutor), calamidad de
frecuente uso en ciertas latitudes. Latitudes en las que aún se piensa
que cualquier expresión artística debe retribuir los favores políticos y
que el cine debe llevar una fuerte carga ideologizante como en los
casos del realismo socialista, con su culto a la personalidad, del
tendencioso parnellismo, no macartismo, con su negación del ser, y, en
el plano nacional, del otrora poderoso yugo peceemelista… del
Partido Comunista Marxista Leninista, con su insatisfecho espíritu
burgués, de descarado proselitismo. Y no, como tiene que ser para que la
intolerancia sea minada, una ideología bien cimentada que, de ningún
modo, representa una carga; una ideología sin tintes proselitistas
cercana a las relativas verdades del arte y lejana de las absolutistas
mentiras del poder: poder que encarnan hombres y mujeres informes y
faltos de vida.
La obra del cineasta y guionista español Mario Camus, quien abandonó el derecho para ingresar en la Escuela Oficial de Cine, al diplomarse con la práctica El borracho (1963)
se movió en adelante por un evidente e irrefrenable deseo de
comunicación popular, bien sea dentro de obras de temática social,
sencillas aunque bien contextualizadas (Los farsantes, 1963, su ópera-prima; del mismo año, Young Sánchez), comerciales mas no indignas ni que dejen de cuestionar, así se trate de un spaghetti western (La cólera del viento, 1970), relacionadas con piezas de clásicos como Calderón de la Barca y Lope de Vega (La leyenda del alcalde de Zalamea, 1972) o con la tragedia o el drama (Con el viento solano, 1965, Los pájaros de Baden-Baden, 1975, Los santos inocentes,
1984). Esta última, con base en la novela homónima de Miguel Delibes y
con la cual Mario Camus (Santander, 20.IV.1935) se dio a conocer en
América Latina de forma más amplia y de paso se mostró en la plenitud de
sus conocimientos teóricos, técnicos y de realización, con una mayor
dosis de riesgo, valor e imaginación. Sin conceder nada.
Entretanto realizó Muere una mujer (1964) y filmes de encargo, como los musicales Cuando tú no estás (1966), Al ponerse el sol (1967) y Digan lo que digan (1968), para el cantante Raphael, y Esa mujer (1969), para Sara Montiel. Su estilo se definió con Fortunata y Jacinta (1979),
sobre la obra de Pérez Galdós, una serie televisiva que supuso su
consagración como adaptador de textos literarios. Dentro de este campo
realizó con gran éxito La colmena (1982), Oso de Oro en Berlín; Los santos inocentes(1984), por la que los actores Alfredo Landa y Paco Rabal fueron premiados ex aequo en Cannes por la mejor interpretación y el filme recibió el Premio Especial del Jurado ecuménico; y La casa de Bernarda Alba (1987), adaptación del drama de García Lorca. En otras obras su enfoque social tiene un tono más intimista, como en Sombras en una batalla (1993),
con Carmen Maura, una veterinaria, y Joaquim de Almeida, su compañero,
sobre el terrorismo de ETA, que fue promocionada bajo el lema “el olvido
es la única venganza y el único perdón” o Amor propio (1994), que con cada vez mayor certeza y complejidad describen la historia de un regreso. Otras películas suyas: La vieja música (1985), La rusa (1987), sobre la obra de J. L. Cebrián, Después del sueño (1991), Adosados (1996), El color de las nubes (1997), La ciudad de los prodigios(1999), que participó en Mar del Plata ese año, y La playa de los galgos (2002), de nuevo abordando la temática etarra, esta vez con un panadero que busca a su hermano. En 2011, recibió un Goya de Honor por la Academia de Cine Español.
Los santos inocentes es
una muestra de cine depurado, libre de manierismos, carga ideologizante
y lastres literarios, entendidos estos como yugos retóricos que
hubieran podido incidir en la calidad plástica del filme. Partiendo de
una novela de “ciento sesenta y seis páginas de letra grande y abierta”,
según Miguel Delibes (1920-2010), el cineasta Mario Camus escribió un
guión fiel y, no obstante, libre, junto a Antonio Larreta y a Manuel
Matji, en el que se eliminaron personajes y escenas que restaban fluidez
al relato y cuya asunción hubiera representado un enriquecimiento
vital, quizás, pero también, lo que hubiera sido grave, un desequilibrio
de la puesta en escena, tanto como un peligroso incremento en la
duración del filme: preciso, hasta en su extensión.
Así, Rogelio, el otro
hermano de Nieves y de Quirce, no encuentra sitio en el filme, como
tampoco lo va a tener Ireneo, el hermano muerto de Azarías y de Régula.
Otro episodio que se suprimió en la adaptación y que en el texto tiene
su importancia, dada la tradición católica y ante todo el prurito
cristiano del general Francisco Franco (1936/75), periodo dentro
del que se ubica la historia, fue el del deseo de Nieves por hacer su
Primera Comunión: su inclusión, si no inoportuna, pues iría en contravía
del nuevo carácter que el cineasta le imprimió al personaje, al menos
hubiera forzado a agregar una secuencia con su correspondiente
extensión. A estos hechos hay que sumar la capacidad de Camus para
aportar sus propias ideas, con el fin de hacer una auténtica re-creación
de la obra primigenia: enriquecer el discurso cinematográfico y no,
como podría pensarse, traicionar el sentido del referente literario,
aunque de hecho, se reitera, llegue a la transgresión; aquí, sin carga
peyorativa alguna, toda vez que habla de la habilidad del cineasta para
obviar, con inteligencia y sin temor, situaciones que hubieran podido
resultar bochornosas para el espectador contemporáneo, entrado ya en un
avanzado estadio de laicismo, dadas las lastimosas evidencias y
resultados de un credo impuesto, durante más de 40 años, a sangre y
fuego, y sin más derecho a la tierra que la que miles de españoles
llevaron en las uñas mientras huían de España durante la Guerra Civil
(1936-39) hacia distintos puntos de la geografía europea. Situación
aberrante, sellada luego con un inaudito e inexplicable Pacto de Silencio entre España y Francia.
En octubre de 2013, los responsables de la asociación Jueces para la democracia criticó
al Ejecutivo español, por incumplir la Ley de Memoria Histórica y
recordaron que España, con más de 114.000 desaparecidos durante la
Guerra Civil es “el segundo país del mundo, tras Camboya, con mayor
número de personas víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no
han sido recuperados ni identificados” […] “No podemos compartir de
ningún el modo el discurso de que la recuperación de la memoria
democrática suponga reabrir heridas. Resulta inadmisible que un Estado
democrático siga negando a toda la sociedad el derecho a conocer el
pasado y la necesidad de establecer un plan de administración
programado, sistemático y financiado públicamente que permita con
agilidad la localización y la sepultura digna de todas aquellas personas
que fueron asesinadas con ocasión del golpe militar de 1936 y la
posterior represión franquista”, dice el comunicado. (Natalia Junquera, El País, 9.X.13).
Entonces, a la historia primitiva de Los santos inocentes,
tal vez por una interior e imperiosa necesidad de equilibrio, Camus le
insertó otra historia de su propia invención: la de Quirce y Nieves
redimidos, una réplica a la manifiesta sumisión de Paco El Bajo y de Régula: el primero, con su inocultable comportamiento perruno y la segunda con su recurrencia al vicio verbal-actuante a mandar que pa’eso estamos. Con aquella historia de redención que simboliza la urgencia de justicia y ecuanimidad que tiene el ser humano, el director de La colmena,
basada en la obra homónima de Camilo José Cela, el Nobel que nunca
debió ser, demostró que, operando sobre una obra literaria de regular
extensión, el tema no obliga en exceso al cineasta; al contrario, lo
deja en libertad y le permite quitar o añadir de acuerdo con su
capacidad de creación e incluso de transgresión: no existen obras
sagradas dentro de la literatura que no se puedan adaptar… pues eso no
habla de la dificultad del referente sino de la incapacidad del
adaptador. Hecho que, por contraste, demuestran adaptaciones como la de La muerte en Venecia, por Luchino Visconti, sobre la obra original de Thomas Mann; la de El lugar sin límites, por Arturo Ripstein, basado en la novela homónima de José Donoso; la de El tambor de hojalata, por Volker Schlöndorff, según la novela de Günter Grass.
Los santos inocentes,
la novela, está ambientada en terrenos de un cortijo de Extremadura, en
la década de 1960. La familia campesina conformada por Paco y Régula y
sus hijos Nieves, Quirce, Rogelio y Charito, La Niña Chica, viven
en una humilde casa de barro al servicio de los señores del cortijo
trabajando, obedeciendo y recibiendo humillaciones sin rechistar, a
riesgo de ser echados sin atenuantes. Su única esperanza es que sus
hijos estudien para que puedan abandonar la triste vida que llevan.
Charito padece parálisis cerebral y permanece recluida en una cuna. Un
día, tras ser expulsado de un cortijo vecino, a la familia se suma el
hermano de Régula, Azarías, alegórico nombre que en hebreo significa
“fuerza de Dios”. Pero, él sólo usa la suya. Tiene cierto retraso mental
y a la vez una conducta instintiva y mecánica. Sus únicas
preocupaciones son atender a La Niña Chica y cuidar de su Milana bonita,
una grajilla que, a través de la historia, deviene fundamental en la
construcción del clímax ulterior. Sin embargo, lo más importante, es que
mantiene una vital relación con la Naturaleza, es un marginado
involuntario, siente una bondad natural hacia los seres que lo rodean.
Los santos inocentes,
la película, narra la historia de una familia campesina española que,
tal como ocurre aún, vive subordinada a la clase que domina la tierra,
usufructúa los recursos y maneja a su antojo el destino de sus
integrantes Paco El Bajo, Régula, el hermano de ésta, Azarías,
Quirce y Nieves, hijos de los dos primeros… sin contar el de su tullida
hermanita, la ya citada Charito, especie de alegoría de la tragedia que a
dicha familia le toca soportar, suerte de metáfora del estatismo
existencial que rodea sus vidas, de la incomunicación imperante entre
sus miembros y que, a manera de llamado de atención, sólo se ve alterada
por los esporádicos y desgarradores lamentos de aquella chiquilla, de
aquel santo inocente, que no obedecen propiamente a un caprichoso
llamado de atención sino a la imperiosa necesidad de restablecer el
equilibrio vital por medio de la justicia poética: una metáfora para
contrarrestar los efectos nocivos de la ignominia humana. Para que, por
fin, haya una sociedad más justa, menos desigual.
De ahí la atmósfera del filme, en bruma, frío y silencio, que se percibe especialmente cuando la familia se encuentra en la raya,
otro símbolo utilizado para determinar las diferencias de clase entre
súbditos y patrones, es decir, la sempiterna lucha de clases.
Diferencias que los segundos les seguirán haciendo notar a los primeros
cuando en un gesto de engañosa nobleza (que más bien representa un
insoportable complejo de culpa y una urgente necesidad de expiación), don Pedro le diga a Paco El Bajo que “ya es hora” de que junto a su familia pase a vivir en El Cortijo,
lo que en realidad significa fuera de él y así lo señala un portón. En
ese espacio de opresión, apenas Quirce y Nieves abrigan el sueño de
liberación (el que no puede excluir a Azarías y su coprológica rebeldía
pues él encarna la esencia liberadora, actitud que parece desprenderse
naturalmente de su nombre), aprendiendo a leer y a escribir y buscándose
su propio empleo, lejos de un espacio patronal en el que apenas caben
la renuncia y la obediencia, la resignación y el silencio,
características de la servidumbre.
A dicha servidumbre Camus
contrapone una aristocrática familia española de clara tendencia
franquista compuesta básicamente por la señora Marquesa, Myriam (la hija
sensible), el mayordomo don Pedro (el cornudo), su casta esposa
Purita y el señorito Iván (emblema de la ignominia), quien a hurtadillas
o de frente corteja a la anterior. La historia de aquella familia
campesina que se debate entre la opresión, la crueldad y la perversión
de éstos últimos no encuentra fácilmente, en la historia del cine, un
equivalente ni en la ternura mostrada por la primera, ni en la violencia
ejercida por los segundos, si se exceptúan los filmes sobre el
esclavismo como Mandinga; el racismo, Mississippi en llamas; o la explotación del hombre, De ratones o de hombres, pésimamente retitulada La fuerza bruta.
Campesinos y neo-feudalistas representados por personajes penetrantes
tanto en su lealtad y solidaridad (recuérdese la resistencia de Régula a
que Azarías sea llevado a un centro benéfico), como en su infidelidad e
indiferencia: aquí cabe citar el triángulo (no precisamente) amoroso,
don Pedro-Purita-señorito Iván, así como la actitud de éste ante los
accidentes de Paco El Bajo.
En este punto hay que advertir que aunque el tema o la idea básica de Los santos inocentes sea
la explotación del hombre, dicho tema no determina el valor ético del
filme pues este es consecuencia lógica de la honesta mirada que Camus
lanzó sobre la humanidad de los protagonistas sin hacer juicios de
valor, igual que de la soberbia actuación de ellos como de la verosímil
recreación de hechos y situaciones, como hasta ahora sólo se había
hecho, entre otros pocos filmes, en ese otro fresco bucólico en
movimiento llamado El árbol de los zuecos y, más recientemente, en El poblado de cartón, ambos del italiano Ermanno Olmi, o en aquella hermosa parábola sobre a quién pertenece la tierra, titulada El campo, del irlandés Jim Sheridan o en aquella poderosa síntesis sobre la metáfora de las estrellas-hombres conocida como La historia sencilla, del gringo David Lynch, hasta ese momento un retorcido cineasta:
una prueba más… y no cualquiera sobre cómo el arte no obedece a
intenciones o que entre más escondidas estén mejor será el resultado, y
cómo el tema manda sobre el artista y no al revés.
Gracias a tales aspectos,
el filme de Camus permitió corroborar que los terratenientes o
explotadores no son fantasmas del pasado, que el feudalismo no se acabó
en la Edad Media y que, por el contrario, aún es posible asistir a
execrables faenas de crueldad humana. No en vano, decía Nietzsche: “La
crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad”. A lo que
se podría agregar: también, uno de los más recientes. Una de esas
execrables faenas en la que si no fuera por el tacto, la mesura y la
compasión (padecer con…) que Camus muestra en la narración, aquella
atmósfera dominada por la melancolía, la sordidez y las privaciones,
resultaría insoportable para el espectador: aunque para no pocos sigue
resultando insoportable, quizás por la demasiada verdad que habita el
filme, más de la que la gente es capaz de aguantar. Atmósfera que, dicho
sea de paso, no es lenta sino grave y ya se sabe que a vuelo de pájaro
sólo puede ser abordado lo superfluo; al respecto, decía Schiller: “Hay
que detenerse en las cosas con amor”. Y eso hacen Camus y Burmann, el
hombre de la cámara, a lo largo del metraje. Descrito desde la
perspectiva de cada uno de los miembros de aquel núcleo (con excepción
de Régula, personaje estático y no dinámico como los otros y a la que le
está dado estar en el centro del hogar, el fogón de la cocina, que
tiene una mirada endógena, no exógena como el resto de narradores… y,
desde luego, de la niña tullida: un grito sordo de protesta contra la
iniquidad del mundo) sobre el que se cierne la injusticia del señorito
Iván y de su cíclica ascendencia, Los santos inocentes tiene la
forma de la parábola política exenta de vicios panfletarios, el aspecto
de la denuncia sin velos maniqueístas y el rostro de la verdad desnuda al margen de posibles manipulaciones.
En ella, a veces el
espectador parece recibir las impresiones de la cámara en forma de
sensaciones, producidas por luz y sombras, imagen y sonido. Impresiones y
sensaciones que parecen, a su vez, desprenderse naturalmente de cada
intérprete, escena, secuencia o situación, en especial cuando mediante
el recurso del flash back, se cuentan las peripecias de Paco El Bajo y
de Azarías, encarnados de manera indeleble por Alfredo Landa
(1933-2013) y Francisco Rabal (1926-2001), respectivamente. Rabal,
fallecido poco después de filmar ese prodigio de filme sobre la luz y
las sombras, privilegio, en este caso, del pintor Francisco de Goya…
titulado Goya en Burdeos (1999) y dirigido por Carlos Saura. Paco El Bajo,
las proyecta a través de una sorprendente y al parecer hereditaria
debilidad, de una eficaz pero lamentable sumisión que pareciera esconder
una posible vocación por el maltrato: conviene recordar su
desconcertante olfato canino, el que lo convierte casi en un
perro que habla y que le permite saber cuándo se acerca Azarías, dónde
cayó una paloma, cuándo viene el señorito Iván o cuándo hará buen o mal
tiempo. Azarías, quien en sí mismo es un símbolo, las envía en forma de
metáforas de defensa, burla y, sobre todo, rebeldía (actitud que se
relaciona con la de Quirce y la de Nieves): entonces, orina en sus manos
para que “no sangrienten [sic] durante el día” y con ellas mismas
despluma a las pitorras, cuenta (mal) las mazorcas y las
habichuelas (“1, 2, 3… 8, 12, 43, 44…”) y arrastra a la señorita Myriam
hacia los objetos de su amor, a la vez de su desgracia; adicionalmente,
defeca en cualquier parte (de la casa señorial) como el animalito que
con tanto esmero cuida y del que con tanto dolor tiene que desprenderse,
por la deshumanización y el egoísmo del señorito Iván, aquél defensor a
ultranza del conservadurismo y de la reacción, de las jerarquías y de
las estructuras de poder (y de joder). Aunque, en realidad, Paco y
Azarías se encuentran en las antípodas respecto a la arrogancia
inexcusable que debe enfrentar el primero y a la insumisión liberadora
que decide encarnar el segundo en su trato hacia el señorito y hacia el
resto de la camada conservadora y clerófila que representa su familia.
Una familia neo-feudal que
ejerce la opresión sobre los que considera sus súbditos, con una
naturalidad que aterraría hasta al más bellaco en la que durante
cuarenta años fue la nación más atrasada de Europa occidental: un lugar
donde campearon a sus anchas el caciquismo, la miseria, el analfabetismo
pero no como lastres sino como sucedáneo de lo deseable, de buenas
costumbres, en fin, de lo aceptable: lo que jamás se debe cuestionar o
si no de inmediato caen los falsificadores de las evidencias para
aplicar Justicia, la que vive en un piso adonde la Ley no llega, porque
entretanto ha quedado exhausta de contar cadáveres. Una familia
conservadora, monarquista, ultra católica, que para ciertos sectores de
la derecha y de la extrema derecha, decididos siempre a trasmutar en
virtudes las evidencias de la corrupción, no refleja otra cosa que el
patético sentir de una mayoría alienada por las recias y castrenses
voces de quienes siempre vieron a su país como una hacienda: según datos
del documental Morir en Madrid, de Frédéric Rossif, en 1936, es
decir, a comienzos de la Guerra Civil, que no se extendió sino para la
historia oficial hasta 1939, en España sólo “veinte mil personas eran
dueñas de la tierra y había provincias enteras en manos de un solo
hombre”. Y eso que no eran sino, más o menos, 501.000 kilómetros
cuadrados, “casi como Francia”, en los que quedaron tendidos entre 150 y
200 mil cuerpos de diversos orígenes: españoles, catalanes, vascos,
africanos, entre los cuales no pocos “musulmanes” de los 40 mil que
pelearon por una guerra ajena, italianos, alemanes, rusos, ingleses e
irlandeses, entre ellos, claro, los de las Brigadas Internacionales a
los que Dolores Ibárruri, La Pasionaria, les dio las gracias por su participación, como después lo hará George Orwell con Homenaje a Catalunya y Ken Loach con su filme Tierra y Libertad,
en el que dejó claro que el enemigo de un grupo político, los
anarquistas, casi siempre está por dentro: el POUM o Partido Obrero de
Unificación Marxista, trotskista, cuyo más enconado rival era el
leninista PSUC o Partido Socialista Unificado de Cataluña. Una familia,
en últimas, anclada en la abyección, el vicio, la aberración, que sus
aberrados, viciosos y abyectos dirigentes, encabezados por el generalísimo Francisco
Franco y por el falangista José Antonio Primo de Rivera, les ayudaron a
cimentar sin mucho alarde pero, también, sin el menor cargo de
conciencia ni de responsabilidad con la historia.
En conclusión, de no mediar la lucidez, el gusto y la estética de Camus, Los santos inocentes hubiera podido caer en la red de lo que algunos señoritos de
la crítica posmoderna llamarían “cine desalmado”… sin detenerse a
pensar que desalmado no es el cine ni quienes lo hacen sino el universo a
partir del cual se han re-creado filmes como Cabo de miedo, Petróleo sangriento, No es país para viejos y, por supuesto, Los santos inocentes,
uno de los episodios de la historia del cine más tiernos y a la vez
descarnados y hasta, ¡por qué no!, desalmados: adjetivo que apunta a
quienes ejercen la violencia, no a quienes no les queda otro remedio que
padecerla. Desalmados como el señorito Iván, aquél tirano que al final
encuentra lo que con tanto ahínco inconsciente había buscado, a manos de
aquél otro presunto desalmado, Azarías, quien, pese a ser “corto de
entendederas” para cierto tipo de cacería, representa el paradigma de la
lucidez en medio de tanto odio ciego injustificado e indiferenciado,
pero que pasa por un simple y natural comportamiento ancestral, y quien
es tan inocente como Paco El Bajo y su familia de toda la
violencia física y moral que sus amos les imponen con los guantes de
seda de la hipocresía… para tranquilidad de la conforme sociedad
restante. Como inocentes son muchos de los lectores de aquellos críticos
que escriben desde cómodas poltronas, ajenos a la crueldad, la
ignominia y la deshumanización de una sociedad tan próxima como la
descrita por Camus en Los santos inocentes. Sociedad de la que
dichos críticos no se han percatado quizás porque la espuma en la que se
hunden, para estar cómodos, les viene ocultando desde hace tiempo su
desalmado rostro…
FICHA TÉCNICA:
Título original: Los santos inocentes.
País: España. Año: 1984; Color; 107 min. G: Mario Camus, Antonio
Larreta, Manuel Matji. D: Mario Camus. F: Hans Burmann. Mús.: Antón
García Abril. I: Paco El Bajo (Alfredo Landa); Régula (Terele Pávez); Azarías (Francisco Paco Rabal); señorito Iván (Juan Diego); Purita (Ágata Lys); don Pedro (Agustín González). P: Julián Mateos, en colaboración con TVE. Distribución local: Cine Colombia.
Nota: El ensayo sobre Los santos inocentes corresponde al segundo capítulo del libro Cine & Literatura: el matrimonio de la posible convivencia (U. Los Libertadores, 2104, Bogotá).
Notas consultadas luego de escrito el ensayo: https://www.diagonalperiodico.net/saberes/28387-gran-negocio-llamado-franquismo.html http://www.ecorepublicano.es/2016/11/franco-solo-fusilo-23000-asegura-un.html?m=1 http://elpais.com/diario/2002/10/21/cultura/1035151203_850215.html
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá,
Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor,
periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático,
conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo,
lector.
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