CTXT Guillem Martínez 14/01/2022
La década de los 70 supuso un boom de la biografía anarquista. El MLE –Movimiento Libertario Español, como se llamaba a sí mismo mientras cruzaba los Pirineos corrido a boinazos, tenía que dar explicaciones aplazadas, respuestas –biográficas, por ejemplo–, a lo vivido por una generación. Que vivió mucho y en profundidad. Una Edad de Oro, emparedada entre otra de plomo y otra de hierro. Tenía que explicar a) el exterminio de una tradición de más de 70 años de sindicalismo, asociación, ocio, cultura, pedagogía, urbanismo, consumo, ayuda mutua. B) el posicionamiento contradictorio de ese movimiento en la Guerra Civil –su participación en el Estado republicano, en ocasiones desde criterios muy diferentes a los defendidos antes de 1936–. Y C) el posterior enfrentamiento interno y gratuito, la crispación y el desgaste absurdo en el exterior, a lo largo de un exilio y una dictadura dilatadísima y sangrante, un periodo en el que no siempre fue certero el contacto con el interior, y donde no siempre se produjo el contacto con la renovación internacional del pensamiento libertario de la década de los 60.
El retraso hasta los 70 de esas biografías explica, a su vez, algo más que la ausencia de libertad y normalidad –lectora, editorial y de la otra– en España. También habla de una derrota cruel, de la dificultad para formular lo vivido. Incluso habla de tristeza, esa atmósfera. Las biografías por escribir eran, en efecto, verdaderamente dificultosas, un trabajo duro y no necesariamente agradable, pues narraban un fracaso colectivo. En términos generales, las biografías que se llegaron a escribir no solventaron la dificultad aludida de la misión. En ese sentido, la memorialística libertaria no se diferencia de la emitida desde otras culturas que perdieron la guerra, y que –con mayor énfasis que los libertarios– apostaron más por la justificación personal que por la crítica. Sí, las biografías libertarias brillan más. Pero eso es intrínseco a esa cultura que ya desde muy pronto –Anselmo Lorenzo en España, Kropotkin en el mundo mundial– descubre que la biografía –su posibilidad para explicar la época y el individuo erosionado contra ella– es algo que parece encajarle. Respecto de las biografías anarquistas, aquellas personas enfrentadas a difíciles –únicas– tesituras, que tuvieron que elegir entre la revolución o el antifascismo, entre todo aquello para lo que habían sido educadas o la guerra, que vivieron un exilio amargo, fuera de juego, por lo común en los límites de la precariedad, y en el que agotaron la juventud y la madurez, optaron estadísticamente por la explicación individual, con mayor apuesta por la elipsis que por la exposición de contradicciones. Quizás el caso más paradigmático es el de Abad de Santillán. El autor de, según Chomsky, el único libro anarquista de economía –lo que nos habla del valor de esta generación; sólida intelectualmente, capacitada para grandes proyectos y, mucho menos, para una guerra–, defiende en sus memorias su militancia, su proyecto económico, y omite, por todo lo alto, guerra y exilio. Sea como sea, en ese contexto de destape memorialístico libertario de los 70, nacen y se publican lo que tal vez son las memorias más importantes del periodo. Se trata de las memorias de Juan García Oliver –El eco de los pasos, Ruedo Ibérico, París, 1978–, sin duda las memorias más monumentales, amplias, brillantes, ambiciosas y vibrantes de todo este pack, recientemente reeditadas por Virus Editorial, en una edición que recoge el texto de 1978 –publicado en su día por el gran José Martínez, si bien ahora con una acertada corrección de Paula Monteiro–, con prólogo y notas de –guau– Chris Ealham –que en breve, por cierto, publicará, en la misma editorial, una edición en catalán de su apabullante La Lucha por Barcelona–. La reaparición, cinco décadas después, de El eco de los pasos, y la participación de Ealham en ese proyecto, es una gran noticia editorial. Y la oportunidad de entregar ese libro singular a otras generaciones.
García Oliver –camarero, anarquista, cenetista, miembro de los grupos de autodefensa formados en la CNT tras el asesinato de Savador Seguí, exmiembro, junto a Durruti o Ascaso, de los Solidarios, ex del grupo Nosotros, inventor de la bandera roji-negra, exdefensor de BCN ante los malos el 19J y 20J de 1936, exjefazo del Comitè de Milícies Antifeixistes, ex conseller de la Generalitat, exministro de Justicia de la República, único anarquista que cruzó, vivo, la URSS, para llegar a los USA y poder acceder a México– es el autor de este complejo libro de memorias. La vida de un joven, hijo de obreros de Reus, que se busca la vida en el ramo de la hostelería, en Barcelona. De cómo, tras el asesinato de Seguí, se reúne con otros jóvenes, convocados por Joan Peiró, de noche, en la pequeña isla repleta de cañas de un río próximo a Barcelona –en el que, snif, de pequeños íbamos a matar ratas cuando nos saltábamos el cole–, para organizar la resistencia ante los atentados empresariales que se inician tras la huelga de La Canadiense. Ese río, esa isla, esa noche, son determinantes en la vida de García Oliver. Le hacen un hombre de acción, esos héroes de barrio en la Barcelona de los 20, bien vestidos, con coche, que vivían como si no hubiera un mañana. En un baile de barrio, a su paso, la gente se apartaba admirada y dejaba de bailar. Integrado en un grupo anarquista que llegó a ser un símbolo internacional, protagoniza una suerte de road movie por España, América y Europa. Vive la proclamación de la República en una cárcel española. El libro recorre los años 30 y las prácticas de Gimnasia Revolucionaria del autor y de su grupo –“los demagogos de la Revolución”, en palabras del anarquista coetáneo José Peirats–, una táctica que no recogió muchos frutos, y que significó un serio impedimento para la reorganización de la CNT, con serios problemas operativos desde el pistolerismo, y que fue ilegal de 1923 a 1931. El libro recoge –y este es uno de sus puntos de interés– la asamblea de la CNT celebrada en la Barcelona de julio de 1936, en la que se tenía que decidir si apostar por la revolución anarquista –esto es, también por un programa efectivo para la contrarrevolución; una suerte de dictadura del proletariado anarquista– o por la colaboración con partidos e instituciones republicanas, con las que negociar, como así se hizo, cosmovisiones libertarias, como la colectivización, que posibilitó que el lugar de trabajo fuera el primer acceso del Bienestar –el punto en el que se proveía y garantizaba la jubilación, la cobertura de la enfermedad, la sanidad, la escuela–, un punto de relación social, y un ámbito democrático fuera del Estado/las instituciones. Pas mal. Las actas de la CNT de esos días desaparecieron misteriosamente, y el libro supone uno de los pocos testimonios sobre aquella reunión histórica. La obra explica la travesía del autor por las instituciones. Por el Comité de Milícies, por la Generalitat y por el Gobierno de la República. El naufragio de la CNT en Francia. El exilio del autor en Francia, en Suecia, a la espera de una Guerra Mundial. Y trazos de su vida y militancia en México, con especial atención a la política republicana en el exilio y a las vicisitudes del anarcosindicalismo en el exterior. El eco, por otra parte, es un texto de gran calidad literaria. El autor tiene especial talento para explicar la acción –las escenas de lucha contra el Ejército en Barcelona son, sencillamente, efectivas, autosuficientes, nítidas–. Sabe transmitir la perplejidad: El eco es, también, una de las primeras descripciones, más allá de Valencia, de una paella. Y sabe crear y explicar imágenes y situaciones de un gran poso evocador: su salida al exilio, en 1939, la realiza, explica, en un coche, junto a su hermana, también de Reus, y con un saco de avellanas que ella llevaba como un tesoro. El exilio, me temo, es eso. Dejarlo todo, salvo tesoros inútiles. Salvo uno mismo. Es difícil explicarlo con más economía y logro (...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario