En ausencia de otra forma de existencia, lo que hay es lo único que puede haber y ser aceptado; de poco sirve denunciar sus efectos nocivos si nos seguimos moviendo dentro del mismo imaginario dominante.
Por Jorge Moruno June 3, 2021
Explicaba la filósofa Judith Butler que cuando ciertas categorías “garantizan una existencia social reconocible y perdurable, la aceptación de esas categorías, aun si operan al servicio del sometimiento, suele ser preferible a la ausencia total de existencia social.” Dicho de otra manera, en ausencia de otra forma de existencia, lo que hay es lo único que puede haber y ser aceptado; de poco sirve denunciar sus efectos nocivos si nos seguimos moviendo dentro del mismo imaginario dominante. La crítica se hace impermeable cuando no se elabora desde otro paradigma distinto, esto es, desde otra racionalidad apoyada en otra ética y otros valores que organizan y dan sentido a la existencia social.
Para desmontar el orden de la desigualdad hay que ofrecer una existencia reconocible, especialmente a los más perjudicados por el modelo imperante que, precisamente por serlo, pueden abrazar con más fuerza la creencia -y la esperanza- que relaciona al trabajo duro con el éxito: “quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo” (Nietzsche). Los seres humanos somos aspiracionales, siempre intentamos alejar de nosotros aquello que nos entristece e intentamos abrazar aquello que nos calma o nos alegra, de ahí que los libros de autoayuda tomasen fuerza en medio de la gran depresión del 29 del pasado siglo. Repetirle a gente lo que ya sabe, que lo está pasando mal y que todo a su alrededor garantiza que seguirá pasándolo mal en ausencia de otra cosa, poco tiene que hacer frente a la esperanza que ofrece un orden injusto. La esperanza, como recuerda Spinoza, es una alegría inconstante, es decir, algo bueno que no es seguro que vaya a suceder.
Una ética democrática levantada sobre otros valores que consiga cristalizar en otra racionalidad, en otra forma de vivir y comprender la vida, necesita huir de dos grandes males. El primero es la búsqueda de respuestas y de brújula en un pasado inmaculado; el segundo es la búsqueda de una sociedad armoniosa proyectada en una utopía futura. Entre ese pasado que atrapa y ese futuro plano se encuentra la tensión del presente, es ahí donde toca incidir, incluyendo también las lecciones extraídas del pasado y los deseos proyectados en el futuro. Para renovar el proyecto de la democracia es necesario reensamblar a la igualdad con la libertad, pero para eso se necesita primero modificar la noción contemporánea asociada tanto a la igualdad como a la libertad. El problema radica tanto en oponer la diversidad a la igualdad como en oponer la libertad a la igualdad. La democracia hace inseparables igualdad, libertad y diversidad.
La igualdad no puede ser sinónimo de uniformidad, de reducir a las personas a ser lo mismo, porque la igualdad significa garantizar que cualquiera tiene el mismo derecho a ser: igualdad como garantía de la diversidad/pluralidad y no una igualdad que uniformiza, tutela, reduce y unifica. En segundo lugar, la igualdad no es un horizonte que lograr; al contrario, es el punto de partida que luego, después, se niega por la introducción de la desigualdad. La igualdad como inicio y no como horizonte significa garantizar la misma libertad a cualquiera. Así pues, no se trata tanto de paliar la desigualdad del resultado como de afirmar la igualdad de partida.
No hay proyecto de la igualdad que no sea a su vez de liberación. La libertad no puede ser la de uno en detrimento del otro, la mía contra la tuya, la tuya como límite de la mía, precisamente porque la libertad solo es posible en relación con los demás: mi libertad solo es posible sobre la base cooperativa que hace posible la libertad del resto. La libertad no puede desligarse del poder, esto es, no puede haber libertad sobre la base naturalizada de la desigualdad de poder. La libertad precisa de la universalidad y la incondicionalidad, es decir, no puede ni ser una libertad privatizada, que por serlo se fundamenta en la falta de libertad de otro, pero tampoco puede ser una libertad tutelada, ya sea por el mercado, el Estado o el partido que se encarga de administrar las vidas individuales de quienes conforman el cuerpo social. Una libertad para todas las personas requiere del amparo de las instituciones, pero no para que éstas decidan su finalidad sino para lo contrario, para que garantice su autonomía y margen de acción.
Es decir, para transformar no nos vale con oponernos al otro y cuestionar su imaginario, es necesario hacerlo levantando uno diferente y propio, capaz de anunciar un pensamiento que está por venir; solo lo impensable puede llegar a ser realizable. Uno donde la igualdad y la libertad sean indisociables, donde el individuo y lo común se complementan y en el que la emulación y la cooperación se retroalimentan. Un imaginario requiere de la fuerza que lo empuje, y la fuerza la otorgan los afectos que logra movilizar: generar lazos afectivos, nociones comunes en torno a una serie de creencias y postulados capaces de convertirse en costumbres y leyes. Desmantelar el ordenamiento asentado en la desigualdad requiere de una noción de justicia que entienda la igualdad como una premisa y no como un horizonte. Partir de la igualdad significa anular la separación entre quien sabe y quien no sabe, entre quien enseña y aprende, entre quien manda y obedece. Dicho de otro modo, según la igualdad como punto de partida, quienes tienen, saben y mandan no lo hacen porque se hayan esforzado más, sean más listos y capacitados que los que no tienen, desconocen y obedecen, sino porque existe un determinado orden que reproduce una distribución jerárquica del poder y la visibilidad. Lo que define a la democracia es, precisamente, la desnaturalización de ese orden que segmenta y cerca al poder, al conocimiento y la riqueza entre unas partes de la sociedad en detrimento de otras. Concebir a la igualdad como el punto de partida es la garantía para el ejercicio de la libertad, porque mitiga la desigualdad de riqueza y de poder en origen que condiciona la calidad de vida, el desarrollo y el acceso a la cosa pública.
Libertad e igualdad son inseparables porque significan la libertad de cualquiera para desarrollar sus capacidades y su potencia de obrar. Una libertad universal e incondicional, sin tutelas, requiere de un proyecto de igualdad que no se confunda con la uniformidad, sino que permita lo contrario, esto es, una misma igualdad de todas las personas para poder ser diversos. Una libertad donde nadie quede sujeto a la coacción de la desigualdad no se desentiende de la responsabilidad, la norma y la interdependencia, sino que, al contrario, es esa su base efectiva sin la cual queda reducida a pura anomia (ausencia de norma) o heteronomía (normas impuestas por un tercero). Como decimos, la libertad del individuo solo es posible gracias a fundamentos que van más allá del propio individuo, a saber, la cooperación con el resto, de ahí que Spinoza considerase que solo los hombres libres se son muy útiles los unos a otros, y solo ellos están unidos entre sí por la más estrecha amistad. Amistad que, como recuerda Aristóteles, se agranda en democracia, pues es mucho lo que tienen en común los que son iguales. La democracia agranda la amistad gracias a la igualdad que comparten quienes son libres, y lo son porque ejercen poder autónomo sobre su tiempo.
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