José Carlos Lorenzana es
minero, uno de los que anduvo hasta Madrid en aquella histórica marcha
de 2012. Llegó a ser alcalde de su pueblo, Pola de Gordón (León).
Luego
vendrían las decepciones y la dimisión. Íntegro, coherente, enorme
luchador, formuló una inquietante pregunta tras leer que la Fiscalía
pide no juzgar al PP por el borrado de los ordenadores de Bárcenas:
“¿Quién de vosotros estaría dispuesto a sacrificar su carrera
profesional, y probablemente su vida familiar, por combatir algo, la corrupción, que dos tercios de los españoles justifican y ven bien?”
La cuestión nos martillea de continuo a muchos, la oímos a menudo, la vemos en los comentarios a los artículos. Les votarán igual, la mayoría ni se molesta en leer reflexiones que quedan para un sector de concienciados de antemano.
El dopaje que proporciona la corrupción altera los resultados
electorales y, dentro de ella, la formidable máquina de apoyo a la
propia corrupción del sistema. Pero es cierto que tenemos un problema.
Los motivos de preocupación son fundados. Está adquiriendo caracteres de
plaga, al punto que se busca cómo tratarla. Nos enfrentamos a la
creciente influencia de los idiotas.
El concepto de “idiota”
nació como una definición. En la Antigua Grecia. Describía a una persona
egoísta y que se desentendía de los asuntos públicos. De ahí vinieron
los añadidos peyorativos, la torpeza y cortedad de entendimiento, porque
quien descuida su papel en lo común ha de saber que alguien lo hace por
él. Muchas veces en contra de sus propios intereses y no existe
ineptitud mayor. Las evidencias del masivo ascenso de los nuevos
idiotas son abrumadoras. Todo el sistema aboca a este modelo. De hecho
algunos ya han llegado a los gobiernos y desde luego al staff directivo
de periódicos. Multiplicando por esporas cada día el crecimiento del
fenómeno.
Ya se hacen estudios y se
esbozan manuales para tratar con los idiotas, aunque no los llaman
exactamente así. Nos están hablando de personas que se mueven por
emociones y rechazan los argumentos, pétreas ante razonamientos, aunque
les muestren su error. Seres irracionales, por tanto. Hace unos días el
periodista científico de El País Javier Salas publicó un exhaustivo
trabajo sobre el tema que titulaba: ¿Por qué no cambiamos de opinión aunque nos demuestren que estamos equivocados?
Los datos contrastados convencen menos que los mensajes emocionales.
Diversos estudios revelan las limitaciones de la razón, añadía. En
algunos individuos más que en otros, eso es notorio, pero en número
creciente.
Están y proliferan ya en múltiples campos. Un informe europeo saca los colores a la sanidad en España por sus listas de espera y su excesiva dependencia de la privada.
Noticia de hoy, y de todos los días desde que el PP y sus
correligionarios convirtieron nuestra salud en un botín o al menos en
objeto de lucro. Ha ocurrido ante nuestros ojos: nos han ido vendiendo
parte de la sanidad. Con la connivencia de millones de votantes
incapaces de relacionar hechos con consecuencias. Ya se advierte que hay
pacientes de primera y de segunda para enfermedades caras. Si le cae un cáncer a un precario lo machaca doblemente. Y tiene culpables.
Los idiotas directos se ven
desde lejos. Los antivacunas –que cita Salas- son capaces de poner en
riesgo la vida de sus hijos, de perderlos en esa apuesta. Y de ponernos
en peligro a todos. Tras la homeopatía, avanza ahora la curación mental del
cáncer que divulgan algunos pregoneros de la irracionalidad. Y lo
asombroso es que encuentran sitio en auditorios públicos, en
Universidades, para impartir su palabrería. Acabamos de asistir a la sentencia judicial que exculpa a un curandero
de la muerte de un chico con cáncer que, por su consejo, abandonó la
quimioterapia. Al final, fue consciente de la brutal equivocación. Su
padre se está empeñando en alertar del peligro a otros.
Con idéntica actitud,
millones de personas ponen en riesgo su estabilidad, su futuro, sus
vidas también, por sus decisiones personales. Los expertos consultados
por Salas, los que lo analizan en otras publicaciones, coinciden en que
un gran número de personas están dispuestas a creer lo que quieren creer
y guiados tan solo por sus emociones. Lo que en sociología se llama
“percepción selectiva”. Unas orejeras que borran lo que no les
interesa. Nada les hace cambiar de opinión, a no ser la persuasión –con
múltiples cautelas para que no se replieguen recelosos- de alguien que
se haya ganado su confianza. Emocionalmente. Estamos en estas manos.
Este viernes, en la tertulia
de Hoy por Hoy en la Cadena SER el periodista Antón Losada se esforzaba
con paciencia infinita en hacer comprender a una tertuliana -que se
presenta como periodista- que existían otras vías para la recuperación
que la precarización de los trabajadores. ¿ Y dónde está escrito? ha
respondido en un reto tras varios cortes similares. Fuera de ideologías
es inadmisible la presencia de una indocumentada para hablar en serio,
decenas de libros le ampliarían el campo del conocimiento, pero se
mostraba tan impermeable como el prototipo del que hablamos. Las
tertulias indiscriminadas han hecho un daño inmenso. No está en el mismo
plano la realidad y la mentira, ni los argumentos fundados y las
creencias.
Salvo excepciones, una
sensible diferencia separa a los idiotas de sus líderes, guías o gurús.
Sea un político, un tertuliano, o un vecino. Ellos dan discursos
precisos para objetivos precisos, nada emocionales, aunque lo parezca.
Tienen mucho más claros sus intereses que aquellos a los que manejan. La
comunicación masiva ha reforzado y aglutinado a los idiotas. A los
dispuestos a creer ciegamente, por ejemplo, que la culpa de sus males es
de los inmigrantes y cuanto les quieran inocular. Numerosos estudios
reflejan que este tipo de personas son un campo abonado para los bulos. Y
crecen, tanto los bulos como quienes los tragan.
Trump acaba de hacer un
discurso del Estado de la Unión con “medias” verdades que es la perfecta
definición de las mentiras completas. Él y su equipo hablan de “hechos
alternativos” cuando dan datos falsos, Y así mientras Trump lanza una
reforma fiscal que favorece a los más ricos, arenga a sus seguidores con
la América que sueñan, porque así la quieren y la ven sin importar que
sea cierta.
Italia se prepara este
domingo a sacar las urnas en unas elecciones complicadas. Los partidos
tradicionales se han ido a pique en las encuestas, también en Italia; es
la tónica, fruto de sus errores. Matteo Renzi, el deseado centrista
italiano, está en las últimas. Encabeza los sondeos el Movimiento 5
Estrellas de Bepo Grillo, ya sin Bepo Grillo. Pero -lo contaba Sagrario
Ruiz de Apodaca, la corresponsal de RNE – los jóvenes se desentienden de
la política y creen, no sin razón, que los políticos no resolverán sus
problemas. Sus problemas. Lo común, lo público no les interesa.
En España es el tiempo de
los cuñados, de los que todo lo saben sin saber nada, que es otra de las
acepciones del idiota de todos los tiempos. Esponjas y ecos de miles de
tópicos. Los que tienen miedo al frío y al calor, según toque, y
otorgan su confianza a quienes les mienten y saquean como es fácilmente
comprobable. El personaje de buen simplón tranquilo que interpreta a
Rajoy le funciona de maravilla entre sus adeptos. Como la campechanía de
Aguirre en su día. Los políticos de la derecha en particular conocen la
eficacia de un casting adecuado: el bocazas busca broncas, la listilla,
la divina de la muerte, el eficiente y cumplidor ejecutivo. Con obtener
más votos que el siguiente ya sirve. Y el marketing lo sabe: es el
tiempo de potenciar a los idiotas, de quiénes eligen serlo, obcecación
inamovible, insolidaridad manifiesta. Incapaces de reconocer a su
verdugo nublados por la devoción que le profesan.
La fidelidad al PP está en el nivel que explicó Donald Trump para
los suyos: “Podría pararme en la Quinta Avenida y disparar a alguien y
no perdería ningún votante”. Se han parado ya, disparan a las
pensiones, al empleo, a la decencia en grado sumo. El PSOE, pese a su
caída, mantiene también adhesiones inquebrantables y acríticas. Y
entretanto, según dicen, Albert Rivera asciende diciendo “ Sr.golpista y prófugo…”
e Inés Arrimadas acude a una entrevista sin saber cuáles son las
reivindicaciones feministas del 8 de Marzo, vive sin saberlas. Dice que le parece que no las comparte porque van contra el capitalismo,
pero que lo tiene que ver aún. Luego lo confirma: el feminismo hace
daño al capitalismo. Miles de electores se identifican con ellos. Con
Podemos el sentimiento de rechazo inducido ha funcionado.
Donde realmente triunfa la pasión como guía es en el desafío secesionista.
Algunos dejarían su vida en el empeño sí sirviera para aplastar al
orgulloso catalán. De hecho lo están haciendo, al permitir en nombre de
su odio que les roben tantas cosas. Que nos roben a todos tantas cosas.
He escuchado personalmente que se culpa “a los catalanes” hasta de las
carencias sanitarias de la otra punta del mapa.
La campaña intensiva y permanente de los
medios ayuda. El telediario de TVE ha abierto este viernes con el
supuesto chalet de Puigdemont en Waterloo como segunda noticia, tras el
temporal, resaltando cómo había ironizado “el gobierno” con el
alojamiento del depuesto President. Ya hasta los chistes del PP son
noticia estelar. Aunque lo haya desmentido su entorno. Numerosos medios le han dado similar tratamiento.
En el fondo es la reacción –visceral– a
un enorme desconcierto. Llama la atención del visitante exterior la
proliferación de banderas españolas en las fachadas, incluso en barrios
obreros con múltiples víctimas golpeadas por lo que llaman la crisis.
Se diría que buscan un paraguas, un amparo, un sentimiento de
pertenencia. Emocional. Sin premisas lógicas. Quienes manejan el
tinglado, quienes se aprovechan de él, mantienen la cabeza mucho más
fría. Saben cómo estimular a quienes se mueven con la pasión aparcando
su cerebro.
Un mundo exclusivamente
lógico y matemático sería invivible. Las emociones abren caminos, ayudan
a explorar horizontes, acortan el proceso a las soluciones, hacen
vibrar, moverse, activan el motor de la acción, de la creación. Pero,
por si solas, no servirían como base de funcionamiento para ningún país.
Y menos éstas que han poseído a grandes sectores de la sociedad, tan
pueriles e inmaduras. Odio, me gusta, fulmino, creo. Ay, el creo.
Si el remedio es la
persuasión, el guía que encandile en este maremágnum de intereses, mal
vamos. Cuesta asimilarlo, pero está pasando: hay una influencia decisiva
de seres que obran postergando la racionalidad. ¿Adónde conduce esto?
¿Qué le decimos a Zana y a todos los demás? ¿Qué nos decimos a todos
nosotros?
¿Y saben qué? Todavía hay millones de personas que lo siguen intentando. ¿Será otra forma de ser idiota?
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