HENRIQUE MARIÑO @solucionsalina Publicado: 30.05.2016
Heydy tiene veintidós años, ojos
manga y una deuda de 2.800 euros. En Nicaragua era una universitaria
aplicada; en Madrid limpia casas, cuida de ancianos, le envía remesas a
su familia y se calla muchas cosas. Entre ellas, lo del anuncio:
buscaban a una “chica joven, atenta, responsable y cariñosa” para cuidar
a un bebé. Cuando llegó a la vivienda, el padre del niño le impuso otra
condición para obtener el empleo: “Me miró de arriba abajo y me dijo
que también debía acostarme con él, porque necesitaba desahogarse”,
recuerda.
“Yo me puse hecha una fiera, le respondí que no era una prostituta y le cerré la puerta en la cara. Se supone que tenía que ser cariñosa con el niño, no con el jefe”. Ya ha pasado un tiempo, pero Heydy revive la situación cada vez que una compañera le relata una experiencia similar. Jubelki, también nicaragüense, acudió a una entrevista para atender a una anciana y se encontró a solas con un señor. “Me extrañó que ella no saliese de su cuarto, porque lo normal sería que quisiera saber cómo era su cuidadora”, pensó. Mientras le hacía preguntas, sentados en un sofá, él se fue acercando hasta que le puso una mano sobre la pierna.
- Si quieres la media paga, tendrás que aceptar lo que yo te proponga.
- No, señor, yo vine a trabajar decentemente.
- Tú de aquí no sales si no te acuestas conmigo.
- Voy a gritar.
- Grita todo lo alto que quieras, porque la abuela está dormida y no te va a escuchar.
Jubelki logró zafarse del agresor cuando le advirtió de que en la calle le esperaban su prima y su marido, quienes llamarían a la policía si tardaba en bajar. No era cierto, pero fue la treta que le permitió escapar de allí, relata a las puertas de su domicilio, situado en un barrio obrero de Madrid. Ni ella ni Heydy presentaron una denuncia. Sus casos no figuran en ningún registro ni estadística. No tienen papeles. Trabajan en negro. Son invisibles.
“Algunas empleadas domésticas sufren una situación de vulnerabilidad absoluta. Llegaron aquí con un sueño, unas necesidades y un proyecto, pero se encontraron con unas jornadas laborales sin descanso y con un miembro de la familia que las acosa”, explica Yolanda Trigueros, psicóloga experta en violencia sexual de la Fundación Aspacia. “Más que de abuso, podríamos hablar de secuestro o encarcelamiento”.
“Yo me puse hecha una fiera, le respondí que no era una prostituta y le cerré la puerta en la cara. Se supone que tenía que ser cariñosa con el niño, no con el jefe”. Ya ha pasado un tiempo, pero Heydy revive la situación cada vez que una compañera le relata una experiencia similar. Jubelki, también nicaragüense, acudió a una entrevista para atender a una anciana y se encontró a solas con un señor. “Me extrañó que ella no saliese de su cuarto, porque lo normal sería que quisiera saber cómo era su cuidadora”, pensó. Mientras le hacía preguntas, sentados en un sofá, él se fue acercando hasta que le puso una mano sobre la pierna.
- Si quieres la media paga, tendrás que aceptar lo que yo te proponga.
- No, señor, yo vine a trabajar decentemente.
- Tú de aquí no sales si no te acuestas conmigo.
- Voy a gritar.
- Grita todo lo alto que quieras, porque la abuela está dormida y no te va a escuchar.
Jubelki logró zafarse del agresor cuando le advirtió de que en la calle le esperaban su prima y su marido, quienes llamarían a la policía si tardaba en bajar. No era cierto, pero fue la treta que le permitió escapar de allí, relata a las puertas de su domicilio, situado en un barrio obrero de Madrid. Ni ella ni Heydy presentaron una denuncia. Sus casos no figuran en ningún registro ni estadística. No tienen papeles. Trabajan en negro. Son invisibles.
“Algunas empleadas domésticas sufren una situación de vulnerabilidad absoluta. Llegaron aquí con un sueño, unas necesidades y un proyecto, pero se encontraron con unas jornadas laborales sin descanso y con un miembro de la familia que las acosa”, explica Yolanda Trigueros, psicóloga experta en violencia sexual de la Fundación Aspacia. “Más que de abuso, podríamos hablar de secuestro o encarcelamiento”.
Heydy recaló en Madrid acompañada de una prima y una
tía. Trabaja como interna en una ciudad al norte de la capital y sólo
las ve el sábado por la tarde y el domingo, cuando libra. Comparten piso
en Usera, en el extremo opuesto del mapa. Aunque se siente arropada por
ellas, no hay día que no se acuerde de los suyos. “Los primeros meses
fueron horribles. Cada noche, escuchaba a mi madre en sueños”, rememora
con los ojos empañados. Al menos, tiene el sostén anímico de dos
familiares. Otras compañeras se ven abocadas a una reclusión férrea,
ajenas al mundo exterior.
“Cuando hay abusos, se sienten desprotegidas y atrapadas, porque muchas internas están aisladas, no conocen sus derechos y carecen de una red que les enseñe y les ayude a integrarse en la sociedad”, explica la psicóloga de la Fundación Aspacia. “Eso les lleva a no denunciar a sus agresores, porque tienen miedo y vergüenza”, añade Rafaela Pimentel, portavoz de Territorio Doméstico, que precisamente teje redes entre las trabajadoras para defender sus derechos y denunciar los abusos.
La asociación es un asidero para muchas inmigrantes que se sentían impotentes y que, con el tiempo, se han ido empoderando. “Aún así, sigue habiendo compañeras que necesitan el dinero y no se atreven a dar el paso, por lo que siguen viviendo con temor. Te compran el trabajo y te compran la vida”, se queja Pimentel, que describe su infierno. “Cuando tú cierras la puerta de tu casa, te sientes en un lugar seguro. Ellas, en cambio, entran en el horror”, afirma la portavoz de Territorio Doméstico. “Asistimos a una compañera durante dos años, pero no hubo manera de que denunciase. Aterrorizada, por las noches trancaba la puerta con una silla para evitar que entrase el acosador, que no cesaba de aporrearla”.
Al contrario que Heydy y Jubelki, Alba Luz no quiere dar la cara. Tampoco accede a ponerse al teléfono. Su compañera de piso, Azucena, ha intentado convencerla de que dé su testimonio, pero recela de la prensa: es hondureña, carece del permiso de residencia y no quiere meterse en líos. “Puso un anuncio para encontrar trabajo y la llamó un hombre que le ofreció 900 euros”, explica su amiga. “Después de detallarle cuáles serían sus tareas, él le dijo que ese dinero le daba derecho a acostarse con ella”. Alba Luz protestó y la respuesta no se hizo esperar: “¿Crees que iba a pagarte tanto sólo por limpiar la casa?”.
La jurista María Naredo critica que se hable de “miedo infundado” a que estas mujeres sean expulsadas de España si se atreven a denunciar. El control migratorio, según ella, se impone al respeto de los derechos de las víctimas. Por ejemplo, la Ley de Extranjería permite abrir un expediente sancionador a quien denuncie en comisaría un caso de violencia sexual. La víctima incluso puede ser detenida, con el fin de echarla del país, en el caso de que haya una orden en vigor.
“Cuando hay abusos, se sienten desprotegidas y atrapadas, porque muchas internas están aisladas, no conocen sus derechos y carecen de una red que les enseñe y les ayude a integrarse en la sociedad”, explica la psicóloga de la Fundación Aspacia. “Eso les lleva a no denunciar a sus agresores, porque tienen miedo y vergüenza”, añade Rafaela Pimentel, portavoz de Territorio Doméstico, que precisamente teje redes entre las trabajadoras para defender sus derechos y denunciar los abusos.
La asociación es un asidero para muchas inmigrantes que se sentían impotentes y que, con el tiempo, se han ido empoderando. “Aún así, sigue habiendo compañeras que necesitan el dinero y no se atreven a dar el paso, por lo que siguen viviendo con temor. Te compran el trabajo y te compran la vida”, se queja Pimentel, que describe su infierno. “Cuando tú cierras la puerta de tu casa, te sientes en un lugar seguro. Ellas, en cambio, entran en el horror”, afirma la portavoz de Territorio Doméstico. “Asistimos a una compañera durante dos años, pero no hubo manera de que denunciase. Aterrorizada, por las noches trancaba la puerta con una silla para evitar que entrase el acosador, que no cesaba de aporrearla”.
Al contrario que Heydy y Jubelki, Alba Luz no quiere dar la cara. Tampoco accede a ponerse al teléfono. Su compañera de piso, Azucena, ha intentado convencerla de que dé su testimonio, pero recela de la prensa: es hondureña, carece del permiso de residencia y no quiere meterse en líos. “Puso un anuncio para encontrar trabajo y la llamó un hombre que le ofreció 900 euros”, explica su amiga. “Después de detallarle cuáles serían sus tareas, él le dijo que ese dinero le daba derecho a acostarse con ella”. Alba Luz protestó y la respuesta no se hizo esperar: “¿Crees que iba a pagarte tanto sólo por limpiar la casa?”.
La jurista María Naredo critica que se hable de “miedo infundado” a que estas mujeres sean expulsadas de España si se atreven a denunciar. El control migratorio, según ella, se impone al respeto de los derechos de las víctimas. Por ejemplo, la Ley de Extranjería permite abrir un expediente sancionador a quien denuncie en comisaría un caso de violencia sexual. La víctima incluso puede ser detenida, con el fin de echarla del país, en el caso de que haya una orden en vigor.
“No se suele aplicar, pero las mujeres no pueden
depender del buenismo del policía de turno”, explica Naredo,
investigadora principal del informe Violadas y Expulsadas, cuyas
conclusiones son contundentes: no hay una política pública estatal para
hacer frente a estas agresiones; su situación administrativa irregular
fuerza a muchas mujeres a no frenar los abusos; la desprotección
favorece que los agresores las elijan como víctimas para cometer el
delito con impunidad; y la discriminación llega al punto de que, si un
condenado se declarase insolvente, el Estado le negaría a la afectada
una indemnización por los daños sufridos.
Luego están los factores culturales, o lo que Yolanda Trigueros llama “mitos”. Es la convicción, por parte de agentes, autoridades y profesionales del sector jurídico, de que la denuncia es una estrategia para evitar la deportación, por lo que su condición de “irregular” enturbiaría la veracidad del testimonio. “No creen a la mujer porque piensan: algo habrá hecho, está mintiendo, lo hace para conseguir los papeles... Y eso le genera un mayor sentimiento de indefensión”, asegura la psicóloga de la Fundación Aspacia.
Luego están los factores culturales, o lo que Yolanda Trigueros llama “mitos”. Es la convicción, por parte de agentes, autoridades y profesionales del sector jurídico, de que la denuncia es una estrategia para evitar la deportación, por lo que su condición de “irregular” enturbiaría la veracidad del testimonio. “No creen a la mujer porque piensan: algo habrá hecho, está mintiendo, lo hace para conseguir los papeles... Y eso le genera un mayor sentimiento de indefensión”, asegura la psicóloga de la Fundación Aspacia.
Con el objetivo de evitar estas situaciones, el informe Violadas y Expulsadas
recomienda reformar la Ley de Extranjería, de modo que se garantice la
protección de las empleadas domésticas sin papeles, como ya ocurre con
las víctimas de trata y de violencia de género en el ámbito de la
pareja. “Ahora mismo, una mujer violada por un desconocido estaría en un
limbo legal”, asegura la autora de la investigación, que también exige
la aprobación de un plan de acción estatal contra la violencia sexual,
la posibilidad de que las víctimas reciban ayudas y el acceso libre a la
sanidad pública, lo que implica la exploración y recogida de muestras
sin denuncia previa.
Lo más grave del abuso sexual, concluye Trigueros, es que se acuse a la víctima mientras se excusa al agresor. “El mito, en este caso, consiste en pensar pobre hombre, que lo ha pasado mal o en considerarlo una víctima de su impulso sexual. Algo falso, porque un agresor agrede siempre que puede”, advierte. “Lo importante no es tanto el factor sexual como el hecho de dominar a otra persona”. Algo que siempre sucede puertas adentro, por lo que resulta complicado saber cuántas mujeres están sometidas a este calvario.
“Yo no los trataría como casos aislados”, matiza Rafaela Pimentel, que lleva trabajando para una familia de Pozuelo desde hace dos décadas, cuando llegó a España procedente de la República Dominicana. “Hay muchísimas cosas que nosotras no sabemos, porque la limpieza doméstica es un sector que está dentro del ámbito privado, lo que permite a los empleadores hacer barbaridades con total impunidad”.
Heydy conoce a otras compañeras que han sufrido acoso. Algunas lo siguen soportando a diario, según ella, porque no pueden renunciar al salario. “No soy la primera ni seré la última”, afirma mientras se enjuaga los ojos. “Es ofensivo y denigrante, porque te hacen sentir como si fueras un trapo”, añade con entereza. Luego, apura el refresco, deja atrás la terraza donde ha ido desgranando su enclaustrada vida en Madrid y pronostica su futuro.
- No quiero estar siempre encerrada en una casa ajena. Cuando tenga los papeles, trabajaré en una tienda a media jornada y retomaré mis estudios.
- ¿Y por qué no aprovechas para hacerlo ahora?
- Si yo estudiase aquí, no podría mandarle dinero a mi familia.
En Matagalpa esperan sus euros como agua de mayo. Papá tuvo que hipotecar la camioneta, el prestamista sigue lucrándose con los intereses del pasaje y una hermana puede estudiar una carrera universitaria gracias a ella. Las heroínas no siempre llevan capa.
Lo más grave del abuso sexual, concluye Trigueros, es que se acuse a la víctima mientras se excusa al agresor. “El mito, en este caso, consiste en pensar pobre hombre, que lo ha pasado mal o en considerarlo una víctima de su impulso sexual. Algo falso, porque un agresor agrede siempre que puede”, advierte. “Lo importante no es tanto el factor sexual como el hecho de dominar a otra persona”. Algo que siempre sucede puertas adentro, por lo que resulta complicado saber cuántas mujeres están sometidas a este calvario.
“Yo no los trataría como casos aislados”, matiza Rafaela Pimentel, que lleva trabajando para una familia de Pozuelo desde hace dos décadas, cuando llegó a España procedente de la República Dominicana. “Hay muchísimas cosas que nosotras no sabemos, porque la limpieza doméstica es un sector que está dentro del ámbito privado, lo que permite a los empleadores hacer barbaridades con total impunidad”.
Heydy conoce a otras compañeras que han sufrido acoso. Algunas lo siguen soportando a diario, según ella, porque no pueden renunciar al salario. “No soy la primera ni seré la última”, afirma mientras se enjuaga los ojos. “Es ofensivo y denigrante, porque te hacen sentir como si fueras un trapo”, añade con entereza. Luego, apura el refresco, deja atrás la terraza donde ha ido desgranando su enclaustrada vida en Madrid y pronostica su futuro.
- No quiero estar siempre encerrada en una casa ajena. Cuando tenga los papeles, trabajaré en una tienda a media jornada y retomaré mis estudios.
- ¿Y por qué no aprovechas para hacerlo ahora?
- Si yo estudiase aquí, no podría mandarle dinero a mi familia.
En Matagalpa esperan sus euros como agua de mayo. Papá tuvo que hipotecar la camioneta, el prestamista sigue lucrándose con los intereses del pasaje y una hermana puede estudiar una carrera universitaria gracias a ella. Las heroínas no siempre llevan capa.
más información: Rafaela Pimentel, la empleada del hogar que empodera a las migrantes
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