ELSALTODIARIO.COM 7 feb 2021
En celebración del centenario del nacimiento de Murray Bookchin, varios de sus antiguos amigos, estudiantes y compañeros de viaje se unen a su hija Debbie para honrar su memoria y reflexionar sobre su legado revolucionario.
En los años antes de su muerte, mi padre escribió una serie de libros titultados La tercera revolución. En ellos, analizó momentos revolucionarios y transformadores en la historia, comenzando por los levantamientos de finales del Medievo y las Guerras Campesinas Alemanas del siglo XVI, y terminando, cuatro volúmenes después, en la Guerra Civil Española. Estudiar esta historia revolucionaria dio consuelo a mi padre; le devolvió a un tiempo en el que los ideales revolucionarios animaban la vida cotidiana, donde los gritos utópicos vivían en los labios de la gente común.
También le dio inmensa esperanza, bien ejemplificada por su decisión de dedicar cada uno de los cuatro volúmenes de La tercera revolución a su joven nieta. Claro, la amaba locamente como individuo, uno con el que sentía compartir muchos de sus tempranos talentos como música, artista y, sobre todo, escritora. Pero su dedicatoria también indicaba su creencia en la promesa de una nueva generación, una que pudiera tomar la bandera en la lucha por una sociedad más racional. Una bandera que había perdido su brillo en las décadas antes de su muerte, cuando la izquierda tenía problemas para combatir el neoliberalismo, autoritarismo y destrucción ecológica generalizada.
De muchas maneras, mi padre estaba adelantado a su tiempo. A menudo se ridiculizaba o rechazaba sus ideas durante su vida —su creencia de que el cambio climático se convertiría en una seria amenaza para nuestra supervivencia tomada a risa como alarmista por The New York Times en los 60; sus ruegos a la izquierda en los años siguientes para invertir en el duro y poco glamuroso trabajo de construir una red organizada de asambleas democráticas locales a menudo ignorado a favor de la insurrección callejera.
Pero durante su vida mi padre siguió siendo optimista. Se negó a abandonar la esperanza de que estas ideas, sus ideas —asumidas desde siete décadas de consideración sobre qué tipo de sociedad maximizaría el potencial humano para la creatividad, imaginación y armonía con el mundo natural— imbuirían un día a la gente en el futuro con el mismo celo transformador que había descubierto en el pasado revolucionario.
En uno de sus primeros ensayos, Desire and Need (Deseo y necesidad), mi padre escribió: “una buena idea puede escapar de las manos de su creador y seguir su propia dialéctica”. Aunque esto originariamente tenía la intención de ser un comentario crítico sobre los artistas que no son conscientes de su propio arte, me parece que hoy estas palabras pueden verse bajo una luz nueva y positiva. Nos recuerdan que las ideas tienen potencialidad ilimitada; que la semilla de una idea puede expandirse mucho más allá de lo que el pensador original puede haber pensado, alcanzando todo el planeta para tocar pueblos y mentes previamente inimaginables; a su vez transformándose por esa gente, logrando en última instancia una riqueza trascendente, belleza y materialización que pueden exceder y superar los más salvajes sueños del autor.
Sería del máximo gozo de mi padre saber que, cien años tras su nacimiento y casi 15 años después de su muerte, la esperanza que situó en el futuro estaba bien fundada; que incluso entre una intensa agitación global y la creciente amenaza de un holocausto ecológico, aspectos de su visión de una sociedad racional han sido asumidos en todo el mundo, sirviendo como un modelo para cualquiera que busque comprometerse con ellos.
Muchas de las voces en estos tributos reflejan individuos que han sido influidos por mi padre, desde municipalistas de Ciudades Sin Miedo (fearless cities) a activistas antiglobalización —que absorbieron sus ideas y las agrandaron para adecuarlas a sus contextos sociales, construyendo nuevas y emancipatorias formas de ser. En concreto, sé que mi padre habría estado profundamente conmovido por el coraje y la dedicación que se ha plasmado en el proyecto kurdo de confederalismo democrático en Rojava, y considero una tragedia personal que muriera antes de haber tenido la oportunidad de ver ese triunfo de autodeterminación feminista e igualitaria que el pueblo kurdo ha logrado.
Para mí, el imperecedero legado de mi padre es la mentalidad dialéctica que llevó a los problemas sociales: el ímpetu de ver la naturaleza y la sociedad en proceso, nunca inmóviles; evaluando siempre las cosas no sólo por lo que son sino por el potencial que tienen. En el cien aniversario de su nacimiento, habría querido que celebráramos el poder de las ideas para rehacer el mundo; para nunca desesperar; para seguir educándonos, a nuestros hermanos y hermanas, vecinos y amigos; y para llevar adelante su legado, sobre todo, poniendo nuestras ideas en práctica.
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