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José Iván Suárez 10 de enero de 2021
“No tengáis miedo. No venimos a pediros nada. Al contrario: venimos a daros de balde algunas cosas. Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas”, estas palabras se solían decir a los vecinos del pueblo antes de que las Misiones Pedagógicas comenzaran con sus actividades.
Las había redactado Manuel. B. Cossío, veterano pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza y padre de una experiencia educativa única en la historia de nuestro país. La España de 1931 era una nación de abismos. Distancias abisales entre política y territorio; riqueza y miseria; ciudad y campo.
Tras la proclamación popular de la II República, el 14 de abril, el primer gobierno del nuevo régimen trató de reducir estas brechas que descosían al país. Aquella patria de nuestros mayores estaba poblada por cerca de 25 millones de personas, la mayoría vivía en zonas rurales y el analfabetismo alcanzaba al 40% de los ciudadanos.
El salario medio no superaba las cuatro pesetas y la esperanza de vida era de 50 años. Con aquellos mimbres, la República tenía mucho por hacer. Y una de las primeras tareas se forjó apenas unas semanas después. La antigua idea de Cossío de llevar Cultura y Educación a los pueblos y aldeas más abandonados, se hizo realidad con la creación del Patronato de las Misiones Pedagógicas.
Las bibliotecas llegaron a 55 pueblos de Albacete
Desde su comienzo, formaron parte personalidades como Antonio Machado, Pedro Salinas, Ramón Gaya, Rafael Casona, Luis Bello, Amparo Cebrián o Rodolfo Llopis. Más de 500 misioneros se enrolaron de forma voluntaria y altruista en esta aventura por la España rural. Tenían muy claro el propósito, “que la cultura llegue a los últimos rincones de la chozas, allí donde la oscuridad tiene su asiento, una ráfaga siquiera de las abundantes luces espirituales de que tan fácil y cómodamente disfrutan las urbes” (...)
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