Esther Vivas | Público
Nos quieren pobres, mal alimentados y enfermos. Y el Tratado
Transatlántico de Comercio e Inversiones entre Estados Unidos y la Unión
Europea, el TTIP por sus siglas en inglés, es uno de los mejores
instrumentos para conseguir que los deseos de unos pocos se conviertan
en realidad. Aún se está negociando, eso sí entre bambalinas, pero de
aprobarse significará uno de los mayores retrocesos en los estándares de
seguridad alimentaria en Europa.
Del mismo modo que Fausto vendió su alma al diablo, la Comisión
Europea vende con este nuevo acuerdo los derechos de los ciudadanos
europeos a las grandes empresas estadounidenses y lo mismo hace el
gobierno de Estados Unidos con los de sus conciudadanos. El TTIP no es
un tratado de libre comercio al uso, no consiste ya en eliminar
aranceles, imposible casi liberalizar aún más ambas economías. Ahora, se
trata de acabar con normativas y legislaciones que garantizan derechos
ciudadanos pero que limitan las opciones de negocio de las grandes
empresas, ya sea en materia financiera, sanitaria, educativa, cultural,
agrícola, laboral o alimentaria.
Más negocio
Para conseguir tal objetivo todo vale: negociaciones secretas, poner
fin a las soberanías nacionales, reducir los derechos de la ciudadanía.
Su meta: convertir cada ámbito de nuestra vida cotidiana en objeto de
lucro. Nos dicen que “armonizarán” las legislaciones de ambos mercados,
que así tendremos mayor oferta y servicios más baratos, pero es mentira.
En realidad, su política consiste en igualar a la baja las
legislaciones de un lado y otro del Atlántico para aumentar el negocio
de las multinacionales.
Y, ¿qué pasará con la comida? Más transgénicos, carne con hormonas,
pollo con lejía y antibióticos en el plato, gracias a la disminución de
los controles y los niveles de seguridad alimentaria. De este modo, las
empresas del agronegocio saldrán ganando, nuestra salud y alimentación
perdiendo.
En la Unión Europea y en Estados Unidos el enfoque sobre los
estándares alimentarios es diametralmente opuesto. Mientras que en
Europa prevalece el principio de precaución y es la empresa quien tiene
que demostrar a partir de estudios científicos, no siempre
independientes y a veces de dudosa credibilidad, que el producto a
comercializar no es dañino para la salud, en Estados Unidos es justo lo
contrario y es el gobierno quien debe probar el impacto negativo de un
plaguicida o un producto o aditivo alimentario en caso de querer
vetarlo. El TTIP quiere situar la responsabilidad, igual que en Estados
Unidos, en el gobierno y en la sociedad, abriendo de par en par las
puertas al mercado a costa del bienestar colectivo.
Obligados a conrear transgénicos
Así multinacionales como Monsanto buscan que la Unión se convierta en
un nuevo “paraíso de los transgénicos”, siguiendo la estela
norteamericana, con los enormes beneficios económicos que esto conlleva.
Si ahora en Europa, gracias a la presión ciudadana, tan solo se permite
el cultivo de un transgénico: el maíz Mon 810 de Monsanto (el 80% del
cual se produce en Aragón y Catalunya y se prohíbe en la mayor parte de
los países europeos), con el TTIP, y emulando a Estados Unidos, donde se
permite producir hasta 150 variedades de transgénicos, desde de maíz,
soja, algodón…, se busca la generalización de dichos cultivos.
De aprobarse el TTIP, países que ahora se oponen a conrearlos, como
Francia, Alemania, Austria, Grecia, Irlanda, Polonia, Italia, debido a
sus efectos negativos en el medioambiente al ser imposible su
coexistencia con los cultivos convencionales y ecológicos, ya que
contaminan a estos últimos, se verían incluso obligados a aceptarlos. De
no hacerlo, podrían ser denunciados por las mismas empresas por atentar
contra sus intereses económicos. Increíble pero cierto.
El uso de hormonas para aumentar la producción lechera y de carne,
ahora prohibido en la Unión, se generalizaría. Como indica el informe de
VSF Justicia Alimentaria Global ‘TTIPex. Borrando derechos‘,
en Estados Unidos el uso de hormonas en la ganadería es habitual. Se
calcula que el 80% del ganado vacuno y porcino destinado al consumo de
carne es tratado con hormonas de crecimiento, como la ractopamina, y el
20% de las vacas lecheras, con somatotropina bovina, para tener una
mayor productividad, y el consiguiente beneficio económico.
Pero, ¿cuáles son las consecuencias para nuestra salud? En la Unión
Europea, la utilización de dichas hormonas y la importación de animales
tratados con las mismas está prohibida, al igual que en otros 156
países, al considerarse que no hay datos suficientes que permitan
descartar riesgos para la salud humana. Algunos estudios, las vinculan a
un incremento del riesgo de padecer cáncer de mama o de próstata y al
crecimiento de las células cancerosas. Asimismo, los impactos en la
calidad de vida de los animales son dramáticos.
Más antibióticos para animales sanos que para personas enfermas
El uso de antibióticos suministrados a animales iría en aumento. De
hecho, la Organización Mundial de la Salud ya constata esta dinámica a
escala global al señalar que actualmente en el mundo se suministran más
antibióticos a animales sanos que a personas enfermas. ¿Por qué? Estos
fármacos se aplican tanto con fines terapéuticos como preventivos (las
malas condiciones en las que se encuentran hacinados dichos animales
facilita que enfermen) y como promotores de su crecimiento (comiendo
menos crecen más).
En Estados Unidos, se trata de una práctica habitual y se usan de
forma rutinaria. Según la Agencia de Alimentos y Medicamentos
estadounidense, FDA por sus siglas en inglés, el 80% de los antibióticos
suministrados en el país se destinan a la ganadería y solo el 20% a
personas. En cambio en Europa, el uso de antibióticos como promotores de
crecimiento y la comercialización de leche, huevo, quesos o carne
procedente de animales tratados con los mismos está prohibida desde el
año 2006. Levantar dicho veto implicaría un negocio masivo para la
industria ganadera.
El pollo desinfectado con lejía (cloro), si se aprobase el TTIP,
sería un habitual en nuestra mesa. En Estados Unidos, “lavar” o
“pulverizar” el pollo con lejía al final del proceso de producción es de
lo más normal. De este modo, no solo se desinfecta, matando moscas a
cañonazos, sino que se “maquilla” cualquier tipo de contaminación que se
pueda haber producido en el transcurso de la cadena. Lo que permite
rebajar los controles sanitarios en todo el proceso, ahorrando costes.
Europa en 1997 prohibió la entrada de carne de aves de corral
estadounidense debido precisamente a estos tratamientos, y a los
residuos de cloro u otras sustancias químicas empleadas para su
desinfección que podían permanecer en la carne que después llegaban al
consumidor. De aplicarse el TTIP y levantar la prohibición, las
ganancias para las empresas avícolas de Estados Unidos serían
millonarias.
La lista de impactos negativos en la salud y en el plato podrían
continuar: mayor flexibilidad en el uso de pesticidas e insecticidas en
el campo, más alimentos irradiados, poca comida local, menos información
en el etiquetaje de los alimentos. La seguridad alimentaria saldría
perdiendo, por no decir la soberanía alimentaria desaparecida en
combate.
Solo un apunte final: con el TTIP no solo gana la industria
agroalimentaria (empresas de semillas, de plaguicidas, ganaderas, etc.)
sino la industria farmacéutica, que no solo enferma a los animales sino
también a nuestros cuerpos. No lo olvidemos.
*Artículo en Publico.es, 02/11/2015.
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