Juan Rivera - Rebelión - 31/08/2015
Cuando empleamos un topónimo en lugar de
otro muchas veces no lo hacemos de forma gratuita o neutra. En
ocasiones, a la definición le ocurre como a esas palabras de un idioma
extranjero que a primera vista parecen decir una cosa – por el sonido
similar a vocablos de la lengua materna- pero que en realidad esconden
un significado y una intención totalmente diferente. Son, nunca mejor
dicho, “falsos amigos”.
Al caso que nos ocupa podemos incluirlo
en esta categoría. Como todo español de a pie sabe –la afirmación no
peca de exagerada- en la ciudad de Córdoba existe un edificio singular
catalogado entre las obras arquitectónicas más importantes del mundo y
justamente valorado por la Historia del Arte. Es la Mezquita.
Durante siglos han convivido el
usufructo que del mismo tiene la Iglesia Católica (por merced regia)
desde la conquista de la ciudad por el reino cristiano de Castilla y
León en el siglo XIII y la denominación de “mezquita” acompañada
de un sentido de pertenencia colectiva, lo que ha permitido
históricamente a los cordobeses disfrutar de muchos de sus espacios.
El equilibrio secular empezó a cambiar cuando llegaron a la cabeza de la diócesis (finales del XX, principios del XXI) unos “cruzados de la causa”, que si tuvieran fuerza social y política suficiente no dudarían, al grito “de dios lo quiere”,
en imponernos a toda la Ciudadanía su cosmovisión. ¡Ay entonces de los
que nos atreviésemos a rechistar el “hágase tu voluntad”!
Desde su privilegiada posición
expandieron la concepción ideológica ultramontana que hoy constituye el
discurso oficial de la jerarquía clerical cordobesa. Much@s hemos
conocido épocas de mayor tolerancia en las que se podía por ejemplo
visitar el templo mientras l@s creyentes asistían a misa de domingo
celebrada en un espacio acotado. Era compatible que unos paseásemos
disfrutando el encabalgamiento de la doble arquería mientras otros,
ejerciendo su libertad, rezaban. Y nunca pasó nada.
Durante los años 70 del siglo pasado
hasta principios de los 80, los entonces estudiantes de la facultad de
Filosofía y Letras usábamos el Patio de los Naranjos como prolongación
natural de las clases. Unas veces comentando textos y lecciones recién
asimiladas, otras -anticipábamos sin saberlo la canción de Sabina- en
los arriates, sentados a corro, compartiendo risas, litronas y porros. Y
nunca hubo un problema.
También se utilizó como espacio
reivindicativo. La sala de oraciones albergó en marzo de 1981 a miles de
huelguistas encerrados como respuesta al cierre decretado por la
patronal de la construcción. Y nadie protestó.
Pero llegó la hora de los mercaderes y
los espacios hasta entonces libres de prejuicios se llenaron de guardias
de seguridad entre miles de turistas que mostraban un billete comprado a
precios astronómicos. Eso sí, cuando había que restaurar algo se
llamaba a “papá Estado” o a “mamá Junta de Andalucía”. La consigna es un
clásico del capitalismo patrio: socializar gastos y privatizar los ingentes ingresos generados por los visitantes.
El neoliberalismo socio-económico del
obispo de turno venía acompañado por una posición religiosa anclada en
tesis pretridentinas, que Trento ya era demasiado ceder. Parecía que
cuanto más cercano estuviese el observador (“episcopos” en griego) del
rebaño a los postulados de las sectas más carcas de la iglesia católica,
más papeletas tenía para ser nombrado.
La falta de cintura, la incontinencia,
el deseo de aplicar a rajatabla el pensamiento único, se ha acrecentado
en los últimos decenios. Verás, en una ciudad donde nadie se ha referido
nunca al monumento con otra palabra que no sea “mezquita” (se hizo la
concesión de ponerle el guión con catedral, simbolizando la tolerancia
tras su declaración en 1984 –ampliada 10 años más tarde a todo el casco
histórico- de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco) se ha intentado
borrar de golpe todo rastro de la denominación, ordenando la jerarquía
el empleo exclusivo del término “catedral”. Si visitas nuestra ciudad y
te dan un euro cada vez que tropieces con una referencia, letrero o
propaganda que ponga “mezquita”, tendrás viaje gratis, dormirás en
hoteles de lujo y comerás en los mejores restaurantes. Pasarás por el
contrario mucha rasca si tienes que subsistir de los donativos cada vez
que un cordobés o una cordobesa la llamen “catedral”.
Pero ese dato de asimilación popular sin
traumas le importa un bledo a quien está acostumbrado a contar los
hechos a su medida, borrando todo lo que no se ciña al guión
preconcebido (como en el medievo utilizan sin rubor la fórmula “graecum
est, non legitur- es griego, no se lee-” cuando no les interesa el
resultado). Basta con leer sus versiones de la Historia común.
Como prueba de carga la última trastada. Si sigues la actividad de la Plataforma Ciudadana en defensa de la titularidad pública de la Mezquita -que
dicho sea de paso está haciendo una excelente labor- conocerás la
trayectoria histórica del demencial proceso que condujo a la
inmatriculación de la Mezquita en 2006 por el módico precio de 30 euros y
su conversión, junto a miles de inmuebles y terrenos en todo el país,
en propiedad privada de la jerarquía eclesiástica. Aunque se amparaban
en una ley recuperada por Aznar y consentida por Zapatero, ésta bebía
del nacional-catolicismo, de los gloriosos tiempos del “a Dios rogando y con el mazo dando” del Franquismo.
El afán de acaparar riquezas al amparo
de la ley de Inmatriculación conecta con la trayectoria histórica del
conservadurismo hispano. Siempre ha auspiciado una apuesta política
ramplona, zafia, vociferante e iletrada que acostumbra a imponer sus
tesis recurriendo a las gónadas, mezclando sin pudor altar y trono.
Desde el “lejos de nosotros la funesta manía de pensar” al “muera la intelectualidad traidora” pasando por “el Imperio hacia Dios” y “Santiago y cierra España”. Para terminar subrayando el dicho favorito de la extrema derecha europea “Cuando escucho la palabra cultura amartillo la pistola”.
Eso sí apoyándose en espadones, leyes a
medida y constituciones decimonónicas que posibiliten plasmar la Santa
Voluntad. Así no puede extrañarnos que vean lógicos textos como el de la
Constitución de 1812 (“La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera”) o siguientes y sientan como ataque personal una formulación tan aséptica como la de 1931 (“El estado no tiene religión oficial”).
O que tengan por natural que el estado
proteja la sacra alianza con concordatos como los de 1851 o 1953 y con
acuerdos pactados antes de la constitución de 1978 pero que se firman en
enero de 1979 para darles pátina de legitimidad democrática.
Ven normal que se utilice el aparato
estatal para recogerles el diezmo (declaración de Hacienda) y que si
éste no alcanza a cubrir el objetivo porque sus fieles no aportan lo
suficiente -una cosa es ser creyente de golpe en el pecho y otra
rascarse el bolsillo- la diferencia la supla el Estado.
Consideran un derecho que se les
entregue el control de la Educación a través de los conciertos para que
se dediquen al adoctrinamiento y en cambio tildan de furibundo anticlericalismo
que se les recuerde los inmensos privilegios que disfrutan o palpan
hostilidad, no ejercicio de libertad, en la acción de algunos alcaldes
recién elegidos que decidieron representar a toda la Ciudadanía y no a
una parte y se abstuvieron de participar como Institución –no impidiendo
a nadie hacerlo como individuo- en actos religiosos.
Quienes defendemos una sociedad laica
estamos acostumbrados a soportar campañas en las redes con todo tipo de
insultos ( no, ni la policía actúa de oficio ni nos recibe el ministro
del Interior en su despacho para mostrarnos su apoyo y preocupación),
acompañados de argumentos de media neurona tipo “quieren quitarnos la Mezquita para dársela a los moros”.
Sólo podemos sonreír cuando los intolerantes denuncian ser perseguidos
porque se cuestione su voracidad a la hora de acaparar inmuebles o su
desmesura a la hora de ocupar espacios públicos para sus manifestaciones
religiosas. Curiosa persecución la que les permitió celebrar el año
pasado en la ciudad más de 300 actos al aire libre, algunos de ellos
como la Magna Mariana forzando los derechos colectivos al restringir
libertades como la de acceso al domicilio o movimientos. Eso sí, en un
espacio público privatizado de facto y con la vista puesta en obtener
réditos económicos.
No es baladí por tanto el empleo del
lenguaje ni la apuesta que han hecho por la exclusividad del término
“catedral”. Buscan hegemonizar mientras intentan volver al control
absoluto de mentalidades que “disfrutaron” durante siglos. No olvides
nunca hacia donde conducen estas situaciones si logran imponerse. En la
década de los 70 la presencia del fanatismo religioso como motor
político en el mundo islámico era residual. Mira ahora.
Para justificar las memeces circula un
cuento de vieja. En él se dice que gracias a la visión y sensibilidad de
la jerarquía se pudo conservar hasta hoy la Mezquita pues de otra
manera la hubiesen derribado. Repasemos la historia. Fue el Consejo de
la Ciudad de Córdoba en el siglo XVI el que defendió la conservación de
la Mezquita echando un duro pulso al Cabildo catedralicio que obligó a
intervenir al mismísimo Carlos V. En 1523 en Consejo de la Ciudad al
tener noticias de que el Obispo pretendía demoler parte de la Mezquita
decreta su paralización con esta orden.
“Por tanto mandamos que ningún
albañil, ni carpintero, ni peón ni otra persona alguna no se han osado
de tocar el la dicha obra, ni desfacer, ni labrar cosa alguna della
fasta que Su Majestad sea mandado lo que más sea su servicio, sopena de
muerte e de perdimiento de todos sus bienes para la Cámara e Fisco de Su
Majestad. Esto porque la obra que se desface es de calidad que no se
podrá volver a fazer en la bondad e perfección questá fecha.”
Y cuentan que Carlos V al ver el resultado del trabajo dijo al obispo fray Juan de Toledo “hacéis lo que hay en otras muchas partes y habéis deshecho lo que era único en el Mundo”.
Lo dicho, las creencias religiosas son
muy respetables pero no más que las ideas de quienes no las tienen. Por
eso hazte un favor. No te dejes engañar. Si paseas por Córdoba di
siempre “Mezquita”.
Juan Rivera. Miembro del Colectivo Prometeo y del FCSM
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