miércoles, 21 de octubre de 2020

Se recoge lo que se siembra

 
Devi Sridhar, profesora de la Universidad de Edimburgo, conocida por los lectores de elDiario.es porque sus artículos que aparecen regularmente en The Guardian son reproducidos ocasionalmente aquí, ha publicado el pasado 14 de agosto en The New York Times una tribuna con el sugestivo título "Pagaremos por nuestras vacaciones de verano con cierres en invierno", en la que sostiene que Europa se encontraba ante la oportunidad de hacer retroceder de manera decisiva el coronavirus antes del invierno, pero la ha desperdiciado. En el invierno pagaremos por la oportunidad perdida.
Obviamente, España aparece como referencia destacada en el artículo, aunque la perspectiva es europea y no se pone el énfasis exclusivamente en nuestro país. No se"nos señala" a los españoles, por decirlo de una manera gráfica. Aparecemos en el lugar que aparecemos a partir de la información de que se dispone, suministrada por las autoridades españolas, como ocurre con la de los demás países europeos y nada más."España no es diferente", sino un país europeo más.
Si la profesora escocesa, además de conocer la realidad epidemiológica del país, tuviera información de la realidad política, es posible que sus referencias a España hubieran sido distintas. Porque el aumento descontrolado de la infección en España durante los meses de julio y agosto en comparación con lo que ha ocurrido en los demás países europeos, tiene que ver, por supuesto, con el virus, pero tiene que ver sobre todo con la política. La propagación descontrolada de los contagios es expresión de una patología política, de un mal funcionamiento de nuestro sistema político.
Mal funcionamiento que carece de justificación. Ningún país del mundo había previsto la posibilidad de tener que hacer frente a una emergencia como la originada por la COVID-19. En ningún ordenamiento jurídico de ningún país hay prevista una respuesta normativa expresa para una catástrofe de esta naturaleza y dimensión. Cada país ha tenido que encontrar la suya dentro de su propio ordenamiento, porque el Estado Constitucional no admite que no exista una respuesta jurídica para cualquier problema que se plantee en la convivencia. El ordenamiento es un"todo completo" que no admite la existencia de lagunas. Si no hay una respuesta expresa para un problema, hay que encontrarla mediante las que se conocen como"técnicas de integración del ordenamiento jurídico".
Para esta tarea de encontrar en su ordenamiento una respuesta a la emergencia originada por la COVID-19, España se encontraba en buena posición, porque la Constitución incluyó en el artículo 117 una fórmula de protección excepcional o extraordinaria del Estado, el estado de alarma, pensada para hacer frente a emergencias "naturales", entre las que, en la Ley Orgánica 4/1981, que desarrolla el artículo constitucional, se menciona expresamente las"crisis sanitarias, tales como epidemias" (art. 4 LODES).
El constituyente y el legislador orgánico no estaban pensando en la COVID-19, pero introdujeron en el ordenamiento un instrumento muy flexible a partir del cual poder articular una respuesta para el mismo. España no disponía de una respuesta, pero sí de un instrumento muy apropiado para"encontrar" una.
A diferencia de los estados de excepción y sitio que están pensados para hacer frente a crisis de naturaleza política y que el constituyente y el legislador orgánico regulan con bastante rigidez, en lo que a la duración y extensión territorial se refiere, en el estado de alarma ocurre lo contrario.
Una vez que la declaración del estado de alarma deja de ser gubernamental y se convierte en parlamentaria, su duración puede ser indefinida y puede extenderse a todo el territorio del Estado o a una parte del mismo exclusivamente, en cuyo caso la"autoridad competente" pasa a ser el presidente de la Comunidad Autónoma.
En España es perfectamente posible que el Congreso de los Diputados declare el estado de alarma"mientras dure la emergencia" o"hasta que se disponga de una vacuna". Y puede modularse territorialmente la aplicación de las medidas previstas en la declaración del estado de alarma, de tal manera que de las mismas se hagan uso en una comunidad autónoma y no en otra o en una parte de una comunidad autónoma y no en su totalidad. O en todo el territorio del Estado. El estado de alarma es un paraguas parlamentario bajo el que puede cobijarse la"autoridad competente", estatal o autonómica, para aplicar las medidas acordes con lo que la evolución de la emergencia exija.
Al tratarse de un instrumento de protección excepcional o extraordinaria del Estado, las medidas que se adoptan por la"autoridad competente" no tienen destinatarios"individuales o individualizables" y, en consecuencia, no exigen autorización judicial, como ocurre con todas las medidas que se contemplan en la legislación sanitaria. La que existe ahora mismo y cualquier otra que se pueda aprobar, ya que la Constitución no permite que sea de otra manera. El presidente Núñez Feijóo debería dejar de lanzar mensajes capciosos.
España disponía de un buen instrumento y su aplicación dio buenos resultados. No debería haberse levantado el estado de alarma, porque la emergencia no ha pasado. En el número del mes de agosto del CFR Center for Geoeconomic Studies, publicado por el Council on Foreign Relations, hay un estudio de Thomas J. Bollyky, cuyo título lo dice todo: Is the Worst Yet to Come? Su lectura es altamente recomendable.
Para una circunstancia como esta es para lo que resulta apropiado el estado de alarma. Haber convertido en una emergencia política lo que era una emergencia natural, nos ha conducido a donde ahora mismo nos encontramos. Y con una perspectiva invernal nada esperanzadora.
Solamente nos podemos echar la culpa a nosotros mismos. Estamos recogiendo lo que sembramos con los debates sobre las prórrogas del estado de alarma y con la competición por ser los primeros en la desescalada.

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España disponía de un buen instrumento y su aplicación dio buenos…
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