22/6/2024
Atajar las urgencias y desinflar el globo |
YAYO HERRERO |
Querida comunidad de Contexto:
El 29 de marzo se publicó en los medios locales cántabros que una sociedad de inversión balear, AB Capital, había mostrado su interés ante, decían, el “efecto llamada” que estaba generando Cantabria en el sector turístico, por un lado, y el hecho de la “saturación” del mercado en Baleares por otro. AB Capital mostró en las reuniones con los promotores la firme voluntad de “querer convertir Cantabria en la Ibiza del norte”.
La frase me hizo recordar una conversación que tuve el verano pasado, mientras tomaba un café con Roberto Domingo Maroto, director, guionista y realizador de RTVE. En ella, me acerqué por primera vez a Antonio Bonet Castellana. Roberto me había hablado de este arquitecto, de enorme nivel e insuficiente reconocimiento. Llamé a Roberto y le propuse otro café para retomar la conversación y él compartió conmigo la investigación sobre Bonet.
Este arquitecto estudió en Barcelona e iniciada la Guerra Civil se exilió a París, donde trabajó con Le Corbusier. Colaboró en la construcción del pabellón español de la Exposición Internacional de 1937 en París, trabajando codo a codo con Picasso, a quien le había encargado el mural que terminó siendo el Gernika.
Trabajó en el estudio de Le Corbusier y participó en los debates que, en 1933, se celebraron en el barco Patris II haciendo la ruta Marsella-Atenas-Marsella, y que se condensaron en la Carta de Atenas, coordinada por el propio Le Corbusier y Jeanne de Villeneuve. En esta Carta se establecían los principios de la ciudad moderna entre los que el protagonismo del paisaje y el territorio en el que se pretendía intervenir eran cruciales.
Bonet, en 1938 se trasladó a Buenos Aires, donde desarrolló una importante actividad en el diseño, la arquitectura y el urbanismo, junto a otros arquitectos argentinos. Fue amigo personal de Rafael Alberti o Maruja Mallo. Coherente con los principios en los que se había formado, fue un hombre defensor de una arquitectura de vanguardia, respetuosa con el paisaje en el que se insertaba. Quienes le recuerdan o escriben sobre él, señalan que tenía un sentido profundo de la estética y la belleza.
En 1948, estando en Buenos Aires le invitaron a Punta Ballena (Uruguay) en donde descubrió una franja de tierra virgen. Le invitaron a construir allí. Un paraje aparentemente inhóspito y ventoso. Una lengua de tierra costera con una laguna interior. Allí conoció a las hijas de Antonio Lussich, un armador, arboricultor y escritor uruguayo que se había enamorado del lugar y había comprado un enorme territorio en el que creó un arboretum y su casa. Un constructor compró a las hijas, excepto a una que no quiso vender el terreno, y propuso a Bonet que diseñase una urbanización de lujo.
Bonet sintió la misma atracción que Lussich por Punta Ballena y diseñó su urbanización. Un proyecto rompedor y singular que tenía como protagonista a la naturaleza. Él mismo se construyó una casa en uno de los extremos. Sin embargo, los constructores, rápidamente, comenzaron a aplicar recortes y a distorsionar el proyecto. Donde había una parcela urbanizable, se introducían dos. Se le escatimaba espacio a la tierra y se llenaba de casas y jardines privados. Se trataba de rentabilizar el territorio en mayor medida de lo que se había proyectado. Bonet terminó retirándose del proyecto.
Si hoy miramos desde el aire, Punta Ballena está completamente urbanizada. Solo queda un cuadrado de territorio vacío e inhóspito como testimonio de lo que fue. Quizás, quería imaginar Roberto, el trozo que una de las hijas de Lussich no quiso vender a los constructores. Un cuadrado perfecto de tierra que, como si fuera una obra de arte contemporáneo, aparece como símbolo mudo de resistencia.
Lo que más me removió de lo que me contó Roberto fue saber que Antonio Bonet, el mismo arquitecto, diseñó el plan inicial de ordenación de la Manga del Mar Menor, junto con José María Puig Torné.
Todo parecía repetirse. La propia similitud geográfica, una lengua de tierra costera y una laguna interior, el interés de los constructores, la propuesta basada en pocos edificios y el protagonismo de las dunas y el mar y… la peŕdida rápida del control. La Manga del Mar Menor es hoy uno de los iconos del desarrollismo del litoral español, pero nació como una de las referencias del movimiento moderno en España. La diferencia entre el proyecto inicial y lo que hoy es La Manga describe la trayectoria que va desde la aprobación de la Ley de Zonas y Centros de Interés Turístico Nacional, en 1963, hasta el éxito de un turismo de masas que, en 2019, atrajo a casi 84 millones de turistas a España.
Un hombre inteligente y sensible como Bonet, que soñó con una urbanización inserta en Punta Ballena, no dudó en abandonar el proyecto cuando derivó en un encargo que destruía la belleza que él había admirado. ¿Qué le impidió sospechar que en el Mar Menor podía suceder lo mismo. ¿Qué es lo que hace pasar del amor a la destrucción? ¿Qué idea de amor hay detrás? Quizás, decía Roberto, tenga que ver con una cultura que necesita poseer y dominar aquello que dice amar. Esta forma de amar, combinada con la voracidad de un capitalismo que ha de convertir todo lo útil, todo lo bello en beneficio es letal
Y volvemos a Cantabria, y a Langre y Loredo, un lugar de una enorme belleza, que a los ojos de quienes lo miden todo en dinero, está vacío y necesitado de desarrollo. Después de la declaración de los empresarios que anunciaban querer replicar el modelo balear en el norte, el pasado 18 de mayo, aproximadamente, diez mil personas participaron en una manifestación contra la construcción de un macrocomplejo turístico en el entorno natural de Loredo y Langre, en Ribamontán al Mar (Cantabria).
La manifestación fue convocada por Cantabristas, una fuerza política que defiende “avanzar hacia un modelo distinto al que nos ha traído hasta aquí, dejar a un lado las políticas del hormigón y del ladrillo, dejar de apostarlo todo al turismo masificado, abandonar la improvisación y acabar con la falta de sensibilidad con lo nuestro que han mostrado los partidos que han gobernado Cantabria en las últimas décadas”.
El runrún de los días previos hacía pensar que íbamos a ser muchas las que secundásemos la convocatoria. Quienes viven en Cantabria, tanto en la ciudad como en los pueblos, ya empiezan a sufrir lo que sucede cuando el turismo se hace masivo. En mi pueblo, la gente más joven no puede quedarse a vivir cerca de donde nació. Las casas disponibles se alquilan de octubre a mayo, pero se quieren vacías y disponibles para el turismo de junio a septiembre. Los trozos de tierra que se pueden urbanizar tienen unos precios imposibles. Se está viviendo el auge de la compra de segundas residencias o de parcelas para construir viviendas turísticas, casas rurales o apartamentos. Hay una tremenda presión para que se abra la espita de la construcción.
El aumento de las temperaturas y las sequías en muchos puntos del Estado español se convierte en reclamo publicitario. El norte, transformado en refugio climático ante las altas temperaturas en verano en otras zonas y aún no convertido en un “destino maduro” –eufemismo que se usa para nombrar aquellos lugares que han sido arrasados–, deviene en un “espacio desaprovechado” que ofrece oportunidades para el crecimiento.
Pero, a la vez, en los lugares en los que la fórmula de la turistificación lleva tiempo ensayada, el malestar de la población es creciente.
El pasado 20 de abril, más de 200.000 personas, pertenecientes a decenas de colectivos, salieron a la calle en todas las islas del archipiélago canario convocadas por dieciocho colectivos, diversos y plurales bajo el lema ‘Canarias Tiene un Límite’. La protesta masiva puso de manifiesto que, detrás de los anuncios jubilosos de las cifras crecientes de la industria turística, se esconde la precariedad y el malvivir de la población ante un modelo que agota el territorio y precariza hasta niveles intolerables las vida de las personas.
Víctor Martín contó a CTXT que la movilización tiene su génesis en el hartazgo y la desesperación de la sociedad civil ante el proceso desbocado de turistificación de Canarias en la etapa postcovid. La conversión del archipiélago en monocultivo turístico está deteriorando el territorio, los bienes naturales y la biodiversidad. Y también de la vida cotidiana de las gentes que lo habitan. Las propias autoridades regionales hablan de emergencia climática, de emergencia energética, de emergencia hídrica, de emergencia habitacional e, incluso desde diversos colectivos, se reclama la declaración de la emergencia alimentaria. ¿Quién está tan desorientado como para llamar desarrollo a un modelo que pone en riesgo todas esas cosas? ¿Para quién es ese desarrollo?
Todas estas emergencias se producen en un contexto de crecimiento de la llegada de turistas que bate récords año tras año (en 2024, si continúa la tendencia de los primeros meses del año, se podrían alcanzar los 19 millones de turistas en las islas Canarias, frente a los 16 millones de 2023). La turistificación se extiende como un tumor, desbordando los resorts tradicionales de sol y playa hacia todo el territorio, tanto urbano como rural, mientras que las actividades agropecuarias y pesqueras se contraen, emplean cada vez a menos personas y producen muy poco de lo que la población residente necesita para alimentarse.
En el territorio balear en su conjunto y en la Ibiza que se quiere reproducir en el norte, la situación no es muy diferente. En 2014 se publicó el monográfico “Tot Inclòs: danys i conseqüències del turisme a les Illes”, que se convirtió después en un documental. Desde entonces, el debate sobre la turistificación ha ido en aumento.
Ivan Murray, doctor en geografía y profesor de la Universitat de les Illes Balears, advertía, hace ya una década, de que comenzaba “a penetrar una idea de que a lo mejor no vivimos, sino que malvivimos del turismo”. Según Murray, en los últimos años, a raíz de la turistificación y la precarización de las condiciones laborales, han ido creciendo los conflictos en torno a un sector que hasta ahora era intocable. 2017 fue el año en el que las Kellys, a partir de su lucha, hicieron evidentes las condiciones laborales y los puestos de trabajo precarios. Empezaron a convocarse manifestaciones que denunciaban los daños y el despojo causado por la centralidad que el alquiler vacacional tenía en el acceso a la vivienda.
El pasado mes de mayo, coincidiendo con las movilizaciones de Canarias y Cantabria, la convocatoria del Banc del Temps de Sencelles logró reunir a unas veinticinco mil personas, integrantes de todo tipo de organizaciones, bajo el lema ‘Mallorca no es ven’. Unos días después, se reprodujeron las manifestaciones en Eivissa y en Menorca.
Las tensiones son evidentes en todas partes, Barcelona, Madrid, Andalucía… Incluso, la alcaldesa de Valencia, del Partido Popular, ha anunciado la prohibición de atraque de megracruceros turísticos a partir de 2026, debido a la masificación turística que provocan en las ciudades a las que llegan.
El turismo industrial es un sector explotador y extractivo. Existe un malestar hondamente arraigado en las sociedades que malviven del turismo. La combinación de los precios desorbitados de la vivienda y los puestos de trabajo precarios conducen a situaciones distópicas. Gente viviendo en caravanas, alquiler de balcones, imposibilidad de desarrollo de proyectos vitales propios… En fin, unas promesas de libertad que contrastan con la incapacidad de elegir sobre aspectos básicos de la propia vida.
Si a esto se le une el precio de los alimentos y los servicios, el deterioro de los servicios públicos, especialmente en la sanidad, a la que durante la temporada alta acuden masivamente personas sin que se refuercen los centros de salud y los hospitales, la situación se agrava.
Muchas de los lugares devastados son o están cercanos a zonas frágiles, de alto valor ecológico. Así, el litoral español, en una enorme operación especulativa, se va rápidamente convirtiendo en una barrera de cemento, sin distinción entre los diferentes pueblos. Un continuo de carreteras, campos de golf, parques temáticos, horrendos mazacotes de hormigón e hileras de adosados, asolan los territorios y consumen una obscena cantidad de agua y energía, que el conjunto del planeta ya no puede permitirse.
Las inversiones de los gobiernos en infraestructuras permiten el crecimiento exponencial de las transnacionales con el mínimo gasto (suyo). Se han construido aeropuertos, puertos, autopistas y otras infraestructuras con con dinero público a expensas de otro tipo de inversiones en educación, sanidad, autosuficiencia alimentaria, etc. La expansión de la industria turística está garantizada a costa de los derechos de las trabajadoras y trabajadores y de la precaria autonomía de las comunidades colonizadas, a las que apenas les quedan las migajas del negocio.
La voracidad del sector no parece tener fin. En Honduras, empresas turísticas españolas compran franjas de costa y fumigan la playa para que a los turistas no les piquen o molesten los bichitos; en Colombia, las olas devuelven a tierra kilos y kilos de basura que ha de ser retirada de aquellas playas a los que van los turistas. En contextos de exceso, hay que producir industrialmente en el territorio la portada de la revista de la agencia de viaje, para que el turista pueda fotografiarse y convertirse, él mismo, en el modelo que aparece en la publicidad.
Mientras tanto, en las playas contiguas, los niños y las niñas del lugar se bañan entre mierda y la gente trabaja en los hoteles, bares, y tiendas en condiciones que dan vergüenza.
El ciclo del turismo es el ciclo del capitalismo. Llegar, diseñar para ricos, explotar, masificar y convertir en turismo de masas para no tan ricos, agotar, abandonar y comenzar lo mismo en otro sitio. La gente teme perder su puesto de trabajo en un sector que le arrebata casi todo.
Se dice que la solución es crear un turismo de calidad, sinónimo de turismo para ricos; pero que sea para ricos no asegura mejores salarios ni la restauración del territorio. En la mayor parte de los lugares conviven los espacios para masas y las urbanizaciones en las que se recrean los paraísos prístinos para el turismo rico.
Ha costado tiempo, pero en las movilizaciones crecientes, la palabra que más se escucha es “menos”. No es la primera vez. Hay que recordar al arquitecto César Manrique en Lanzarote o los procesos en los que participó el también arquitecto Fernando Prats, en Calvià. En ellos, se alcanzaron acuerdos para limitar o incluso reducir las plazas hoteleras.
No es sencillo. En los tiempos de crisis ecosocial que vivimos y en lugares en los que la mayor parte de los puestos de trabajo dependen del mismo sector que destruye las condiciones de vida, las soluciones no son sencillas y deben involucrar no solo al sector económico, sino a la reorganización del conjunto de la vida y la política.
Se hace necesario atajar las urgencias (las condiciones dignas de vida, preservar el territorio que queda y comenzar un proceso de restauración) y, a la vez, pensar en cómo desinflar el globo que está a punto de estallar sin que suelte el aire de forma caótica e injusta. Hacen falta procesos participativos, como los que está poniendo en marcha la sociedad civil, que vayan más allá del cálculo de la rentabilidad política que proporciona.
Un último comentario para recordar que hay personas que no van de vacaciones nunca. Algunas de ellas son las que trabajan en el sector del turismo, las mismas que sostienen lo que no se pueden permitir. Además, hay que recordar que el viaje de las masas de turistas contrasta con el de quienes tratan de pasar las fronteras entre la invisibilidad y la explotación. En camiones frigoríficos, amontonados en cayucos y pateras, las y los refugiados ambientales y económicos, damnificados del capitalismo, mueren todos los días por querer viajar sin ser turistas. No pueden atravesar esa línea que con tanta facilidad cruzan los minerales, el petróleo, los mensajes de correo electrónico, el cacao y hasta los virus.
En un artículo escrito hace más de quince años, Santiago Alba Rico afirmaba que “turismo y emigración constituyen dos formas diferentes de desplazamiento político en el espacio”. Efectivamente son dos flujos desiguales que reproducen, ambos, la explotación ecológica y económica a escala planetaria y legitiman una relación neocolonial en el ámbito local.
Vuelvo a mi conversación con Roberto Domingo. Una cultura que somete y necesita poseer aquello que ama, que no se siente parte de la trama de la vida y regida por una racionalidad capitalista que promete hacerlo posible si puedes pagarlo, se convierte en una arma de destrucción masiva contra ella misma y contra otras.
Cuando se destruye lo que se quiere, no hablamos de amor. Quien quiere a las Illes Balears, Canarias o Cantabria y a la gente que vive allí no las condena a la precariedad, a la destrucción de la cultura y del territorio, al no futuro.
O hay organización social que colabore para alumbrar otras formas de organizar la vida en común y fuerce las transformaciones o seguiremos viendo crecer malestares, al mismo tiempo que la política se convierte en una carrera despiadada por ver quién los rentabiliza electoralmente. Así que muchas gracias a todos los colectivos que se organizan en los territorios, que se juntan, que hablan, que se escuchan sabiendo que el diálogo entre diferentes no es fácil pero puede ser. Otras veces fue. Necesitamos que sea.
Un abrazo a toda la comunidad.
Yayo Herrero
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