viernes, 13 de septiembre de 2024

CTXT. Magia negra en el país del dinero, de Diego Delgado

 Diego Delgado 14/08/2024

En ‘Nuestra parte de noche’, Mariana Enríquez acude a recursos propios de la literatura de terror para representar la crueldad extrema del modelo capitalista

El ángel caído, de Cabanel, obra utilizada en la cubierta de la edición española de Nuestra parte de noche.


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“Lo que la Oscuridad les dice no puede ser interpretado en este plano. La Oscuridad es demente, es un dios salvaje, es un dios loco”.

 El Mal, así, con mayúscula, existe. Es más, el Mal gobierna. Redacta leyes, moldea emociones y da forma a lo aceptable. Ejemplos de lo aceptable bajo el dominio del Mal: una persona propietaria de varias decenas de casas puede dejar a una familia sin su hogar con el beneficio económico como única justificación; un representante político puede alentar el odio y la violencia contra niños que llegan solos a un país rico huyendo de la guerra y el hambre; se puede cometer un genocidio con impunidad delante de las narices de toda la comunidad internacional. Después de demasiadas décadas a los mandos del mundo, el Mal, perfectamente identificable y señalado por muchas personas que se han dejado la vida combatiéndolo, ha pasado de tolerable a –glups– deseable. El Mal es, hoy, parte de la libertad. No. El Mal es, hoy, un derecho.

No hay luz en el Mal, no tiene grises, y Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) ha entendido que la dimensión de la crueldad ha alcanzado tal nivel que se requiere de recursos propios de la fantasía y el terror para representarla, porque escapa a toda comprensión racional.

En Nuestra parte de noche (2019, Anagrama), la autora argentina construye una novela que en realidad son dos. Los diferentes tonos empleados en la narración marcan la línea divisoria, con un criterio que va tomando cuerpo conforme se avanza en la lectura: a un lado, los dueños del dinero, al otro, el resto. Los primeros quedan retratados por sus propios actos, constitutivos de una brutalidad inhumana, cruda y sanguinaria; mientras que, para hablar de las segundas, Enríquez despliega una ternura delicada, una entrega fiel, paciente e incondicional.

Si el Mal ha logrado filtrarse en lo más profundo de la sociedad humana ha sido gracias a la connivencia con esos dueños del dinero, que actúan como su principal vehículo. “Vivir en la Argentina no le restaba importancia: el dinero, solían decir los Bradford, es un país en sí mismo”, escribe Enríquez. Rodeadas como estamos de fronteras y cuerpos estatales, quizá no haya mejor forma de explicar cómo se organiza el Mal.

Ese país del dinero, además, es una teocracia radical. La entidad divina que dicta los códigos de conducta es denominada Oscuridad, en un ejercicio metafórico de sutileza que hace que Mariana Enríquez sea Mariana Enríquez y yo –“el Mal”–, no. Y aquí se encuentra el grueso de la historia que se nos cuenta en Nuestra parte de noche: el retrato de la violencia extrema con la que unos pocos que ya lo tienen todo pisotean a las grandes mayorías, que no tienen nada, con el único objetivo de mantener y ensanchar su posición dominante, y cómo estas tratan de resistir con la mayor dignidad posible, a pesar de todo. Unos podrían vivir mil vidas de derroche, las otras no pueden siquiera vivir la única que tienen. Aun así, el Mal está en el lado de aquellos.

Este contraste en la novela, como ya he dicho, es omnipresente, con personajes paradigmáticos de una y otra cara de la moneda. Mercedes encarna la maldad pura, y los fragmentos en los que ella protagoniza la acción, sádicos y brutales, otorgan al libro la etiqueta de “terror”. La contraparte la pone Luis, un derroche de amor y paciencia al que hoy atacarían por “buenista” –sí, esta palabra se utiliza como ofensa, ¿alguien necesita más pruebas de la existencia del Mal?–. Juan representa algo así como la combinación de ambos mundos, pertenece a las mayorías desposeídas pero en su comportamiento toma forma la inhumanidad de quienes viven adorando a la Oscuridad. Y su hijo Gaspar… Gaspar lo es todo. En él está la huella del terror experimentado por muchas generaciones, y esa presencia espantosa sirve para elevar infinitamente la intensidad del amor que le rodea, como un escudo protector contra un pasado que amenaza con volver y mancharlo todo con la ambición criminal, de nuevo, de los poderosos.

Las personas que adoran a la Oscuridad se reconocen a sí mismas como la Orden, y en el libro guardan una relación estrecha con la dictadura militar que asoló Argentina entre los años setenta y ochenta del siglo pasado. Este contexto político tan particular permite a Enríquez postular un entramado que va mucho más allá de lo puramente económico y que, quizá haya llegado el momento de mentarlo, todas reconocemos como modelo capitalista. Salió el palabro, se acabó la mística.

La Orden es, básicamente, el capital, conformado por los ciudadanos de ese país sin territorio –porque tiene todos los territorios a su servicio– que es el dinero. A este lado de la realidad, su codicia ha rebasado ya los límites de lo imaginable y nos resulta inasible. Para eso está la ficción: Enríquez utiliza el recurso narrativo de la búsqueda de la inmortalidad para que, al menos, exista un objetivo identificable como móvil de la crueldad más indescriptible. Porque si un libro contase que hay milmillonarios arruinando cientos de miles de vidas solo para tener un poquito más de dinero, dejaríamos de leerlo por ausencia de la más mínima lógica.

En esa persecución de la vida eterna la Orden cuenta con la figura del médium, que actúa como puerta de entrada para la Oscuridad. A través de él o ella, los devotos escuchan lo que creen que son instrucciones para perpetuar la conciencia propia, es decir, para no morir jamás. Así, una de las obsesiones de la Orden es propiciar un estado de trance en los médium. ¿Cómo? Con sacrificios humanos. Aquí, quizá, el fragmento más importante de Nuestra parte de noche:

“[Mercedes] Siempre había cazado entre los abandonados y allí, en el norte, en la frontera, tenía un coto ideal, gente pobre, olvidada, tan desamparada que ni siquiera recurría a las autoridades si les faltaba un hijo o un hermano. Y desde hacía años, además, contaba con los secuestrados que sus amigos militares le entregaban. La Oscuridad pedía cuerpos, se justificaba ella. No era cierto. La Oscuridad no pedía nada, Juan lo sabía. En la Orden, Mercedes era la más firme creyente en el ejercicio de la crueldad y la perversión como camino a iluminaciones secretas. Juan creía, además, que para ella la amoralidad era una marca de clase. Cuanto más se alejaba de las convenciones morales, más clara estaba su superioridad de origen”.

El Mal, entonces, deja de ser un ente abstracto. No es la Oscuridad, per se, su origen, porque la Oscuridad, como el dinero, no tiene voluntad. El Mal reside en quienes deciden venerar a un dios loco, salvaje, y poner sus designios por encima de los derechos humanos, por encima de la vida. Ha llegado el momento de levantar la cabeza, es una buena noticia: vencer a los feligreses es mucho más sencillo que vencer al dios.

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