Estamos muy acostumbrados a atribuir a la (falta de) educación muchos de los problemas que nos atañen. Si se detecta que reciclamos poco y mal la respuesta es educación. Si el machismo sigue campando a sus anchas no hay quién advierta que falta educación al respecto. Me acuerdo de un concejal de cultura que advertía que si no se enseñaba en la escuela la significación del cine europeo corríamos el peligro de que la industria norteamericana acabara teniendo el monopolio del sistema. Pero, ¿cuál es la solución al problema de la educación? Poco a poco nos hemos ido dando cuenta de que cuando hablamos de educación no podemos seguir confundiéndolo con escuela o instituto. Ha costado, pero ahora empezamos a ser conscientes que lo que se decía hace años de los tres periodos vitales (fase formación, fase trabajo, fase recuerdos y prepararse para morir) se nos ha ido complicando. Ahora hay que formarse toda la vida, conviene mezclar formación y labores profesionales o experiencias laborales de manera más continua, y se van difuminando las fronteras entre vida plena y fases vitales críticas. De lo que nadie duda es de que la formación, es decir, la necesidad de educarnos, es algo imprescindible y que no tiene fecha de caducidad ni momento en que esa necesidad deje de existir.