domingo, 26 de noviembre de 2017

Sadismo institucional y humillación, por Cristina Fallarás - La Marea


“Esta semana se han cumplido cinco años desde que un hombre apareció en casa para decirnos que estábamos desahuciados”, escribe Fallarás.
Sadismo institucional y humillación
Manifestación contra los desahucios. FERNANDO SÁNCHEZ

La construcción de la identidad femenina hoy pasa por el trabajo. Tenemos asumido nuestro ser trabajadoras. Ganar dinero resulta imprescindible. Ninguna espera que se lo den, aquello que las abuelas llamaban “que te mantengan”. Por eso, cuando te despiden, cuando dejas de trabajar, cuando dejas de ganar el dinero que necesitas para vivir, aparecen las primeras grietas. Si al cabo de un tiempo te quitan el piso, algo se rompe y luego parece que podrías olvidarte.
Esta semana se han cumplido cinco años desde que un hombre apareció en casa para decirnos que estábamos desahuciados. Y que no, no había nada que hacer. Luego parece que podrías olvidarte, pero no es verdad.
¿Qué era yo hace cinco años? ¿Qué es una? ¿Qué responde una cuando le preguntan “tú qué eres”? Podría decir que soy periodista. No es cierto. Ni eso ni nada. Ahí está la grieta. La identidad femenina, desde cierto momento del siglo XX, pasa por su profesión, por el trabajo que desempeña, o sea, por su forma de ganar dinero. Y no es una idiotez, porque la lucha anterior a nosotras fue larga y peluda, y porque una forma más o menos fija de ingresos a cambio de tiempo (trabajo) proporciona la independencia negada durante tantísimos siglos. De ahí que una tienda a identificarse con su trabajo. No decimos trabajo de periodista, sino soy periodista; no trabajo de enfermera, sino soy enfermera, o jueza, profesora, cirujana, investigadora. Aceptamos la identificación entre nosotras y aquello que nos da el dinero suficiente para llevar una vida: cubrir los gastos de vivienda, suministros, transporte y avituallamiento. Poco más hace falta.
Estos cinco años me han servido para darme cuenta de algo más duro. La certeza llega cuando recuperas, hasta cierto punto, la vida laboral, parte de la vida social que perdiste, algunos amigos que desaparecieron, y sin embargo algo dentro sigue roto, sin explicación. Si la pérdida del trabajo supone una grieta, la pérdida de tu casa, del techo bajo el que vives con tus hijos, es una humillación de la que no te sobrepones, al menos no pronto. En gran medida, porque resulta incomprensible.
No me había parado a pensarlo hasta el pasado martes 14, cuando alguien recordó en Internet que habían pasado cinco años desde la huelga general del 14-N, la última. De repente caí en la cuenta de que justo la tarde anterior llegó mi desahucio. “¿Cómo va a hacer solo cinco años?”, recuerdo que pensé. Pero si han pasado un par de vidas. A mordiscos, un par de vidas.
Llevaba días dándole vueltas a la idea del Estado sádico, y ahí estaba, la idea del sistema actual como construcción sádica.
Sádico es quien práctica el sadismo. Sadismo, según la RAE –definición sexual aparte–, significa “crueldad refinada, con placer de quien la ejecuta”. Aquel sobre el que se ejecuta dicha crueldad sufre una humillación que toma impulso y se lanza hacia delante en el tiempo, no se sabe hasta cuándo. De eso se trata.

Lo evitable

Se trata de las violencias “legales”, institucionales, que llevamos viviendo desde hace algunos años y son difíciles de explicar si no se miran desde el sadismo.
En nuestra sociedad actual, dejar a miles y miles y miles de familias en la calle es un acto de violencia. Disparar balas de goma contra manifestantes desarmados, apuntar a la cara, es un acto de violencia e impunidad. Negar década tras década a decenas de miles de familias la posibilidad de honrar y enterrar a sus muertos, que permanecen en fosas, es un acto de violencia. Alimentar la llamada “pobreza energética” e impedir sus soluciones es un acto de violencia. Darle poder absoluto a la policía para que condene a ciudadanos por entelequias tales como “respeto” u “obediencia” es un acto de violencia.
Todos los anteriores actos de violencia brutal, continuada e institucional solo pueden entenderse como muestras de un sadismo de Estado en el que han participado la inmensa mayoría de los partidos políticos de este país, con aquellos que han gobernado (en cualquier instancia) a la cabeza. O sea, que no cabe ninguna otra razón, ni siquiera electoral o “ideológica” que pueda explicar dichos actos. Solo el placer que aquel que inflige dicho dolor siente al hacerlo.

Y ahora, la humillación

Aquella población empobrecida, aquellos a quienes quitaron sus casas; los que llevan décadas mirando hacia una cuneta bajo la que están los huesos de; los que han perdido un ojo por alzar la voz en una manifestación; los que tienen, por lo mismo, o por realizar su trabajo, multas pendientes que no pueden ni podrán pagar; las ancianas a las que les cortan el suministro eléctrico; las madres cuyos hijos van al colegio sin los libros necesarios, etc. saben que en la sociedad actual eso podría fácilmente evitarse.
Es imposible, por muy lerdos lerdísimos que lleguen a ser los gestores de lo nuestro, que no se hayan dado cuenta de lo barato que sale solucionar esos problemas. Baratísimo en comparación con lo que han destinado a obras faraónicas, a pagar a quienes ni siquiera las han terminado, a “rescatar” autopistas, bancos, amiguetes y volquetes, etcétera. El solo hecho de plantear esto es una idiotez.
La humillación que sienten las personas antes enumeradas al ver que no es que se desatienda su sufrimiento, sino que, siendo tenido en cuenta y resultando evidente, aquellos que lo infligen y/o lo permiten, piensan seguir haciéndolo. Y lo gozan. Porque no cabe otra posibilidad. Porque si no, no se entiende.
Dicha humillación, y a eso me refería al principio del artículo, cala hasta el tuétano y echa raíces entre las víctimas del sadismo institucional. No sé cuál es la causa exacta de su permanencia, la razón por la que una no puede sacudírsela de encima. Quizás sea la incomprensión, la falta de argumentos con los que enfrentarla. O la falta de explicaciones para tus hijos, que se dan cuenta de todo, de que es una tortura, de que todos lo sabemos, de que aun así nada sucede, de lo muy humillante que resulta eso.
Y va un día y preguntan: ¿Y por qué nos dejamos?


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