sábado, 23 de febrero de 2019

Así mueren los migrantes intentando llegar a Europa, de Núria Marrón y Adrià Rocha Cutiller

Mari Sol Ibañez ha compartido un enlaceelperiodico.com  9/02/2019


 La mayor parte de las muertes –se estima que hasta el 80%– son por ahogamiento. Sin embargo, la lista de migrantes y refugiados fallecidos también da cuenta de decesos bajo custodia estatal y de represiones mortales en las fronteras. Aquí van seis historias de las 35.597 documentadas por United for Intercultural Action.       Autores: Núria Marrón y Adrià Rocha Cutiller
Aylan. 2 años. Kurdistán sirio 
Es cierto que la imagen de aquel cuerpo pequeñito que el  2 de septiembre del 2015 apareció tumbado boca abajo en una playa turca cogió al mundo por las solapas y le dio una buena sacudida, pero también  lo es que, en  adelante, aprendimos que incluso las historias más terribles tienen serias dificultades para cambiar conciencias a largo plazo y no digamos ya para forzar volantazos en las políticas migratorias.

El niño se ahogó junto a su hermano y madre cuando intentaban alcanzar la costa griega 

Como recordarán, el niño Aylan (que en realidad se llamaba Alan) se ahogó junto con su hermano Galip, de 5 años, y su madre, Rehan, a los pocos minutos de haber salido de madrugada en una barca inflable rumbo a la costa griega, un recorrido de apenas media hora. Se levantó oleaje y la barca volcó en un episodio que nunca se ha  aclarado. El padre, Abdullah, único superviviente de los Kurdi, dijo que el ‘capitán’ se había echado al agua y lo había dejado a él  al frente de un timón indomable. Pero otros testigos apuntan a que fue el pasajero encargado de pilotar la barca desde el principio, una práctica común en los viajes clandestinos.
Fuera como fuese, la historia de los Kurdi –originarios de Kobane,  obsesión del Isis– es solo una más entre los miles de refugiados que, malviviendo en Turquía (Abdullah trabajaba 12 horas en un taller textil por menos de 5 euros),  pagaron, como fue su caso, 4.300 euros por otra vida. El final ya lo conocen: tras la ola de solidaridad inicial, la UE encargó a Erdogan la gestión del desafío, y la crisis de los refugiados se ha convertido en combustible de los partidos que trafican con el odio.

Semira Adamu. 20 años. Nigeria 

 

La nigeriana Semira Adamu tenía 20 años cuando se embarcó en un vuelo rumbo a Berlín para huir de un matrimonio forzado con un hombre que le triplicaba la edad.
Su idea era empezar una nueva vida en la capital alemana, una ciudad relajada y abierta, le habían contado. Sin embargo, en una escala  en Bélgica, fue obligada a bajar y a pedir asilo según el principio de «tercer país seguro», que dice que los solicitantes no tienen por qué iniciar los trámites en el Estado de destino, sino que pueden buscar protección en el primer país  donde la puedan encontrar.
El caso es que Semira fue enviada al centro de detenciones 127 bis, una prisión de la que denunció el funcionamiento y las penosas condiciones que brindaba a los migrantes. Su solicitud de asilo fue finalmente rechazada y un equipo de policías se encargaron de deportarla el 22 de septiembre de 1998.
Por lo que denunció en aquel momento Amnistía Internacional –y se corroboró luego en sede judicial–, Semira, una vez embarcada y atada de pies y manos, empezó a cantar muy alto para alertar de su situación al resto del pasaje, por si alguien se solidarizaba con ella y aquel avión se quedaba en tierra.
Pero lo que ocurrió fue lo siguiente. Para acallarla, los gendarmes empujaron su cara contra un cojín que tenía en las rodillas y la inmovilizaron por la espalda. Cuando ella empezó a luchar, los policías presionaron más fuerte. Durante 10 minutos. Semira cayó en coma cuando su cerebro se quedó sin oxígeno.
En el 2003, cuatro agentes fueron declarados responsables del homicidio. Sin embargo, la campaña popular que desde entonces reclama otras políticas ha chocado una y otra vez contra el muro gubernamental.

Samba Martine. 33 años. Congoleña

 

Samba Martine, de 33 años, partió en el 2010 de la República Democrática del Congo con destino a Francia, donde tenía familiares. La ruta la emprendió con su marido y su hija, Binjou, de 8 años. Cuando llegaron al monstruo de la frontera española, como tantas otras familias, se separaron y ella logró alcanzar la costa de Melilla en patera. De la orilla pasó al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), donde una analítica  detectó que era portadora del VIH, aunque no se le prescribió ni medicación ni tratamiento. Si se abrió algún expediente médico, tampoco llegó nunca al Centro de Internamiento para Extranjeros de Aluche (foto), donde permaneció retenida durante 38 días aquejada, según la Cruz Roja –encargada de la atención social–, de fuertes dolores de cabeza y prurito en la zona perineal.
Hasta 10 veces pidió Samba asistencia médica –y parece que solo una tuvo traductor–, sin que el personal facultativo investigara unos síntomas relacionados con la criptococosis, una infección  vinculada al sida que,  tratada, no es mortal.
Durante tres semanas, Samba, convertida en el CIE en «la número 3.106», estuvo «llorando, gimiendo y quejándose» y apenas se le prescribió paracetamol y tranquilizantes,  informó la Cruz Roja en un parte demoledor. Según el informe, el día antes de su muerte, no podía sostenerse en pie y otras dos internas la ayudaron a salvar las escaleras hacia el dispensario. El doctor no estaba, y una enfermera le dio un ansiolítico. Las mismas compañeras la bajaron a la sala. No tenía fuerzas ni para estar sentada y se tumbó en el suelo. Sin embargo, aún tardaron un día más en  trasladarla al hospital. Las internas y la trabajadora social la acabaron llevando hasta el coche patrulla, ya que, a pesar de estar «desorientada y sin poder hablar», el personal sanitario consideró que no era necesaria una ambulancia. Samba murió el 19 de diciembre del 2011, al poco de ingresar en el 12 de Octubre. Dos de los tres imputados del personal médico están en paradero desconocido.

Darin, Dildar, Amina y Dijwar Rashid. De 3 a 13 años. Siria 

 

Hacía dos horas que los traficantes los habían metido en una lancha y, de momento, ahí seguían: les habían prometido que, nada más salir, si iban recto y no se desviaban, llegarían a la isla griega de Kastellórizo. Tan solo 10 minutos, les habían dicho, les separaban de Europa.
Pero llevaban dos horas perdidos en el mar y su barco de goma, junto con sus 15 tripulantes, todos sirios, empezaba a hundirse. Tardó poco en hacerlo: a las dos de la madrugada, la lancha se perdió en el negro oscuro del agua bajo la noche. Y, con ella, una familia entera. «Ya no tenemos nada. Siento que he muerto. Lo hemos perdido todo. Que Dios nos dé fuerzas para continuar», dijo, después de lo ocurrido, Idris, marido de Zeineb y padre de Darin (13), Dildar (10), Dijwar (8) y Amina (3). Idris y Zeineb sobrevivieron. Ninguno de sus hijos tuvo esa suerte.
Hacía varios años que la familia había escapado de la zona kurda de Siria en dirección hacia Turquía, donde se habían quedado en la provincia de Hatay, justo en la frontera y en uno de los sitios donde más campos de refugiados hay en todo el país. Pero en junio del 2018, decidieron que no podían más. Que su vida dependía de escapar hacia Grecia.
Entonces, se echaron al mar. Sus cuatro hijos –junto con otras cinco personas– murieron en el agua el pasado 3 de junio. «Los traficantes nos metieron en el barco y nos dijeron que nos fuésemos. Pensábamos que habría algún capitán con nosotros, pero no vino nadie. Ninguno de los que estábamos a bordo sabíamos navegar. Al final nos hundimos», explicó Idris. Un pescador dio el aviso a la policía y los turcos rescataron a los supervivientes primero y a los cuerpos después. Entre los muertos había dos niños sirios más: Mohammed Bilal, de 14 años, y Zahra Bilal, de 10 años. Dede el 2014, más de 600 niños han acabado sepultados bajo el mar.

Bikai Luc Firmin. 21 años. De Camerún. Murió en Tarajal entre material antidistubios

 

La foto de Bikai Luc Firmin, de 21 años, reposa sobre el mismo televisor desde el que su padre vio la noticia,  hace cinco años, sobre un grupo de 14 migrantes que habían muerto de madrugada intentando alcanzar la playa ceutí de Tarajal, entre los botes de humo y las pelotas de goma que lanzaba la Guardia Civil para hacerlos retroceder. Sin embargo, aún tardó el hombre unas cuantas horas más en saber, por informaciones que le iban llegando de aquí y de allá, que su hijo era una de las víctimas. No hubo llamadas de las embajadas. Y fueron las organizaciones sociales las que realizaron las gestiones para tratar de unir el nombre de los desaparecidos con los cuerpos que, tras deambular durante días por las aguas fronterizas,  fueron sepultados en Ceuta, a las 24 horas de ser localizados, en nichos anónimos.
«No sé cómo ha sido el entierro de mi hijo. ¿Le cubrieron con una sábana blanca? ¿Le bendijo un imán o un sacerdote? ¿Estaba vestido? No lo sé», decía el padre de Bikai en el documental ‘Tarajal: transformar el dolor en Justicia’, de la organización Caminando Fronteras. «He visto imágenes de zoos europeos en los que se trata muy bien a los leones y los pájaros. ¿Por qué nos han tratado así?».
El hombre –al que también se le  denegó el visado cuando quiso viajar a Ceuta para «sentir un poco de calma»– durante mucho tiempo se preguntó por qué su hijo, que era «inteligente y quería ser militar», tomó una decisión tan peligrosa. La muerte de su madre, dice, lo dejó abatido . Y la precariedad familiar lo llevó a pensar que desde España «podría pagar los estudios a su hermano pequeño». Un apunte: el pasado agosto, la Audiencia de Cádiz obligó a reabrir por segunda vez la causa al considerar que la jueza ceutí no había tenido «el más mínimo interés de oír a los testigos».


La lápida que se puso en memoria de Idrissa Diallo en el cementerio de Montjuïc.

Idrissa Diallo. 21 años. de Guinea Conakry

 

Idrissa Diallo, de 21 años, fue encerrado en el Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) de la Zona Franca el 19 de diciembre del 2011, del que nunca salió con vida. Allí murió, la noche de Reyes, en una celda a 5.000 kilómetros de su casa, por una insuficiencia cardiaca.
Seis meses después de su fallecimiento, el juez archivó la causa: algunos testigos habían alertado de que los servicios sanitarios habían respondido tarde a la llamada de auxilio, pero el magistrado no autorizó que las cámaras del centro arrojaran luz sobre el caso (luego, un problema técnico del circuito impidió esclarecer las circunstancias del suicidio de Aramis Manukyan).
El caso es que los restos mortales de Idrissa tardaron seis años en desandar esos 5.000 kilómetros que, tiempo atrás, había emprendido en dirección contraria: primero en bus hasta Mali, luego cruzando el Sáhara y más tarde franqueando las fronteras de Argel y Marruecos, hasta que fue detenido el 7 de diciembre en una playa de Melilla.
En realidad, su viaje póstumo empezó cuando el diario ‘La Directa’ localizó sus restos en el nicho anónimo número 516 del cementerio de Montjuïc, donde la administración le dio sepultura sin la presencia de amistades ni familiares, que habían denunciado no haber recibido una sola llamada de las autoridades españolas. Entraba en juego la productora Metromuster, que hizo de puente entre Exteriores y la familia y, tras salvar un puñado de trabas burocráticas, logró exhumar el cuerpo y devolvérselo a su madre y hermanos, una odisea financiada con un verkami y que recoge el documental ‘Idrissa, una muerte cualquiera’, dirigido por Xapo Ortega y Xavier Artigas.
El caso de Idrissa, como el de Samba Martine, prendió la mecha del movimiento en defensa de los derechos de los migrantes y arrojó luz sobre estos centros que un juez madrileño definió como «lugares de sufrimiento y opacidad policial» y calificó de «peores que una cárcel».


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