Podría pensarse que las peores prácticas de la especulación han
corrompido a las más altas instituciones, pero en realidad es un regreso
a las esencias. España siempre ha sido una amante espléndida para los
ricos, una madre despiadada para quienes trabajan con las manos. Entre
ambos extremos, siempre han triunfado los comisionistas, los
intermediarios cuya tercería es imprescindible para que unos sigan
siendo ricos y los otros pobres. Antes los nombraba el rey, para
garantizar que el oro de América fuera derecho a Flandes o a Alemania, a
pagar sus deudas personales. Ahora ocupan un puesto en los consejos de
administración de las multinacionales, la jubilación dorada de
exministros y expresidentes que defienden sus pensiones millonarias con
el activo de su pasado prestigio, porque para eso les pagan, para que
sirvan a los intereses de sus corporaciones mientras hablan de lo que le
conviene a España. O ni siquiera. El presidente de Extremadura fue
investido con el apoyo de Podemos, pero saca adelante los presupuestos
con el apoyo del PP, y trabaja por su comisión igual que un vendedor de
pisos. Es un buen ejemplo, porque sus intereses son públicos,
transparentes, pero ni mucho menos el único, y ni siquiera el más grave.
Mucho más inquietantes resultan los casos que nadie alcanza a
explicarse, como el frustrado nombramiento de Soria para el Banco
Mundial. Pero lo peor es que nos hemos acostumbrado a las puertas
giratorias de toda condición, que nos parecen ya tan naturales que ni
siquiera reparamos en la servidumbre que imponen a sus comisionistas. Y
les dejamos hablar de lo que nos conviene, de lo que le conviene a
España, como si el bien común fuera una parte de su porcentaje. La
verdad es que parecemos tontos.
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