viernes, 28 de junio de 2024

CTXT. Genocidio. Salí de Gaza. Pero sigo atrapado por la guerra. Por Mahmoud Mushtaha (+972 Magazine)

 Genocidio   Mahmoud Mushtaha (+972 Magazine) 27/04/2024

Dejé a mi familia en el norte de la Franja, crucé un control del ejército israelí y pasé semanas en una tienda de campaña en Rafah antes de llegar a Egipto. El espectro de los últimos seis meses me persigue sin descanso

Palestinos caminan entre los escombros de Shuja’iya, en el norte de Gaza. Febrero del 2024. / Mohammed Hajjar


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Una sensación de ansiedad y rabia se apoderó de mi corazón cuando abandoné la Franja de Gaza a principios de este mes. Incluso ahora, aquí en El Cairo, mi conciencia sigue luchando en mi interior: ¿cómo pude abandonar a mi madre, mi padre y mis hermanos en medio de tanto sufrimiento? ¿Cómo pude dejar que soportaran solos la carga de la guerra, mientras yo huía a un lugar seguro, tratando de salvarme de las esquirlas de tanta destrucción?

Era una decisión difícil de tomar, que trascendía los límites del dolor y la pena. No sólo dejaba atrás un trozo de tierra, sino que dejaba atrás mis raíces, mi identidad y a mis seres queridos. Pero cuando tuve que elegir, la necesidad de sobrevivir se impuso a todo lo demás, aunque significara despojarme de partes de mí mismo.

Me preocupa que mi decisión se convierta en una carga permanente para mi alma si mi familia sufre algún daño durante mi ausencia. Pero al mirar atrás, sigo abrumado por la necesidad de liberación, de reconstruirme y de curar mis heridas psicológicas. Quizá mi viaje no fue sólo un intento de escapar, sino un intento desesperado de arreglar lo que quedaba de mí, de salvar lo que se podía salvar; mi última oportunidad de construir una nueva vida lejos de los sonidos de la guerra. Sabía que no podría ayudar a los que me rodeaban si antes no podía ayudarme a mí mismo.

La guerra de Israel contra Gaza dura ya más de seis meses, robándonos la vida cada día que pasa. Seis meses de muerte, hambre, miedo, desplazamiento y falta de hogar. Seis meses que nos han despojado de todo y han destruido nuestro futuro. La guerra es mental y físicamente agotadora. Es lo peor que existe. Una vida en guerra no se parece a ninguna otra vida; estás destrozado internamente, pero debes mantenerte firme, porque no es el momento de derrumbarse ni de preguntarse por qué está ocurriendo todo esto. No puedes permitir que la guerra desperdicie los sacrificios y esfuerzos que has hecho durante años para construir tu futuro. Las responsabilidades que debemos asumir son enormes.

“Un miembro de esta familia debe sobrevivir a la guerra, para que nuestro nombre no sea borrado del registro de población”, dijo mi padre, ocultando las lágrimas, cuando le conté que estaba pensando en irme de Gaza. De repente deseé no haber dicho nada. Me sentía tan egoísta... No pude terminar la conversación, así que salí a caminar entre los escombros del norte de Gaza. Mi corazón no podía soportar oír a mi familia instándome a marcharme y salvarme.

Mientras caminaba por las calles destruidas de Shuja'iya, el aire estaba lleno del humo de las hogueras que la gente había encendido para cocinar, debido a la falta de gas. Observé los rostros cansados de la gente, sus ropas sucias y sus largas barbas, viendo cómo la guerra había destruido todo en ellos. Oí los gritos de la gente que hacía cola para conseguir agua.

No podía evitar las voces dentro de mi cabeza: “Vete, Mahmoud. Este lugar ya no es tuyo”. ¿Por qué tengo que madrugar todos los días para hacer cola por un poco de agua, en lugar de ir orgulloso a mi lugar de trabajo con mi viejo coche? Quiero llevar una vida decente, pero nos la han arrebatado. Por dura que sea la vida fuera de Gaza, ahora mismo es sin duda mejor que en Gaza. Al menos en el exterior, puedo sentirme como un ser humano.

Soldados exhibiendo su poder

Cuando el reloj marcaba las 8 de la mañana del 9 de marzo, me preparé para la larga caminata desde el norte de la Franja hasta el sur, en mi intento de salir de Gaza por el paso fronterizo de Rafah. En mi mente pesaba el inminente obstáculo de atravesar los puestos de control del ejército israelí. Con el corazón encogido, me despedí de mi familia, lidiando con las persistentes dudas sobre mi decisión. ¿Por qué embarcarme en este peligroso viaje? La respuesta se me escapaba, oscurecida por la sombría realidad que tenía ante mí, pero aun así me puse en camino.

La visión de las banderas israelíes ondeando en la distancia era premonitoria y me llenaba de una sensación de impotencia. Al acercarme al puesto de control militar, donde también se reunían otros palestinos, una oleada de miedo y rabia recorrió mis venas. Las imágenes de las atrocidades cometidas por los soldados israelíes pasaron ante mis ojos. Las historias que había oído, susurradas en voz baja entre los míos, llenaban mi mente de pavor. Historias de violencia e inhumanidad sin sentido, de familias y de vidas destrozadas por la mano despiadada del ocupante.

La mera idea de pasar por delante de quienes nos habían infligido tanto sufrimiento me carcomía, y el miedo amenazaba con consumirme por completo. Sin embargo, también ardía en mi interior una sombría determinación que me impulsaba a afrontar los peligros que me aguardaban. Porque en el norte había poca esperanza entre los escombros de la guerra, sólo la amenaza constante de más muerte y destrucción en el horizonte.

Cuando me acerqué a los soldados y sus tanques, levanté mi carné de identidad en la mano derecha y una bandera blanca en la izquierda, rezando en silencio por un paso seguro. Uno de los soldados gritó: “Sólo pueden pasar cinco personas a la vez. Los demás deben esperar a que pasen ellos, y luego otros cinco. ¿Entendido?”

Cuando me llegó el turno, el soldado me miró fijamente. Estaba solo, sin familia. Sacó un cigarrillo. Podía sentir el peso de su mirada sobre mí, una señal silenciosa del poder que tenía sobre mi destino. ¿Tendría piedad o desataría su brutalidad, como había hecho antes con tantos otros?

“Dígame su nombre completo”, ordenó el soldado mientras se sentaba en su tanque. Dije mi nombre. Esperó un momento y me ordenó que caminara hacia delante sin mirar atrás. Lo sentí como mi mejor momento: había sobrevivido.

Seguí caminando a pie durante un kilómetro y medio. A lo largo de la carretera, observé a un grupo de soldados israelíes que reían y comían patatas fritas. Un todoterreno militar se acercaba a los palestinos que intentaban pasar y daba un rápido volantazo para asustarlos, haciendo gala de su poder sobre sus víctimas.

El peso de la Nakba

Tras cuatro horas de marcha, llegué por fin a la ciudad de Rafah. Me encontré con una cruda realidad que contrastaba fuertemente con las imágenes que tenía en mente. Al contrario de lo que aseguraba el ejército israelí sobre la abundancia de alimentos y la seguridad en el sur, la vida aquí era extremadamente difícil. Me sorprendió ver el paisaje dominado por decenas de miles de tiendas de campaña que albergaban a personas desplazadas y se extendían hasta el horizonte. Cada centímetro estaba superpoblado, sin respiro ni espacio.

Las escenas de Rafah evocaban dolorosos recuerdos de la Nakba de 1948, testimonio vivo de las historias transmitidas por mi abuelo. El peso de la historia pesaba sobre mí, un recordatorio de que los palestinos nos hemos visto obligados a sufrir a lo largo de nuestras generaciones.

Vivir en Rafah significaba estar inmerso en el ajetreo y el bullicio constantes de una ciudad densamente poblada, que ahora alberga a más de 1,5 millones de personas, todas ellas lidiando con las duras realidades de nuestra existencia. Todas las almas participaban en una competición silenciosa por la supervivencia en los estrechos confines de los refugios improvisados, donde disponer de tres metros de espacio alrededor de la tienda era un lujo que muy pocos se permitían (...)

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