Sant Córd Manu IsiDESCONCIERTO (ExS) 30/10/21
(Este artículo tiene pocos spoilers y esta serie también le gustará al Papa).
Siempre le pido a mi padre que vea las series que me gustan. Me encanta comentarlas con él. No siempre coincidimos en nuestras apreciaciones pero disfruto de su mala hostia. La mala hostia es una manera de aproximarse a la vida, a la literatura y al cine no muy recomendable si uno quiere ser feliz, pero los felices no suelen ser tan lúcidos como los que acumulan mala hostia y mi padre, que ve la televisión por encima de sus posibilidades, acumula mucha. Ya lo decía Evaristo; tienen la ley, también tienen a Dios, tienen a su ejército, pero nosotros tenemos mala hostia. Con la mala hostia no se ganan pleitos, ni almas, ni guerras, pero se hace buena crítica cultural.
Pero vayamos a lo nuestro. Los niños y mi pareja ya duermen y yo me pongo un single malt (conste que del caro, que yo sé que a muchos les jode que a los rojos nos guste el whisky bueno y gozo de su molestia) y llamo por teléfono a mi padre para hablar de La asistenta, la serie de Molly Smith basada en la novela autobiográfica de Stephanie Land protagonizada por una impresionante Margaret Qualley. Solo ha visto el hombre el primer capítulo, pero me comenta que le encanta que el personaje de la rica (Anika Noni Rose), en cuya casa limpia la asistenta, sea negra. Le encanta porque, me dice, por muy negra que sea es rica y al final eso es lo que más cuenta, lo que más define las relaciones sociales. Y los ricos, me dice, son unos hijos de puta. Se le podrían poner miles de pegas académicas al argumento de mi padre y a su aparente desinterés en las claves raciales, etnoculturales y de género que condicionan las relaciones de clase y que, en buena medida, están presentes en la serie, pero creo que, básicamente, tiene razón.
La serie es una denuncia de la pobreza, de lo que es ser pobre a pesar de tener un trabajo (de mierda), de lo que significa ser pobre si eres mujer, de lo que significa ser pobre si tienes una cría pequeña, si eres víctima de un maltratador, si dependes de escasas ayudas sociales que te sumergen en un pozo burocrático, si no puedes pagar una escuela infantil en condiciones para tu hija, si tu entorno familiar es más una carga que un apoyo. La asistenta habla de lo que significa ser pobre a la hora de alquilar una vivienda digna, o incluso a la hora de intentar echar un triste polvo que te saque unos minutos de tu vida. Y esa denuncia siempre señala.
He leído a un señor en un periódico de esos importantes que dice que la serie no le parece creíble porque él sí que ha vivido de cerca la pobreza y que no cuela. Últimamente parece que haya una competición por ver quien viene de la familia más jodida, como si eso diera algún tipo de legitimidad política. Ya les digo que hay quien se ve capaz de juzgar el cine de Ken Loach por ser hijo de limpiadora y por nada más. Yo soy hijo de una abogada, la primera de toda su familia que pudo ir a la universidad, a la que sacaron adelante dos mujeres obreras casi analfabetas que limpiaron mucha mierda en casas de ricos, además de perder una guerra. Les aseguro que eso no da ninguna habilidad para la crítica cultural, ni ninguna legitimidad política. En todo caso de lo que provee, para quien lo aproveche, es de cierto sentido de lo que significa la decencia y cierta conciencia de lo que significa la división sexual del trabajo.
Pero experiencias y legitimidades aparte, lo mejor de La asistenta es precisamente que, al retratar la pobreza y la soledad de una madre trabajadora en los EE.UU., produce una arcada moral como la que le vino a mi señor padre; porque en el fondo mi padre tiene razón. La clave de la pobreza, en términos de economía política, es que los ricos y los que los defienden suelen ser, en la mayoría de los casos, unos hijos de puta. Y lo peor no es eso, sino su capacidad de contagiarnos, en especial a los que habitamos esa ficción ideológica que llamamos clase media, su bajeza moral.
Vean La asistenta, comprobarán que la decencia y la dignidad se construyen con salarios mínimos dignos, con buenas condiciones laborales, con sindicatos, con servicios públicos decentes, con viviendas dignas asequibles, con escuelas públicas gratuitas, con servicios de atención a la violencia machista (también la psicológica, sí) y con alternativas habitacionales garantizadas a las mujeres víctimas de maltrato. Y recuerden, aunque no lo digan, que los que se oponen a todo lo anterior en el fondo no son más que unos hijos de puta.
AUTOR >Pablo Iglesias
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