Laberintos del Tiempo 7/12/21
Ser pobre en una sociedad de consumo | por Zygmunt Bauman
En la edad dorada de la sociedad de productores, la ética del trabajo extendía su influencia más allá de las plantas industriales y los muros de los asilos. Sus preceptos conformaban el ideal de una sociedad justa todavía por alcanzar; mientras tanto, servían como horizonte hacia el cual orientarse y como parámetro para evaluar criticamente el estado de situación en cada momento. La condición a que se aspiraba era el pleno empleo: una sociedad integrada únicamente por gente de trabajo.
El «pleno empleo» ocupaba un lugar en cierto modo ambiguo, ya que era al mismo tiempo un derecho y una obligación.
Según desde qué lado del «contrato de trabajo» se invocara ese principio, una u otra modalidad saltaba a primer plano; pero, como sucede con todas las normas, ambos aspectos debían estar siempre presentes para garantizar la validez general del principio. El pleno empleo como característica indispensable de una «sociedad normal» implicaba tanto un deber aceptado universal y voluntariamente, como un deseo compartido por toda la comunidad y elevado al rango de derecho universal.
Definir una norma es definir, también, cuanto queda fuera de ella. La ética del trabajo encerraba, por ejemplo, el fenómeno del desempleo: no trabajar era «anormal». Y, como podía esperarse, la insistente presencia de los pobres se explicaba, alternativamente, por la falta de trabajo o por la falta de disposición para el trabajo. Algunas ideas como las de Charles Booth o Seebohm Rowntree (la afirmación de que es posible seguir siendo pobre aunque se cumpla jornada completa, y que por lo tanto la pobreza no puede ser explicada por el desconocimiento de la ética del trabajo) conmocionaron la opinión ilustrada británica. La sola noción de «pobres que trabajan» aparecía como una evidente contradicción en sí misma; y no podía ser de otro modo mientras la ética del trabajo mantuviera su lugar en la opinión generalizada, como cura y solución para todos los males sociales.
Pero a medida que el trabajo dejaba de ser punto de encuentro entre las motivaciones individuales por un lado y la integración de la sociedad y su reproducción por el otro, la ética del trabajo —como dijimos— perdió su función de primer principio regulador. Por entonces ya se había retirado, o había sido apartada por la fuerza, de numerosos campos de la vida social e individual, que antes regía directa o indirectamente. El sector de la sociedad que no trabajaba era quizá su último refugio o, mejor, su última oportunidad de sobrevivir. Cargar la miseria de los pobres a su falta de disposición para el trabajo y, de ese modo, acusarlos de degradación moral, y presentar la pobreza como un castigo por los pecados cometidos, fueron los últimos servicios que la ética del trabajo prestó a la nueva sociedad de consumidores.
Durante mucho tiempo, la pobreza fue una amenaza para la supervivencia: el riesgo de morirse de hambre, la falta de atención médica o la carencia de techo y abrigo fueron fantasmas muy reales a lo largo de gran parte de la historia. Todavía, en muchas partes del planeta, esos peligros siguen a la orden del día. Y aunque la condición de ser pobre se encuentre por encima del umbral de supervivencia, la pobreza implicará siempre mala nutrición, escasa protección contra los rigores del clima y falta de una vivienda adecuada; todas, características que definen lo que una sociedad entiende como estándares mínimos de vida (...)
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