
    Maruja Torres - 14/10/2015
Todos en el Partido Popular mienten. La mentira es su forma de 
relacionarse con nosotros. El cinismo es su caballo de batalla. La 
mistificación, su resumen del pasado social que forjaron durante su 
último mandato, especialmente, aunque habrá que ver que su descaro emana
 directamente de su actitud durante el 11-M. La fabulación es el 
programa que nos ofrecen para el futuro. Mienten tanto, que su sola 
presencia ya ofende.
  
 Es mentira la campechanía de Rajoy, con esa sonrisa inconsistente, de 
miedica, cada vez que se hacen con él una selfie, y miente también el 
presidente cuando sugiere, acusando a otros de brotar de las tertulias, 
que el PP es un partido de fuste democrático. Proviene de la rancia 
Alianza Popular, que se creó para adaptar el franquismo a la democracia 
-en España, todo es posible-, y seguir detentando el poder, aunque fuera
 en parte.
  
 Es mentira la bonhomía funcionarial del ministro Catalá, cuando niega 
que su formación haya contagiado de politiquería a la Justicia. Es 
mentira la sonrisa versallesca de Luis de Guindos, lo mismo cuando la 
muestra en Bruselas que cuando nos la despliega. Son mentira los bailes 
de peonza coreografiada de la vicepresidenta, aunque no tan mentira como
 sus ocurrencias de los viernes. Son mentira las excusas de Fernández 
Díaz cuando justifica sus compadreos con el imputado Rato, y es mentira 
su fe de cuchillas que no caen en su propia espalda, aunque puede 
concederse que el caballero se cilicie de gusto en la intimidad. 
  
  Todos los nombrados, y unos cuantos más, mienten con tranquilidad a la
 peonada en su cortijo, mienten como si hablaran de verdades, y es 
posible que, todavía, muchos les crean, al igual que creyeron sus 
promesas electorales anteriores, desmentidas luego por sus hechos y por 
los intolerables resultados de esas acciones.
  
  Pero el teatro organizado por el partido gobernante y el gobierno 
partidante parece un coro de vírgenes sin condecorar bailando el cancán 
disciplinadamente y en sordina, en comparación con ese solista, ese 
fustigador de los agudos, ese Farinelli del insulto y la bajeza verbal 
que es Rafael Hernando. Cuando le veo pienso en salir corriendo, pienso 
en esos señoritos que, sentados en un taburete de un bar que al 
atardecer se llena de ligues, ronronean desprecios contra las mujeres 
que no son de su agrado. Puedo imaginarle en los toros, pidiendo más 
sangre desde el tendido, y también me recuerda a los protagonistas de 
las malas novelas decimonónicas, que trepaban socialmente sin mirar lo 
que pisaban. Rafael Hernando me recuerda a los amigos juerguistas del 
héroe que luego se arrepiente en películas de Cifesa tipo Balarrasa, a 
ladrones del honor de doncellas sin amor redentor y a tahures del 
Misisipi sin gracia. Todo ello supuestamente, claro.
  
 Quitárnoslos de encima se va haciendo más imperativo. No sólo por lo 
que han hecho y por lo que nos tememos que harán. También por lo que 
dicen, y por cómo nos deshonra escucharlos ni que sea un instante.
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