lunes, 15 de enero de 2024

El Salto. La ciudadanía como mercancía, de Marco D'Eramo

 Marco D'Eramo   31 DIC 2023

Con el triunfo del neoliberalismo la ciudadanía se ha convertido en una mercancía, es decir, en algo que puede comprarse y venderse, creando un verdadero mercado global.

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¡Aux armes citoyens! Esta es el primer verso la Marsellesa, el himno nacional francés adoptado por la Convención Revolucionaria en 1795. Ya no siervos de la gleba, ya no súbditos, ya no vasallos, sino ciudadanos. Ciudadano: categoría política que había desaparecido con el fin del mundo antiguo (cives romanus sum) y que resumía los derechos conquistados por la Revolución Francesa, ante todo la igualdad mutua de todos los miembros del Estado. La ciudadanía era, pues, un conjunto de derechos acompañados de un correlato de deberes, que vinculaban a los miembros de la «comunidad imaginada» que era el «Estado-nación». Un conjunto de derechos que se ha ido enriqueciendo con el paso del tiempo (derecho a la educación, derecho a la salud, derecho al trabajo...), mientras también aumentaban los deberes (servicio militar obligatorio, obligación de participar en jurados populares, exacciones fiscales...). Por esta razón los derechos de ciudadanía son tan diferentes de los derechos humanos, que no consagran la igualdad de quienes los disfrutan, sino solo la humanidad de los mismos. Los derechos de ciudadanía pretenden llenar de contenido la igualdad, que solo es formal y teórica, expresada en el principio de «una cabeza, un voto».

Esta concepción de la ciudadanía (y, por lo tanto, del Estado) alcanzó su apogeo en la década de 1960 y luego empezó a declinar. Los derechos se han reducido (el declive del Estado del bienestar) y los deberes también (la relajación de la presión fiscal), cuando no se han abolido (el servicio militar obligatorio). Como se ha afirmado, se ha verificado un «adelgazamiento de la ciudadanía». De todos modos, sin embargo, la ciudadanía se consideraba una forma de pertenencia y se trataba como tal: la ciudadanía podía obtenerse tras una larga residencia (para los inmigrantes) o por nacimiento (ius soli) o por origen (ius sanguinis). Sólo con el triunfo del neoliberalismo la ciudadanía pudo convertirse en una mercancía, es decir, en algo que puede comprarse y venderse, creando un verdadero mercado de la ciudadanía y una especie de «industria de la ciudadanía», como escribe Kristin Surak, de la London School of Economics, en su obra The Golden Passport. Global Mobility for Millionaires que acaba de publicar Harvard University Press el mes de septiembre pasado. ¿En qué sentido puede comprarse y venderse la ciudadanía? ¿Y cuál es la necesidad de comprarla en primer lugar? Codiciamos otra nacionalidad, porque no todas las ciudadanías son iguales. Nuestra vida depende de la «lotería del nacimiento». Como escribe Surak, si naces en Burundi puedes esperar vivir una media de 57 años con 300 dólares anuales a tu disposición; si naces en Finlandia, vivirás más de 80 años y tendrás unos ingresos anuales de 42.000 dólares.

Los grandes fenómenos migratorios dependen de esta abismal desigualdad geopolítica. Las fronteras, sobre las que escribí recientemente en Sidecar/El Salto, sirven precisamente para mantener este abismo. Turquía recibe 6 millardos de euros al año de Bruselas para retener a los refugiados sirios (y afganos) y no dejarles entrar en la Unión Europea. Desde este año, Túnez recibe 1,1 millardos de euros para frenar la migración subsahariana. La minúscula república de Nauru (una sola isla de 21 kilómetros cuadrados y 12.600 habitantes) ha obtenido durante una década la mitad de su producto interior bruto de la retención (offshore processing) de los migrantes rechazados por Australia.

Al mismo tiempo, mientras las ciudadanías son tan ferozmente desiguales, existe la ficción jurídica de que todos los Estados son igualmente soberanos, según una concepción que se remonta a Emer de Vattel, quien en su i (1758) afirma que si en el estado de naturaleza, a pesar de todas sus diferencias, los hombres son iguales entre sí, lo mismo debe aplicarse a los Estados. Por supuesto, los Estados no son en modo alguno igualmente soberanos y Nauru no tiene obviamente una soberanía igual a la de Alemania, pero en la Organización de Naciones Unidas Nauru tiene un escaño, cuyo voto vale tanto como el de Alemania y en teoría puede abrir embajadas en todos los demás países del mundo y, por lo tanto, sus diplomáticos pueden viajar a los mismos gozando de inmunidad diplomática, etcétera. A este respecto, Surak cita a Stephen Krasner: «Lo que encontramos con más frecuencia, cuando se trata de soberanía, es hipocresía organizada» (Sovereignty: Organised Hypocrisy, 1999).

Así pues, la ciudadanía puede convertirse en una mercancía si, y solo si, los Estados que la sancionan son en la forma igualmente soberanos y en el fondo infinitamente desiguales. Muchos quieren escapar de esta desigualdad en la inmensa mayoría de los casos mediante la migración. O, por el contrario, con dinero, si pueden permitírselo, el cual es utilizado como ascensor en la escala de la ciudadanía. Los que compran una nueva ciudadanía son los privilegiados de los Estados desfavorecidos, ya sea porque son pobres, están sujetos a sanciones, se hallan sacudidos por disturbios políticos o guerras, o se han convertido en lugares peligrosos por el autoritarismo de sus regímenes. El comercio de la ciudadanía surge, pues, «de la confluencia de las desigualdades interestatales (interstate) e intraestatales (intraestate)». Como escribió Thomas H. Marshall en 1950: «La ciudadanía proporciona los cimientos de la igualdad sobre los que se puede construir la estructura de la desigualdad».  
Dado que en la mayoría de los casos, la ciudadanía para un individuo y su familia cuesta —incluidas comisiones, donaciones, depósitos, inversiones, compras inmobiliarias (puede tratarse de todos estos elementos o solo de algunos de ellos)— entre unos pocos cientos de miles y algunos millones (de dólares o euros), y dado que nadie gasta más del 10% de su patrimonio en comprarla, la clientela potencial para adquirirla son los multimillonarios (los que tienen menos de 5 millones de dólares invertibles se consideran «ricos pobres»). Dentro de este círculo, quienes quieren comprar una segunda nacionalidad son un grupo de lo más variopinto: pueden ser palestinos apátridas que buscan un estatuto legal o empresarios iraníes a los que las sanciones encierran en el confinamiento. O chinos que quieren enviar a sus hijos a estudiar al extranjero y protegerse de las siempre posibles expropiaciones del Estado o del Partido Comunista Chino. U oligarcas rusos que buscan refugio de las arbitrariedades de Putin y, ahora, de los peligros de guerra. Durante un tiempo, los compradores más numerosos fueron los residentes de Hong-Kong durante los años previos a su reunificación con China. Pero también puede tratarse de directivos y ejecutivos de alto nivel (indios, pakistaníes, indonesios) que trabajan en los países del Golfo, donde, por imperativo legal, no pueden residir cuando se jubilan, y no quieren volver a sus países de origen (...)

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