
Después
 de varias semanas de destape de escándalos de abuso, los hombres se han
 vuelto, literalmente, inverosímiles. Lo que cualquier hombre pueda 
decir sobre la política de género y cómo trata a las mujeres son 
fenómenos separados y no tienen relación entre sí. Sean liberales o 
conservadoras, feministas o misóginas, lúcidas o incultas, actuales o 
anácronicas, estén en Fox News o en The New Republic, las opiniones 
expresadas por un hombre no se relacionan de ningún modo con su 
comportamiento.
En
 términos generales, la serie de revelaciones que van desde el actor 
Bill Cosby y el exejecutivo de medios Roger Ailes hasta el productor de 
cine Harvey Weinstein, el comediante Louis C.K.,
 el senador y comediante Al Franken y, más recientemente, el conductor 
Charlie Rose y John Lasseter, de Pixar, han obligado a los hombres a 
confrontar aquello en lo que más odian pensar: la naturaleza de los 
hombres en general.
En
 esta ocasión, las acusaciones no son contra algún maestro de geografía 
perturbado ni un muchacho de una fraternidad al que no han refrenado en 
una universidad de algún pueblo del sur. Son acusaciones contra hombres 
de muy distintos tipos, con distintas sensibilidades, y lo único que los
 une es lo grotesco de su sexualidad.
Los
 hombres llegan a este momento de ajuste de cuentas extremadamente 
desprevenidos. La mayoría de ellos se muestran estupefactos ante la 
realidad de la experiencia vivida por las mujeres. Casi a ninguno le 
interesa o está dispuesto a tratar de resolver el problema de fondo en 
todo esto: la usualmente fea y peligrosa naturaleza de la libido 
masculina.
Durante
 la mayor parte de la historia hemos dado por sentada la brutalidad 
implícita de la sexualidad masculina. En 1976, la feminista radical y 
enemiga de la pornografía Andrea Dworkin dijo que el único sexo entre un
 hombre y una mujer que podría llevarse a cabo sin violencia era el sexo
 con un pene flácido: “Pienso que los hombres tendrán que renunciar a 
sus preciosas erecciones”, escribió. Es una creencia ampliamente 
difundida que en el siglo III d. C., el gran teólogo católico Origen, 
quien analizó más o menos el mismo principio, se castró a sí mismo.
El
 temor a la libido masculina ha sido tema de mitos y cuentos de hadas 
desde el comienzo de la literatura: ¿de qué otra cosa sino de eso 
hablaban los cuentos de Caperucita Roja o el Castillo de Barbazul? Un 
vampiro es un hombre antiguo y poderoso con un hambre insaciable de 
carne fresca. Los hombres lobo son hombres que suelen perder el control 
de su naturaleza animal. ¿Entienden la idea? Evidentemente, hay una 
línea entre el deseo y su realización y algunos la cruzan y otros no. 
Sin embargo, todos los hombres tienen una línea que podrían cruzar. Y no
 será sino hasta que enfrentemos esta realidad en conjunto que el debate
 público posWeinstein —hacia dónde van ahora los hombres y las mujeres— 
dejará de darse desde un lugar de silencio y deshonestidad.
La
 libido masculina, así como las fuerzas y patologías que la acompañan, 
impulsa la cultura y la economía, mientras permanece más o menos sin 
analizar tanto en los círculos intelectuales como en la vida privada. 
Vivo en Toronto, una ciudad liberal en un país liberal, con Justin 
Trudeau como primer ministro, un gabinete cuya mitad está integrada por 
mujeres y una política exterior explícitamente feminista.
Aún
 así, los hombres que conozco no debaten abiertamente las cambiantes 
normas sexuales. Chismeamos y suponemos: ¿quién es un criminal y quién 
no lo es? ¿Cuál de estos asquerosos que sabemos que andan por ahí caerá 
esta semana? Más allá de los rumores, hay una neblina del pasado que es 
mejor no despejar. Además del tipo de actos criminales evidentes que 
siempre se ha sabido que están mal, las normas sociales cambiantes y la 
imprecisión de la memoria son pasillos oscuros de recorrer. Hay que 
tener cuidado al atravesarlos; quizá no nos guste lo que encontremos.
Es mucho más fácil hacerse a un lado. También en lo profesional
 he visto hasta qué punto los hombres no quieren hablar de su propia 
naturaleza de género. En la primavera publiqué una perspectiva masculina
 de cómo fluctúan el género y el poder en las economías avanzadas; 
reporteros de todo el mundo me entrevistaron unas setenta veces, pero 
solo tres de ellos eran hombres.
Los
 hombres sencillamente no están interesados; no saben por dónde empezar.
 Estoy trabajando en un podcast sobre paternidad moderna, que aborda 
cuestiones como la pornografía y el tener sexo después del nacimiento 
del bebé. Con mucha frecuencia, cuando entrevisto a hombres, es la 
primera vez que han hablado de cuestiones íntimas de una manera seria 
con otro hombre.
La
 existencia sexual sana requiere una educación continua; en el caso de 
los hombres sucede lo opuesto. Existe la educación sexual para los 
niños, pero una vez que uno sale de la escuela, regresan las exigencias 
tradicionales de la masculinidad: no te muestres vulnerable y resuelve 
tus problemas. Los hombres lidian con su naturaleza solos y aparte. La 
ignorancia y la infravaloración son la norma.
Así
 es como llegamos a al lugar donde estamos hoy: teniendo una 
conversación pública sobre la mala conducta masculina en materia sexual 
sin discutir también la naturaleza de los hombres y el sexo. Los (muy 
pocos) hombres prominentes que están hablando al respecto ahora insisten
 en que los hombres necesitan ser mejores feministas, como si las 
últimas semanas no hubiesen demostrado suficientemente que la ideología 
de los hombres es irrelevante.
El
 liberalismo ha tendido a confrontar los problemas de género desde un 
punto de vista tecnócrata: mejorar los sistemas, mejorar las leyes y 
mejorar la salud. Esta estrategia ha tenido como resultado muchos 
triunfos. Pero sigue sin haber una cura al deseo humano (“Esto no se 
trata realmente sobre el sexo, es sobre el poder”, leí en The Guardian
 el otro día. ¿Qué tan ingenuo hay que ser para no entender que el sexo 
tiene que ver con el poder y con el placer en la misma medida?).
Reconocer
 la brutalidad de la libido masculina no es, claro está, una especie de 
excusa. Sigmund Freud lo definió como “un caos, un caldero lleno de 
excitaciones en ebullición”. No obstante, el argumento de Freud no era 
que los niños van a ser niños. Más bien todo lo contrario: la idea del 
complejo de Edipo contenía una argumentación implícita a favor de la 
necesidad de una represión agotadora: si dejas a los niños ser niños, 
matarán a sus padres y se acostarán con sus madres.
Freud
 también entendió que la represión, de cualquier tipo, es inherentemente
 fluida y complicada, y que se necesitan humildad y autoanálisis para 
sobrellevarla. Las mujeres claman para que se reconozca su dolor y 
muchos hombres sí están muy dispuestos a ofrecer ese reconocimiento. 
Pero eso quiere decir que no están teniendo que hablar de quiénes son y,
 por ello, tampoco teniendo que pensar en lo que son. Es mucho más 
sencillo retirarse a un silencio lascivo o atónito o hacerlo al tipo de 
reflexión que parece menos destinada a la honestidad y más a agradar a 
otros.
El
 sexo es un impedimento para cualquier idealismo, razón por la cual la 
era posWeinstein será una era de pesimismo de género. ¿Qué sucede si no 
hay una posible reconciliación entre los ideales relucientemente limpios
 de la igualdad de género y los mecanismos del deseo humano? Mientras 
tanto, la moralidad sexual, a la que tanto se han resistido los 
liberales, ha regresado con fuerza, aunque bajo términos progresistas. 
La sensación de ser alguien, que en las redes sociales se reparte en 
dosis de dopamina cada vez menores, impulsa el debate, pero también lo 
limita. Incapaces de encontrar justicia, o siquiera imaginarla, estamos 
regresando a la vergüenza como nuestra forma sexual primaria de control 
sexual.
La
 crisis a la que nos aproximamos es fundamental: ¿cómo puede haber una 
sexualidad sana en condiciones en las que los hombres y las mujeres no 
están en un plano de igualdad? ¿Cómo se supone que crearemos un mundo 
igualitario cuando los mecanismos masculinos de deseo son inherentemente
 brutales? No podemos responder estas preguntas salvo que las 
enfrentemos.
Hace
 poco leí que estábamos viviendo en una cultura como la de Tucker Max. 
Este icono de la cultura del “amigo macho” fue autor de epopeyas 
libidinosas como Espero que sirvan cerveza en el infierno,
 que vendió millones de copias celebrando la crueldad y una absoluta 
falta de preocupación por la humanidad de las mujeres. Sin embargo, al 
final Max se dio cuenta de que su misoginia trivial e irreflexiva lo 
estaba destruyendo, al igual que a todos aquellos a los que amaba. Tomó 
un curso de análisis freudiano clásico bastante completo en un intento 
por convertirse en un hombre decente. Solo puedo desear que estuviéramos
 viviendo en una cultura como la de Tucker Max; es una que necesitamos 
desesperadamente.
No pido que haya grupos para generar conciencia
 entre los hombres; vamos a comenzar con la comprensión básica de que la
 masculinidad es un tema sobre el que merece la pena reflexionar. Eso 
nada más ya sería un inmenso avance. Si quieres ser un hombre 
civilizado, tienes que considerar lo que eres. Fingir que eres alguien 
más, una ficción que preferirías ser, no ayuda. No es moralidad, sino 
cultura —aceptar nuestra monstruosidad, ajustar cuentas con ella— lo que
 puede salvarnos. Si es que algo puede hacerlo.
Stephen Marche es autor del libro de reciente publicación "The 
Unmade Bed: The Messy Truth About Men and Women in the 21st Century".
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