http://www.eldiario.es/zonacritica/Tetas-sangre-patohistoria_6_535856411.html
Una chica de 19 años fue presuntamente violada por cinco
 tíos durante los sanfermines de Pamplona. La metieron en un portal, 
abusaron todos de ella y grabaron con un móvil la violencia de los 
agresores y la indefensión de la víctima. Imagino la escena. La 
oscuridad de ese portal, la brutalidad física de esos machos, acompañada
 de comentarios soeces y de carcajadas (¿qué gracia tendría si no?), sus
 alientos etílicos. El desconcierto primero de ella, el pánico después, 
la humillación, acaso una rendición de supervivencia.
Los cinco presuntos violadores, uno de los cuales es guardia civil, 
descargaron su basura semental y se largaron a seguir esparciendo por el
 mundo su basura mental. No en vano los encontraron después en la plaza 
de toros, menos a uno, que había sido capaz de conciliar el sueño en un 
coche. Quiero imaginar el estado de ánimo de ellos, su comportamiento, 
sus conversaciones después de lo que hicieron, y en mi reconstrucción 
los descubro de nuevo sucios y borrachos y oigo sus risotadas o sus 
ronquidos y veo sus movimientos de banda de terror falócrata, acaso 
olfateando a otras posibles víctimas. Apestan.
Los supuestos violadores no se escondieron. No huyeron 
del escenario de su crimen. No dejaron atrás Pamplona, no pisaron el 
acelerador, urgidos por la culpa. No: se fueron a la plaza de toros. A 
seguir con la violencia. A ver cómo se despanzurra un animal que corre 
despavorido, a ver cómo babea, a ver cómo busca, taquicárdico, a sus 
hermanos rezagados por el miedo, a ver cómo entra a trompicones en esa 
plaza abarrotada de gente que no lo mira, que no ve sus ojos 
desorbitados tratando de encontrar una salida a su pesadilla. Los 
presuntos violadores se fueron a la plaza de toros a seguir disfrutando 
de la violencia, a seguir divirtiéndose con el sufrimiento de las 
víctimas. Acaso su más íntimo afán fuera asistir a una cogida.
Los sanfermines han sido internacionalmente conocidos por esa violencia
 taurina, que sus defensores lograron mistificar a través de la figura 
del escritor Ernest Hemingway, quien dio pasaporte a una sangre y un 
machismo que le eran consustanciales: “Cazo y pesco porque me gusta 
matar, porque si no matara animales me suicidaría”, declaró el 
estadounidense. Terminó suicidándose. Antes de descargar su violencia 
contra sí mismo había asesinado a muchos animales en África y se jactaba
 de haber matado a 122 prisioneros alemanes durante la Segunda Mundial: 
"Sin duda ninguna cacería es comparable con la cacería del hombre, y 
quien ha cazado hombres armados durante mucho tiempo y con placer, 
después ya no siente interés en otra caza". De no haber recibido el 
premio Nobel en 1954, Hemingway no habría pasado de ser un escritor como
 tantos y un tipo degenerado que solo merecería desprecio. Sin embargo, 
es su abyecta y alcoholizada patobiografía (biografía patológica,  según Joyce Carol Oates) sobre la que se ha construido el mito de las fiestas taurinas de Pamplona.
En justa correspondencia, los sanfermines han terminado siendo 
conocidos en todo el mundo no solo por su violencia contra los animales 
sino por la violencia contra las mujeres (este año, también un hombre ha
 denunciado una agresión sexual: le hicieron una felación mientras 
dormía en una tienda de campaña). Son violencias parejas, ambas 
machistas, patohistóricas (historia patológica), solo que la que se 
ejerce contra las mujeres ha generado ya una alarma y despertado una 
repulsa que a los animales aún no se les permite merecer. Hordas de 
machos empapados en alcohol, embrutecidos por la masa de ese cuerpo de 
cuerpos desde el que brama su masculinidad, cuyo placer consiste en el 
acoso a unos animales que no quieren estar allí y no lo han elegido, y 
en el acoso a unas mujeres que, incomprensiblemente, insisten en 
acompañarlos a su orgía de testosterona.
Dos imágenes
 ocupan los medios cada San Fermín: una, la de la sangre de los 
empitonados durante el encierro y la de los animales torturados en la 
plaza; otra, la de mujeres alzadas sobre esa masa de machos que les 
magrean las tetas. Cada una es muy libre de hacer con sus tetas lo que 
quiera, dirán (incluso lo dirán muchas de ellas). Cierto. Tan cierto 
como que son ellas, y no ellos, las que son rodeadas por decenas de 
tíos, las que son sobadas, manoseadas, las que son zarandeadas y 
manteadas. Es a ellas a las que ellos desnudan arrancándoles la ropa, 
dejándosela hecha jirones. Son ellas las violadas por ellos después. Las
 tetas en Pamplona no son el símbolo del empoderamiento de las mujeres 
sobre sus cuerpos sino, muy al contrario, la divisa de su sometimiento, 
la encarnación del sexismo, violento por definición. Como, por 
definición, es violento cualquier festejo taurino. Violencia de machos.
Cada julio, en Pamplona, sufre y muere un buen número de animales. Cada
 julio, en Pamplona, un buen número de mujeres sufre agresiones 
sexuales. Cada julio, en Pamplona, hay heridos o muertos en los 
encierros (aunque estos últimos no son propiamente víctimas, acaso solo 
de la patohistoria). Todo ello legitimado por una tradición a la que se 
le llena la boca con la leyenda de un escritor asesino de animales 
(humanos y no humanos), machista y alcohólico. Todo cuadra. Si nuestra 
sociedad quiere suicidarse, hace bien en seguir el reguero de sangre de 
las botas de Hemingway. Si nuestra sociedad quiere evolucionar para ser 
mejor, debe reconocer, con Oates, que los sanfermines son un brote 
visible de su patohistoria. Y que, para ponerle remedio, deben 
desaparecer.
  
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