El camarero se acerca a la mesa y se presenta con la mayor amabilidad. “Esta noche seré el encargado de atenderles. Si tienen cualquier duda o quieren alguna sugerencia, no duden en decírmelo”... El ritual es el de siempre; el empleado, distinto. Le preguntamos si la persona que suele ocupar su lugar está librando. Dice que no; que lo que pasa es que ha dejado la empresa. Y en más voz baja nos confía: “Se ha ido a otro restaurante”.
La segunda parte de la escena y la conversación es frecuente de unos meses a esta parte; en Washington y en todo Estados Unidos, donde decenas de miles de trabajadores abandonan sus puestos cada día. Es lo que aquí se ha dado en llamar “la gran renuncia”, aunque ahora los analistas creen que tal vez debiera denominarse “el gran relevo” o “el gran salto”, pues en la mayoría de los casos la deserción vendría motivada por un deseo de cambio con expectativa o garantía de que será para mejorar la situación laboral.
La gran renuncia, asunto complejo que aún se estudia y se intenta explicar de manera exhaustiva, resulta en todo caso de una combinación de factores relacionados con los efectos de la pandemia y del ulterior rebote que el final de su etapa más dura ocasionó en la economía. Con la reapertura de casi todo tras meses de confinamiento, y como ocurrió en el resto del mundo pero con las diferencias que otorga un mercado laboral especialmente dinámico en un país tan productivo y consumista como EE.UU., la maquinaria económica recobró en poco tiempo gran parte de su marcha habitual. Y, en determinados sectores, la demanda de trabajadores creció por encima de la oferta.
La primera economía del mundo registró en noviembre su récord histórico de renuncias laborales, con 4,5 millones de estadounidenses que se dieron el gusto de decir a sus jefes “hasta nunca” porque quisieron. O, más bien, porque pensaron que el trabajo ya no les merecía la pena.
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