“Esta semana se han cumplido 
cinco años desde que un hombre apareció en casa para decirnos que 
estábamos desahuciados”, escribe Fallarás.
 
                                            
Manifestación contra los desahucios. FERNANDO SÁNCHEZ
La construcción de la identidad femenina hoy pasa por el trabajo. Tenemos asumido nuestro ser trabajadoras.
 Ganar dinero resulta imprescindible. Ninguna espera que se lo den, 
aquello que las abuelas llamaban “que te mantengan”. Por eso, cuando te 
despiden, cuando dejas de trabajar, cuando dejas de ganar el dinero que 
necesitas para vivir, aparecen las primeras grietas. Si al cabo de un 
tiempo te quitan el piso, algo se rompe y luego parece que podrías 
olvidarte. 
Esta semana se han cumplido cinco años desde que un hombre apareció en casa para decirnos que estábamos desahuciados. Y que no, no había nada que hacer. Luego parece que podrías olvidarte, pero no es verdad. 
¿Qué era yo hace cinco años? ¿Qué es una?
 ¿Qué responde una cuando le preguntan “tú qué eres”? Podría decir que 
soy periodista. No es cierto. Ni eso ni nada. Ahí está la grieta. La 
identidad femenina, desde cierto momento del siglo XX, pasa por su 
profesión, por el trabajo que desempeña, o sea, por su forma de ganar 
dinero. Y no es una idiotez, porque la lucha anterior a nosotras fue 
larga y peluda, y porque una forma más o menos fija de ingresos a cambio
 de tiempo (trabajo) proporciona la independencia negada durante 
tantísimos siglos. De ahí que una tienda a identificarse con su trabajo.
 No decimos trabajo de periodista, sino soy periodista; no trabajo de enfermera, sino soy enfermera,
 o jueza, profesora, cirujana, investigadora. Aceptamos la 
identificación entre nosotras y aquello que nos da el dinero suficiente 
para llevar una vida: cubrir los gastos de vivienda, suministros, 
transporte y avituallamiento. Poco más hace falta.
Estos cinco años me han servido para 
darme cuenta de algo más duro. La certeza llega cuando recuperas, hasta 
cierto punto, la vida laboral, parte de la vida social que perdiste, 
algunos amigos que desaparecieron, y sin embargo algo dentro sigue roto,
 sin explicación. Si la pérdida del trabajo supone una grieta, la pérdida de tu casa, del techo bajo el que vives con tus hijos, es una humillación de la que no te sobrepones, al menos no pronto. En gran medida, porque resulta incomprensible.
No me había parado a pensarlo hasta el 
pasado martes 14, cuando alguien recordó en Internet que habían pasado 
cinco años desde la huelga general del 14-N, la última. De repente caí 
en la cuenta de que justo la tarde anterior llegó mi desahucio. “¿Cómo 
va a hacer solo cinco años?”, recuerdo que pensé. Pero si han pasado un 
par de vidas. A mordiscos, un par de vidas.
Llevaba días dándole vueltas a la idea del Estado sádico, y ahí estaba, la idea del sistema actual como construcción sádica. 
Sádico es quien práctica el sadismo. 
Sadismo, según la RAE –definición sexual aparte–, significa “crueldad 
refinada, con placer de quien la ejecuta”. Aquel sobre el que se ejecuta
 dicha crueldad sufre una humillación que toma impulso y se lanza hacia 
delante en el tiempo, no se sabe hasta cuándo. De eso se trata.
Lo evitable
Se trata de las violencias “legales”, 
institucionales, que llevamos viviendo desde hace algunos años y son 
difíciles de explicar si no se miran desde el sadismo.
En nuestra sociedad actual, dejar a miles
 y miles y miles de familias en la calle es un acto de violencia. 
Disparar balas de goma contra manifestantes desarmados, apuntar a la 
cara, es un acto de violencia e impunidad. Negar década tras década a 
decenas de miles de familias la posibilidad de honrar y enterrar a sus 
muertos, que permanecen en fosas, es un acto de violencia. Alimentar la 
llamada “pobreza energética” e impedir sus soluciones es un acto de 
violencia. Darle poder absoluto a la policía para que condene a 
ciudadanos por entelequias tales como “respeto” u “obediencia” es un 
acto de violencia.
Todos los anteriores actos de violencia 
brutal, continuada e institucional solo pueden entenderse como muestras 
de un sadismo de Estado en el que han participado la inmensa mayoría de los partidos políticos de este país,
 con aquellos que han gobernado (en cualquier instancia) a la cabeza. O 
sea, que no cabe ninguna otra razón, ni siquiera electoral o 
“ideológica” que pueda explicar dichos actos. Solo el placer que aquel 
que inflige dicho dolor siente al hacerlo.
Y ahora, la humillación
Aquella población empobrecida, aquellos a
 quienes quitaron sus casas; los que llevan décadas mirando hacia una 
cuneta bajo la que están los huesos de; los que han perdido un ojo por 
alzar la voz en una manifestación; los que tienen, por lo mismo, o por 
realizar su trabajo, multas pendientes que no pueden ni podrán pagar; las ancianas a las que les cortan el suministro eléctrico; las madres cuyos hijos van al colegio sin los libros necesarios, etc. saben que en la sociedad actual eso podría fácilmente evitarse. 
Es imposible, por muy lerdos lerdísimos que lleguen a ser los gestores de lo nuestro,
 que no se hayan dado cuenta de lo barato que sale solucionar esos 
problemas. Baratísimo en comparación con lo que han destinado a obras 
faraónicas, a pagar a quienes ni siquiera las han terminado, a 
“rescatar” autopistas, bancos, amiguetes y volquetes, etcétera. El solo 
hecho de plantear esto es una idiotez. 
La humillación que sienten las personas 
antes enumeradas al ver que no es que se desatienda su sufrimiento, sino
 que, siendo tenido en cuenta y resultando evidente, aquellos que lo 
infligen y/o lo permiten, piensan seguir haciéndolo. Y lo gozan. Porque 
no cabe otra posibilidad. Porque si no, no se entiende. 
Dicha humillación, y a eso me refería al 
principio del artículo, cala hasta el tuétano y echa raíces entre las 
víctimas del sadismo institucional. No sé cuál es la causa exacta de su 
permanencia, la razón por la que una no puede sacudírsela de encima. 
Quizás sea la incomprensión, la falta de argumentos con los que 
enfrentarla. O la falta de explicaciones para tus hijos, que se dan 
cuenta de todo, de que es una tortura, de que todos lo sabemos, de que 
aun así nada sucede, de lo muy humillante que resulta eso.
Y va un día y preguntan: ¿Y por qué nos dejamos?
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