sábado, 24 de febrero de 2018

Retrato del escritor bipolar

Durante siglos no tuvo nombre. Era la enfermedad silenciosa, el mal secreto que se disfrazaba de depresión, paranoia o locura y que era mejor ocultar. Pero el trastorno bipolar existe, y es devastador: escritores como Tolstoi, Balzac, Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf, Tennessee Williams, Juan Ramón Jiménez o José Agustín Goytisolo sufrieron sus embates con desesperación, a menudo hasta la muerte. En realidad, su nombre exacto da igual: hoy sabemos que el transtorno bipolar sólo es una pirueta formal concebida en los libros de psiquiatría. Es la antigua psicosis maníaco-depresiva, pero con un nombre que infunde menos temor y rechazo. El Cultural visita a algunos de sus más ilustres enfermos literarios, sabiendo que existen muchas historias silenciadas, demasiadas, aún por descubrir.


José Agustín Goytisolo, Leopoldo M. Panero, Hemingway, Juan Ramón, Pedro Casariego o David Foster Wallace son algunas víctimas de la enfermedad
Aunque se desconoce la etiología de la enfermedad, hay un relativo consenso en cuanto a que se trata de un desorden bioquímico, con origen genético y hereditario, pero con desencadenantes externos. La angustia, la ansiedad o una experiencia traumática, pueden desencadenar un brote y desembocar en el suicidio. El 20 por ciento de los enfermos se quita la vida y al menos un 50 por ciento lo intenta. La lista de escritores, músicos y pintores que se despidieron del mundo con un trágico estampido o un gesto silencioso desborda cualquier estimación superficial.

Hemingway es uno de los casos más conocidos. Hijo de un padre suicida, conservó la pistola que le dejó huérfano durante toda su vida. Con un humor oscilante, que le hacía transitar de la euforia y la temeridad a cierta misantropía, el 2 de julio de 1961 se voló la cabeza con una escopeta de dos cañones.

Su nieta Margaux prefirió el fenobarbital y escogió una fecha simbólica: el 1 de julio de 1996. Al igual que su abuelo, sufría depresiones y se refugiaba en el alcohol. No está de más señalar que el autor de El viejo y el mar padecía un insomnio obstinado que sólo se apaciguaba con la luz. La luz es un potente antidepresivo en muchos bipolares, pues mejora su estado de ánimo y les ayuda a experimentar una tibia esperanza.

La herida de Sylvia Plath


El suicido de Sylvia Plath reúne todas las características de las tragedias griegas. El 11 de febrero de 1963, después de largas depresiones y anteriores intentos de suicidio, se levantó en su piso de Londres y preparó el desayuno a sus hijos. Después, abrió el horno de la cocina e introdujo la cabeza, abriendo las espitas de gas. Separada de Ted Hughes, había soportado un invierno de soledad y privaciones que exacerbó sus tendencias autodestructivas. Al principio consideró que alquilar el apartamento donde había vivido W. B. Yeats representaba apostar por la vida, pero la herida que estragaba su alma permanecía abierta desde que perdió a su padre a los nueve años. En sus sobrecogedores y bellísimos Diarios, ya había anotado en julio de 1950: “Quizá nunca llegue a ser feliz, pero esta noche estoy contenta”. En 1957, no se apreciaba ningún cambio esperanzador: “He estado dando tumbos por ahí, lúgubre, oscura, desolada, enferma. Si supero este año será la victoria más grande que haya alcanzado nunca”. En 1959, las cosas no han mejorado: “Mi cabeza es un batallón de problemas”. Eso sí, parece que la infelicidad es el estímulo principal de sus Diarios: “Sólo escribo aquí cuando estoy en un callejón sin salida”. En mayo de 1961, se interrumpen los Diarios, pero el 16 de octubre de 1962 escribe, refiriéndose a su asombroso poemario Ariel, compuesto en pocas semanas, presumiblemente en pleno brote de manía: “Soy una escritora de genio; se me ha concedido el don. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida, los que me harán famosa...”.

Tal vez Virginia Woolf es el caso más célebre de escritora bipolar, acosada sin tregua por la enfermedad. La inminencia de una nueva crisis hizo que el 28 de octubre de 1961 se encaminara al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras. Se dejó arrastrar por la corriente y no se recuperó su cuerpo hasta el 18 de abril. Su marido enterró sus cenizas al pie de un árbol en Rodmell, Sussex. Virginia dejó una conmovedora nota: “Siento que voy a enloquecer de nuevo. Sé que esta vez no me recuperaré (...). No puedo luchar más. Ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad”.

No menos dramático es el caso de David Foster Wallace, que se ahorcó el 12 de diciembre de 2008, con 46 años. El narrador y ensayista que poetizó sobre el malestar de un tiempo donde los medios audiovisuales se han constituido en criterio de realidad, propiciando la deshumanización y la disgregación social, luchó durante dos décadas contra una bipolaridad con predominancia de las tendencias depresivas. Durante mucho tiempo, la fenelzina le mantuvo estable, pero los efectos secundarios (disquinesias faciales, inhibición sexual, sobrepeso, pérdida de reflejos) le hicieron abandonar la medicación. Al poco de interrumpir el tratamiento, la depresión regresó con toda su ferocidad. Se ensayaron nuevos tratamientos, sin conseguir una remisión. Finalmente, venció la tristeza, sembrando la consternación entre sus amigos y familiares, que contemplaron su muerte con una mezcla de estupor, rabia y fatalismo. Franzen, Zadie Smith y Don DeLillo hablaron en un homenaje póstumo, lamentando la pérdida del cronista esencial de la posmodernidad.

En nuestro país, la bipolaridad ha afectado a figuras como José Agustín Goytisolo, Pedro Casariego, Leopoldo María Panero, Luis Martín Santos y Juan Ramón Jiménez. Es difícil establecer un diagnóstico en el caso de Juan Ramón, pero su ansiedad generalizada, su hipocondría, su tendencia al aislamiento, sus brotes de emotividad, sus crisis depresivas y su obsesión por la muerte, inducen a pensar que la bipolaridad es una explicación posible de un carácter difícil y propenso al conflicto. Luis Cernuda le dedicó unas palabras poco compasivas, acusándole de ser una especie de Mr. Hyde, pero Cernuda no parece el más indicado para hablar de equilibrio y voluntad de conciliación. En la época de Juan Ramón, no se hablaba de bipolaridad, sino de neurosis, pero yo me atrevería a afirmar que su neurosis hoy se diagnosticaría como trastorno bipolar, sin excluir otras patologías concomitantes. Pedro Casariego, escritor, poeta y pintor, hermano de Martín y Nicolás Casariego, escogió el 8 de enero de 1993 para arrojarse a las vías del tren en la estación de Aravaca. Dos días antes había considerado concluida su obra gráfica y literaria al finalizar Pernambuco, el elefante blanco, un cuento concebido como un regalo para su hija Julieta. “Mordido por un tren hambriento”, dejó el recuerdo de “un artista misterioso, intrigante, insólito”, según Ángel González. Su padre, el poeta Pedro Casariego H. Vaquero, le describió como “un raro, con virtudes poderosas, como la honestidad, el estoicismo, la austeridad y la clarividencia”. Creo necesario mencionar que, según Juan Ramón, “el poeta no es un filósofo, sino un clarividente”.

El loco egregio

Leopoldo María Panero es el loco egregio de nuestras letras, que nunca ha ocultado su desorden interior. Nacido en Madrid en 1948, sufrió la primera hospitalización psiquiátrica en 1970. Más adelante, ingresaría por propia voluntad en las unidades de psiquiatría de Mondragón y Las Palmas de Gran Canaria. Maldito, provocador, iconoclasta, incrédulo, aficionado al alcohol y enamorado de la heroína durante una década, su poesía brota de un desafío permanente a la razón, que no acepta las reglas del pensamiento lógico aplicadas al lenguaje, la vida o la moral. Su clarividencia convive con su progresiva desintegración personal. Aunque los médicos diagnostican esquizofrenia, no puede descartarse un trastorno esquizoafectivo de tipo bipolar. A fin de cuentas, las últimas investigaciones sostienen que el trastorno bipolar y la esquizofrenia proceden de una causa común: una expresión defectuosa de los genes encargados de la producción de mielina en el sistema nervioso central.

En el ámbito de las letras hispanoamericanas, podríamos citar a Alejandra Pizarnik, que paralizó su corazón con 50 pastillas de secobarbital, uno de los barbitúricos empleados por Marilyn Monroe en su “probable suicidio”. Se cree que Pizarnik sufría Trastorno Límite de la Personalidad, una alteración psicológica que incluye inestabilidad afectiva, sentimientos de vacío e inutilidad, parasuicidios (autolesiones), irascibilidad. El diagnóstico diferencial atribuye a cada patología unos rasgos propios, pero reconoce que algunas enfermedades mentales pueden concurrir conjuntamente y admite que el Trastorno Límite de la Personalidad puede interpretarse como el umbral de la bipolaridad. Pizarnik escribió: “Siniestro delirio amar una sombra./La sombra no muere./Y mi amor/sólo abraza lo que fluye/como lava del infierno”. No es una mala descripción del tormento interior de los bipolares. Ni la esquizofrenia ni el trastorno bipolar se caracterizan por una doble personalidad que sólo existe en las ficciones cinematográficas.

Rompehielos contra el cerebro

¿Se puede convivir con el trastorno bipolar? Faulkner, Tennessee Williams, Twain, Tolstoi, Dickens, Hermann Hesse, Gorki, Schubert, Beethoven, Stevenson o Balzac lo consiguieron, no sin pagar un notable tributo de sufrimiento. Van Gogh, Schumann, Kurt Cobain, Cesare Pavese o Pier Angeli no fueron tan afortunados. Un brote de manía es como un rompehielos que embiste contra el cerebro. Durante largas noches de insomnio, las ideas crepitan como un bosque en llamas. La depresión es un atardecer interminable. Sientes que las horas no existen, que deambulas por un vacío perfecto. La muerte no es una intrusa. Es un pequeño claro donde te reencuentras con el paraíso.

No hago literatura. Convivo con esta enfermedad desde 1996 y conozco todos sus estadios. En ese tiempo, he logrado desarrollar una actividad razonable como crítico literario y docente. Mi hermano Juan Luis no tuvo tanta suerte. Se suicidó en 1982. ¿Hay alguna relación entre el trastorno bipolar y la creatividad? La manía imprime un ritmo vertiginoso al cerebro, favoreciendo la aparición de ideas y asociaciones, algunas completamente irracionales, pero que en el terreno de la poesía son verdaderas fulguraciones.

No es nada extraño que Van Gogh creara cerca de 900 obras en diez años, con interrupciones provocadas por las crisis depresivas. ¿Significa eso que el sufrimiento es el precio del arte? ¿Se equivocaba Nietzsche al afirmar que “el dolor nos hace profundos”? ¿Tenía razón Hölderlin cuando aseguraba que “sólo merecen el nombre de arte las obras capaces de expresar la experiencia del dolor”? La vida no comercia con transacciones de esta naturaleza. Nadie escoge el dolor, pero el artista bipolar, cercado por la inestabilidad, la desolación y la muerte, nos hace pensar que algunos hombres nacen -a su pesar- con un destino.  

 

 

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