| Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens 31-07-2012 | 
Los seres humanos más insípidos
 hicieron posibles los mayores crímenes de la historia humana. Son los 
arribistas. Los burócratas. Los cínicos. Realizan las pequeñas tareas 
que hacen que vastos, complicados sistemas de explotación y muerte se 
conviertan en realidad. Recolectan y leen los datos personales reunidos 
sobre docenas de millones de nosotros por el Estado de seguridad y 
vigilancia. Llevan las cuentas de ExxonMobil, BP y Goldman Sachs. 
Construyen o pilotan drones aéreos. Trabajan en la publicidad y 
en las relaciones públicas corporativas. Emiten los formularios. 
Procesan los papeles. Niegan cupones alimentarios a algunos y 
prestaciones de desempleo o cobertura médica a otros. Imponen las leyes y
 las regulaciones. Y no hacen preguntas.
Bueno.
 Malo. Esas palabras no significan nada para ellos. Están más allá de la
 moralidad. Existen para que funcionen los sistemas corporativos. Si las
 compañías de seguros abandonan a decenas de millones de enfermos para 
que sufran y mueran, que así sea. Si los bancos y los departamentos de 
alguaciles expulsan a familias de sus casas, que así sea. Si las 
empresas financieras roban los ahorros de los ciudadanos, que así sea. 
Si el gobierno cierra escuelas y bibliotecas, que así sea. Si militares 
asesinan niños en Pakistán o Afganistán, que así sea. Si unos 
especuladores de productos básicos aumentan el coste del arroz, del maíz
 y del trigo hasta que sean inasequibles para cientos de millones de 
pobres en todo el planeta, que así sea. Sirven al sistema. Al dios del 
beneficio y la explotación. La fuerza más peligrosa en el mundo 
industrializado no proviene de los que albergan credos radicales, sea 
radicalismo islámico o fundamentalismo cristiano, sino de legiones de 
burócratas anónimos que trepan por la maquinarias corporativas y 
gubernamentales. Sirven cualquier sistema que satisfaga su patética 
cuota de necesidades.
Esos
 administradores de sistemas no creen en nada. No conocen la lealtad. No
 tienen raíces. No piensan más allá de sus ínfimos e insignificantes 
roles. Son ciegos y sorgos. Son terriblemente analfabetos,
 al menos respecto a las grandes ideas y modelos de civilización e 
historia humanas. Y los producimos en universidades. Abogados, 
tecnócratas, especialistas empresariales. Gerentes de finanzas. 
Especialistas en tecnología de la información. Consultores. Ingenieros 
petroleros. “Psicólogos positivos”. Especialistas en comunicaciones. 
Cadetes. Vendedores. Programadores. Hombres y mujeres que no saben de 
historia, que no saben de ideas. Viven y piensan en un vacío 
intelectual, un mundo de menudencias embrutecedoras. Son “los hombres 
huecos” de T.S. Eliot, “los hombres rellenos”, “figuras sin forma, 
sombras sin color”, escribió el poeta. “Fuerza paralizada, ademán sin 
movimiento”.
Fueron
 los arribistas los que hicieron posibles los genocidios, desde la 
exterminación de los americanos nativos a la matanza de armenios por 
parte de los turcos, del Holocausto nazi a las liquidaciones de Stalin. 
Fueron los que mantuvieron en funcionamiento los trenes. Rellenaron los 
formularios y dirigieron las confiscaciones de propiedades. Racionaron 
los alimentos mientras los niños morían de hambre. Fabricaron las armas.
 Dirigieron las prisiones. Impusieron restricciones de viajes, 
confiscaron pasaportes y cuentas bancarias e impusieron la segregación. 
Hicieron cumplir la ley. Hicieron su trabajo.
Arribistas
 políticos y militares, respaldados por especuladores con la guerra, nos
 han llevado a guerras inútiles, incluida la Primera Guerra Mundial, 
Vietnam, Iraq y Afganistán. Y millones los siguieron. Deber. Honor. 
Patria. Carnavales de la muerte. Nos sacrifican a todos. En las fútiles 
batallas de Verdún y la Somme en la Primera Guerra Mundial, 1,8 millones
 resultaron muertos heridos o jamás encontrados en ambos lados, A pesar de los mares de muertos,
 en julio de 1917 el mariscal de campo británico Douglas Haig  condenó a
 aún más personas en el fango de Passchendaele. En noviembre, cuando era
 obvio que su prometida ofensiva de penetración en Passchendaele había 
fracasado, se deshizo del objetivo inicial –como lo hicimos en Iraq 
cuando resultó que no había armas de destrucción masiva y en Afganistán 
cuando al Qaida abandonó el país– y optó por una simple guerra de 
desgaste. Haig “vencería” si morían más alemanes que tropas aliadas. La 
muerte como tarjeta de puntuación. Passchendaele costó 600.000 vidas a 
ambos lados del frente antes de terminar. No es una historia nueva. Los 
generales son casi siempre bufones. Los soldados siguieron a Juan el 
Ciego, que había perdido la vista una década antes, hacia una resonante 
derrota en la Batalla de Crécy en 1337 durante la Guerra de Cien Años. 
Solo descubrimos que los líderes son mediocres cuando es demasiado 
tarde.
David
 Lloyd George,  primer ministro británico durante la campaña de 
Passchendaele, escribió en sus memorias “[Antes de la batalla de 
Passchendaele] el Estado Mayor del Cuerpo de Tanques preparó mapas para 
mostrar cómo un mapa que aniquilara el alcantarillado conduciría 
inevitablemente a una serie de estanques y ubicaron los sitios exactos 
en los que se reunirían las aguas. La única respuesta fue una orden 
perentoria de que ‘no envíen más de esos mapas ridículos’. Los mapas 
deben ajustarse a los planes y no los planes a los mapas. Los hechos que
 interferían con los planes fueron calificados de impertinentes.”
Esta
 es la explicación del motivo por el cual nuestras elites gobernantes no
 hacen nada respecto al cambio climático, se niegan a responder 
racionalmente a la crisis económica y son incapaces de encarar el 
colapso de la globalización y del imperio. Estas son las circunstancias 
que interfieren con la propia viabilidad y sustentabilidad del sistema. Y
 los burócratas solo saben cómo servir al sistema. Conocen solo las 
habilidades administrativas que ingirieron en West Point o en la Escuela
 de Negocios de Harvard. No pueden pensar por su propia cuenta. No 
pueden desafiar suposiciones o estructuras. No pueden reconocer 
intelectual o emocionalmente que el sistema puede hacer implosión. Y por
 lo tanto, hacen lo que Napoleón advirtió que era el peor error que un 
general puede cometer:  pintar un cuadro imaginario de una situación y 
aceptarlo cómo real. Pero ignoramos despreocupadamente la realidad junto
 con ellos. La manía por un fin feliz nos ciega. No queremos creer lo 
que vemos. Es demasiado deprimente. Por lo tanto, nos retiramos hacia el
 auto-engaño colectivo. 
En la monumental cinta documental de Claude Lanzmann, Shoah,
 sobre el Holocausto, entrevista a Filip Müller, un judío checo que 
sobrevivió las liquidaciones en Auschwitz como miembro del “equipo 
especial”. Müller relata esta historia:
Un
 día en 1943 cuando ya estaba en el Crematorio 5, llegó un tren de 
Bialystok. Un prisionero en el ‘equipo especial’ vio a una mujer en la 
‘sala de desvestirse’ quien era la esposa de un amigo suyo. Salió 
inmediatamente y le dijo: ‘Vais a ser exterminados. En tres horas seréis
 cenizas.’ La mujer le creyó porque lo conocía. Corrió por todo el lugar
 y advirtió a las otras mujeres. ‘Nos van a matar. Vamos a ser 
gaseados’. Las madres que llevaban sus hijos sobre sus hombros no 
querían oír algo semejante. Decidieron que la mujer estaba loca. La 
ahuyentaron. Fue donde los hombres. No sirvió para nada. No es que no le
 hayan creído. Habían oído rumores en el gueto de Bialystok, o en 
Grodno, y otros sitios. ¿Pero quién quería creer algo semejante? Cuando 
vio que nadie escuchaba, rasguñó toda su cara. Por desesperación. En 
choque. Y comenzó a gritar.
Blaise Pascal escribió en Pensamientos “Corremos descuidados hacia el precipicio, después que hemos puesto delante de nosotros alguna cosa para impedirnos verlo”.
Hannah
 Arendt, al escribir “Eichmann en Jerusalén” señaló que lo que motivaba 
primordialmente a Adolf Eichmann era  “una extraordinaria diligencia en 
la busca de su progreso personal”. Se unió al Partido Nazi porque era un
 buen paso para su carrera. “El problema con Eichmann”, escribió, “era 
ser precisamente lo que muchos eran al igual él y que estos muchos no 
eran ni pervertidos ni sádicos sino que eran, y siguen siendo, terrible y
 horriblemente normales.”
“Cuanto
 más se le escuchaba, más obvio se hacía que su incapacidad de hablar 
estaba estrechamente relacionada con su incapacidad de pensar, es decir,
 de pensar desde el punto de vista de los demás”, escribió Arendt. 
“Ninguna comunicación con él era posible, no porque mintiera sino porque
 estaba rodeado por la más fiable de todas las salvaguardas contra 
palabras y la presencia de otros, y por ello contra la realidad como 
tal”.
Gitta Sereny plantea lo mismo en su libro En aquellas tinieblas
 sobre Franz Stangl, el comandante de Treblinka. Su misión en la SS 
representó una promoción para el policía austríaco. Stangl no era un 
sádico. Era de voz suave y cortés. Quería mucho a su esposa y a sus 
hijos. A diferencia de la mayoría de los oficiales nazis en los campos, 
no convertía a mujeres judías en concubinas. Era eficiente y muy 
organizado. Se enorgullecía por haber recibido un elogio oficial como 
“mejor comandante de campo en Polonia”. Los prisioneros eran simples 
objetos. Bienes. “Era mi profesión” dijo. “Me gustaba. Me satisfacía. Y 
sí, era ambicioso al respecto, no lo niego”. Cuando Sereny preguntó a 
Stangl cómo siendo padre podía matar niños, respondió que “pocas veces 
los veía como individuos. Siempre se trataba de una inmensa masa… 
Estaban desnudos, apiñados, corrían, eran impulsados con látigos…”. 
Después dijo a Sereny que cuando leía sobre ratas campestres le 
recordaban Treblinka.
La colección de ensayos de Christopher Browning El camino al genocidio
 señala que los que posibilitaron el Holocausto eran burócratas 
“moderados”, “normales”. Germaine Tillion señaló “la trágica holgura 
[durante el Holocausto] con la cual personas ‘decentes’ se podían 
convertir en los más crueles verdugos sin parecer darse cuenta de lo que
 les estaba sucediendo”. El novelista ruso Vasily Grossman en su libro Todo fluye
 observó que “el nuevo Estado no requería santos apóstoles, 
constructores fanáticos, inspirados, discípulos fieles, devotos. El 
nuevo Estado ni siquiera requería sirvientes, solo oficinistas.”
La doctora Ella Lingens-Reiner escribió en Prisioneros del miedo,
 su abrasador recuerdo de Auschwitz, que “para mí los tipos más 
repugnantes de la SS eran los cínicos que ya no creían auténticamente en
 su causa, pero que seguían acumulando su culpabilidad sangrienta por sí
 misma”. “Esos cínicos no eran siempre brutales con los prisioneros, su 
conducta cambiaba según su humor. No tomaban nada en serio – ni a sí 
mismos ni a su causa, ni a nosotros, ni nuestra situación. Uno de los 
peores era el doctor Mengele, el Doctor del Campo que he mencionado 
anteriormente. Cuando un grupo de judíos recién llegados eran 
clasificado entre los adecuados para el trabajo y los adecuados para la 
muerte, silbaba una melodía y movía rítmicamente su dedo pulgar hacia su
 hombro derecho o izquierdo – con lo que quería decir ‘gas’ o ‘trabajo’.
 Pensaba que las condiciones en el campo eran pésimas, e incluso hizo 
algunas cosas para mejorarlas, pero al mismo tiempo cometía crueles 
asesinatos, sin ningún escrúpulo”.
Esos
 ejércitos de burócratas sirven un sistema corporativo que terminará por
 matarnos literalmente. Son tan fríos y desconectados como Mengele. 
Realizan tareas minuciosas. Son dóciles. Conformistas. Obedecen. 
Encuentran su valor propio en el prestigio y el poder de la corporación,
 en el estatus de sus posiciones y en las promociones en sus carreras. 
Se reconfortan en su propia bondad mediante sus actos privados como 
esposos, esposas, madres y padres. Participan en consejos escolares. Van
 al Rotary Club. Asisten a la iglesia. Es esquizofrenia moral. Erigen 
muros para crear una consciencia aislada. Posibilitan los objetivos 
letales de ExxonMobil o Goldman Sachs o Raytheon o las compañías de 
seguros. Destruyen el ecosistema, la economía y la política y convierten
 a trabajadores y trabajadoras en siervos empobrecidos. No sienten nada.
 La candidez metafísica termina en el asesinato. Fragmenta el mundo. 
Pequeños actos de bondad y caridad disimulan el monstruoso mal que 
instigan. Y el sistema sigue adelante. Los casquetes polares se funden. 
Las sequías destruyen los cultivos. Los drones matan desde el 
cielo. El Estado se mueve inexorablemente para encadenarnos. Los 
enfermos mueren. Los pobres mueren de hambre. Las prisiones se repletan.
 Y el arribista, sigue adelante, haciendo su trabajo.
Chris Hedges, cuya columna se publica los lunes en Truthdig,
 pasó casi dos décadas como corresponsal extranjero en Centroamérica, 
Medio Oriente, África y los Balcanes. Ha informado desde más de 50 
países y trabajado para The Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News y The New York Times, en el cual fue corresponsal extranjero durante 15 años.
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OTRA COSA: Poema de José Hierro: FE DE VIDA
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