steban Fernández-Hinojosa. Médico -
Es evidente que el desarrollo
tecnológico y científico junto con los valores propios de occidente,
desde la dignidad de la persona, la salvaguarda de los derechos
individuales o la cultura democrática -los cuales se encuentran entre
los mayores logros colectivos de la historia- son demandados en cada
rincón del planeta. Aspiraciones como la libertad, la igualdad o la
racionalidad se han extendido como la pólvora en la experiencia
cotidiana, más allá de las fronteras del mundo occidental. Cada día más
seres humanos desean acceder a su liberación a través de este proceso
que sigue un curso imparable, por más que los aciagos afanes de la
reciente actualidad se ofusquen en demostrar lo contrario. Ni siquiera
hay razones sensatas para hacer tabula rasa de esos grandes progresos de
la modernidad que han sido la ciencia, la tecnología, las instituciones
políticas, la misma economía de mercado... que han hecho que tal
progreso no sea ahora lineal sino que esté evolucionando en aceleración.
Entre los siglos XVI y XVIII se descubrió el desplazamiento de la
Tierra y la existencia de las estrellas. En el siglo XIX se comprendió
la naturaleza de la electricidad, el magnetismo y la luz. En los
primeros años del siglo XX fueron descritas las leyes de la mecánica
cuántica que rigen la escala de los átomos y las leyes de la relatividad
para la escala de las estrellas.
Sin embargo, es menester no olvidar que al lado de
estos avances una suerte de fiebre del oro fue apoderándose de los
hombres, quienes la elevaron a categoría absoluta, condicionando así una
hipertrofia del individualismo radical que, como un baño ácido, ha
conseguido erosionar lentamente el tejido social de su especie. No ha
sido bien valorado el hecho de que una antropología que define la
racionalidad humana por el mero interés en maximizar el beneficio propio
configura un imperativo que, mucho más allá de agotar y deprimir al Yo
humano, como sostiene el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han,
exime, así mismo, de otras elevadas responsabilidades y genera un
profundo desgaste sobre la comunidad que se habita; se trata de una
trampa que convierte a los hombres en víctimas y verdugos a la vez. Al
carecer de vínculos en una sociedad fragmentada se cronifica en cada
hombre y mujer una tenue y solapada mezcla de ansiedad y tristeza vital.
Pero esa ruptura de lazos con la comunidad que lo impulsa -desde la
misma familia hasta las instituciones o el propio Estado- se halla
también en la base de otra grave crisis en su dimensión ecológica: una
inepcia generalizada para respetar y amar la naturaleza.
Si bien el mundo de hoy exige a cada uno salir de
santuarios intelectuales o de cualquier otra suerte de statu quo para
afrontar con cierta garantía los cambios que se avecinan, una paradoja
pesada lastra, sin embargo, sus posibilidades: en la base de las
enfermedades emblemáticas de nuestro tiempo un empacho de datos,
imágenes e informaciones modifican radicalmente la madre de todas las
virtudes, la capacidad atencional, que ahora cambia de foco
apresuradamente y merma la percepción del presente. La ingente cantidad
de información e imágenes que perciben los sentidos humanos no permite
desarrollar la argumentación de la palabra hablada o el rigor de la
palabra escrita. Se experimenta un cambio estructural de la mente.
Cualquier colección de datos, por extensa que sea, que no esté
impregnada de las oportunas valoraciones e interpretaciones -que son las
generadores de conocimiento útil para el quehacer humano- no es más que
mera futilidad. La dispersión compromete no solo el sueño, el descanso y
el estilo general de vida, también la convivencia y, acaso, hasta la
historia de la cultura, ahora algo más ágrafa, acrítica y, por tanto,
más expuesta al despotismo. Una estructura mental habilitada solo en la
competición, el ataque, la defensa o en el cálculo de pérdidas y
ganancias cancela tanto el proceso civilizador como la posibilidad de
encontrar la raíz de un nuevo humanismo capaz de encarar el pathos de este confuso escenario de entre-época.
Su incompatibilidad con estados serenos de conciencia estraga los
posibles logros culturales. Y el estímulo creativo, que germina en el
légamo fecundo de una intensa atención, se vuelve limo pegajoso en
ausencia de esos espacios de silencio y libertad. La mente inquieta no
crea más allá de copias espurias. Y el arte de vivir o el cultivo de la
trascendencia y la compasión, como formas elevadas de libertad humana,
quedan al socaire de las preocupaciones por el peculio. Nos repetía, no
sin cierta sorna, un viejo profesor eso que más tarde descubrí que
también preconizaba Nietzsche: que reaccionar de inmediato a cada
impulso es ya una forma de enfermar.
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