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Ya tenemos experiencia histórica de cómo se incuba, cómo se expande, cómo se alimenta el fascismo. En nuestros días se presenta como reacción frente a la desestructuración social provocada por las dinámicas capitalistas.
José Antonio Pérez Tapias | Cuarto Poder
Seríamos
culpables si de hecho ignoráramos el fascismo que emerge en nuestra
sociedad. Ya tenemos experiencia histórica de cómo se incuba, cómo se
expande, cómo se alimenta el fascismo. Y recogiendo para nuestros días
el mensaje de Ingmar Bergman en su magnífica película sobre los orígenes
del nazismo, podemos decir que en nuestro tiempo las crías de la serpiente empiezan a salir del huevo,
dispuestas a inyectar su veneno por todas las vías de la realidad
social. En Italia ya constatan cómo muchos se lanzan a ensalzar el
fascismo sin pudor alguno. Las explosivas declaraciones del ministro del
Interior, Salvini, respecto a la inmigración, avivan el fuego con cuyo
calor caen las caretas de quienes asumen posiciones fascistas con tal
desparpajo y eco que el escritor Roberto Saviano ha tenido que tomar de
nuevo sus heroicas armas para convocar a la sociedad italiana a luchar
contra el nuevo fascismo que pone en peligro la democracia. Siendo
elementos de esa nueva identidad fascista la xenofobia, el racismo, una
cultura machista, una política autoritaria y un nacionalismo excluyente,
encontramos ese neofascismo desde Trump en EEUU hasta Orban en Hungría,
con una amplia gama de posiciones filofascistas dispuestas a
consolidarse a través de partidos cada vez más escorados hacia la
extrema derecha. España, como estamos viendo a diario, con las soflamas
de Vox, con las declaraciones de Ciudadanos y con el giro aznarista de Casado en el PP, no se libra de tan riesgosa deriva.
Cultivando
el odio al otro diferente –buscando siempre un chivo expiatorio de los
propios males, antes los judíos, ahora los inmigrantes- y activando el
resentimiento, las actitudes propensas al fascismo se extienden en
determinadas capas de la población, sintonizando con ideologías que
encarnan ese autoritarismo postdemocrático que tanto ha denunciado Josep
Ramoneda, de manera tal que pasan a ser el soporte sociológico de
planteamientos políticos que, abordados sin contemplaciones, podemos
tachar de fascistas. Al hacerlo, siendo conscientes de que la cuestión
no es sólo sociopsicológica, sino política, bien podemos recordar de
nuevo a Erich Fromm cuando al comienzo de El miedo a la libertad advertía
–era el año 1941- que el fascismo es un peligro que acompaña a todo
Estado moderno. Hannah Arendt señaló que es el peligro consistente en
transitar desde la política a la antipolítica de la mano de partidos y
movimientos sociales que liquidan las condiciones mismas que hacen
posible la política en su sentido genuino.
No
hace falta que el resurgir del fascismo se produzca como se dio en los
años treinta del siglo pasado, esto es, con organizaciones paramilitares
que reforzaron la adhesión de sus miembros con grotescos uniformes en
los que no faltaban botas y correajes o el saludo al modo romano para
adornar el nacionalismo con ribetes imperiales. Piénsese, por ejemplo,
en cómo el nuevo fascismo se nutre de recicladas formas de racismo que podemos considerar “micro”,
el que se difunde con los rumores y prejuicios que calan en el
imaginario colectivo –del tipo “los inmigrantes nos invaden, roban
puestos de trabajo, son terroristas…”-, los cuales ya se encarga de
reforzarlos y darles cobertura ideológica el racismo “macro” que desde
las instituciones y medios de comunicación difunden determinados
partidos y líderes políticos. Si la sociedad no reacciona, el veneno
fascista puede causar una grave patología social de efectos totalmente
destructivos para la convivencia democrática. Ha de saberse que respecto
a ello es un peligro cualquier exceso de confianza: ninguna sociedad tiene vacuna definitiva contra el fascismo,
por lo que ha de activar con la máxima energía la conciencia ciudadana y
los resortes de un Estado democrático de derecho si quiere defenderse
de su autodestrucción como democracia.
A la hora de afrontar el nuevo fascismo no se puede ir a ciegas. La acción política democrática ha de verse iluminada por explicaciones fehacientes sobre cómo aparece el fascismo de nuestros días,
para acertar en la crítica y ser eficaces en la respuesta política. Es
en ese sentido que el ya citado Fromm decía que “para combatir el
fascismo hay que conocerlo”. Cabe
decir a ese respecto que un elemento común al fascismo en distintas
épocas y lugares es su carácter reactivo. En nuestros días se presenta
como reacción frente a la desestructuración social provocada por las
dinámicas capitalistas en el actual mundo globalizado. Es en tal sentido
que puede decirse que el neoliberalismo extremo de la época del capitalismo financiero engendra el actual fascismo,
es decir, genera las condiciones para que surja y crezca como respuesta
regresiva a la destructividad social de un mercado tan inmisericorde
como expansivo, al que los Estados se someten resignados a su impotencia
frente a él.
Teniendo
en cuenta el contexto descrito se explica que sectores de clase obrera
industrial desarbolados frente a reconversiones despiadadas, población
de clase media venida a menos, trabajadoras y trabajadores desempleados o
precarizados, incluso regiones descolocadas en el mapa que el
globalismo consagra…, viren hacia propuestas demagógicas que ofrecen
falsas soluciones proteccionistas, cierre de fronteras, exclusión de
extranjeros, refuerzo identitario y resurgir nacional gracias a la mano
dura de líderes fuertes. Es decir, el populismo se presta como pista de despegue del nuevo fascismo.
Así opera el populismo de derechas, pero permanece inerme frente a él
un populismo de izquierdas que, por tener en cuenta la vulnerable base
social que acaba siendo sostén sociológico del neofascismo que emerge,
peca de condescendiente al considerar los populismos hoy en alza.
Cierto que ha de contemplarse la complejidad de la base electoral de
Trump en EEUU, como estudiarse qué pasó con buena parte de los apoyos
del lepenismo en Francia –sobre sectores similares se expandió la base
que dio el apoyo a Hitler en Alemania-. A quienes se ubican en un
populismo de izquierdas se les puede argumentar –vale para inspirarse la
conocida diferenciación epistemológica entre “contexto de
descubrimiento” y “contexto de justificación”- que explicar cómo se
nutren, por el fracaso del sistema, los apoyos políticos a populismos de
derecha proclives a deslizarse a planteamientos fascistas no debe ser
óbice para una crítica sin concesiones a adscripciones políticas que
redundan en el fascismo social que se configura como amenaza.
Hay que tener presente, por tanto, que, por un lado, el actual fascismo social,
si bien arraiga en las condiciones sociales de poblaciones muy
vulnerables que se escoran regresivamente hacia donde no está la
solución que buscan, es, por otro, resultado de la completa rendición de la democracia ante las necesidades de acumulación del capitalismo.
Como señala Boaventura de Sousa Santos en sus análisis sobre este nuevo
tipo de fascismo, éste supone “el grado cero de legitimidad del
Estado”, puesto que tiene sus raíces y su marco de referencia en una
situación en la que ha saltado por los aires el “contrato social” sobre
el que el Estado moderno asentó su legitimidad. Parece que hay que ir
pensando en una innovadora propuesta de republicanismo socialista para
reinventar una democracia que pueda recoger aquello de libertad, igualdad y fraternidad frente al fascismo que las niega.
José Antonio Pérez Tapias es catedrático de Filosofía y presidente de la Asociación Socialismo y República.
Difundo.
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