domingo, 26 de febrero de 2017

Brasil. Guaraní, el pueblo que muere sin sus tierras

Los indígenas guaraníes llevan años encarando el desplazamiento forzado, la marginación y los ataques de terratenientes.   Dourados (Brasil)



Ocurrió una noche de Navidad cuando un líder del pueblo guaraní-kaiowá quiso regresar a las tierras de las que habían sido expulsados hacía unos días. Quería recoger algo de su huerto para dar de comer a su familia y así se lo explicó al pistolero que custodiaba la entrada de la hacienda y que no dudó en matarlo a tiros en el momento que atravesó la linde. Al líder indígena lo acompañaba su hijo, que no pudo volver a dormir aterrorizado por el recuerdo. Aguantó 15 días antes de colgarse de un árbol. Solo tenía 12 años.
La historia la cuenta el portavoz guaraní Tonico Benítez después de visitar el último campamento indígena improvisado en los márgenes de la carretera que va de Dourados a Campo Grande, en el Estado brasileño de Mato Grosso do Sul. En cuatro barracas construidas con plásticos negros se han instalado los miembros de una familia que fue expulsada de sus tierras, ubicadas justo enfrente, hace unos meses. Su cacique, Damiana Cavanha, recibe al que llega cantando y danzando su ritual de bienvenida ignorando el ensordecedor ruido del tráfico. La miseria del asentamiento evoca sin duda los suicidios de todo su pueblo.
La organización defensora de los derechos indígenas Survival International resume así este sufrimiento en el libro Somos Uno: “De los guaraníes brasileños que se han suicidado, el más joven tenía solo nueve años. Durante los últimos cien años, su pueblo, uno de los primeros en entrar en contacto con los europeos, ha perdido prácticamente la totalidad de su tierra. En la actualidad, viven hacinados en territorios diminutos rodeados de enormes plantaciones de caña de azúcar, mientras que otros acampan bajo lonas junto a polvorientas cunetas”.
El despojo de sus tierras es lo que ha hundido en la desesperación al pueblo indígena más numeroso de Brasil, con alrededor de 50.000 guaraníes, cargando además con el triste récord de ser uno de los grupos con la tasa más alta de suicidios. Los datos extraoficiales —los que han ido recogiendo los afectados— aseguran que han sido más de 1.000 los guaraníes hombres, mujeres y niños que se quitaron la vida en los últimos 20 años, casi siempre de la misma forma: ahorcados en la rama de un árbol. Podrían ser más, porque los registros oficiales más recientes de la Fundación Nacional de la Salud —que datan del 2000 al 2008—, hablan de 410 suicidios solo durante esos ocho años, siendo muchos de los fallecidos adolescentes.
En el asentamiento de Damiana, una gallina medio desplumada —la única que pudieron cargar cuando la policía los desalojó de sus terrenos—  va de un lado para otro entre el poco espacio que queda entre chabola y chabola. Mientras, los niños intentan divertirse, subidos a un columpio amarrado a un árbol, y sofocados por esa amargura que lo impregna todo. “Nuestros cultivos, nuestras casas, nuestros animales están allí", asegura la cacique señalando con el dedo el otro lado de la carretera. "Y sobre todo, nuestro cementerio. No podemos abandonar a nuestros muertos”, lamenta llorando mientras sujeta su escuálido tocado sin plumas. Ya no quedan bosques, tampoco los pájaros que habitaban en ellos y que abastecían con sus colores la artesanía indígena. Ahora, apenas sirven las plumas que se les caen a sus gallinas o un poco de lana descolorida.

De los guaraníes brasileños que se han suicidado, el más joven tenía solo nueve años, según Survival International
Los guaraníes no suelen irse muy lejos cuando son expulsados de sus tierras: se instalan en los bordes de la carretera más cercana, como es el caso de comunidad Apika’i de Damiana. Según Tonico Benítez, hay familias que llevan más de 30 años viviendo en las orillas de las calzadas. “Esperaremos aquí hasta que nos dejen regresar a nuestras tierras, nosotros no queremos vivir de las ayudas de la Funai (Fundação Nacional do Indio)”, afirma Damiana con rabia pero casi resignada ante una situación que su pueblo ya ha vivido demasiadas veces. La tarde va cayendo en la comunidad y Damiana y su hijo mayor muestran cada vez más signos de embriaguez pese a que no se ve ninguna botella de alcohol fuera de las barracas. El alcoholismo que sufren muchos guaraníes se trata de ocultar en vano como se intenta, también en vano, esconder la desesperación y la tristeza que acarrean los desalojos, la marginación de su pueblo o los ataques y los asesinatos que sufren sus líderes.
Survival International lleva años denunciando la situación de los guaraníes ante la ONU. “La mayoría de las veces, la separación de sus tierras ancestrales resulta catastrófica. Cuando se pierde el control sobre la tierra, o cuando se impide que la utilicen de acuerdo con sus tradiciones, a largo plazo la salud física y mental sufre mucho”, ha recordado en varias ocasiones la ONG.

Una historia marcada por la resistencia

Pese a su situación actual, la historia de los guaraníes es una historia marcada hasta el día de hoy por la resistencia. Habitan desde hace más de 2.000 años en la zona fronteriza de Brasil, Paraguay y Argentina. Los guaraníes brasileños se dividen en tres grupos: los kaiowá, los ñandeva y los m’bya. Y ha sido en el estado de Mato Grosso do Sul donde se han concentrado los problemas, porque allí llegaron a vivir en “una extensión de 350.000 kilómetros cuadrados de bosques y llanuras”, según explica Survival.
“Después de la guerra con Paraguay en 1890, el Gobierno brasileño ignoró la presencia indígena en la zona y comenzó a vender la tierra como si allí no viviera nadie”, asegura el portavoz Tonico Benítez. Desde entonces, los guaraníes han sido reducidos a la mitad.
Casi un siglo después de esa guerra, entre 1960 y 1990, fue cuanto la selva del sur del estado brasileño fue destruida para crear extensos cultivos de soja y caña de azúcar o haciendas de ganado. Los indígenas fueron desalojados rápidamente, muchas veces con violencia, de sus poblados. Fueron obligados a vivir en reservas, también conocidas como campos de desplazados y a las que, hasta el día de hoy, los guaraníes siguen llamando "chiqueros, pocilgas".
El informe Guaraní Retã, que estudia a esta etnia, explica que para ellos “esto significó́ la destrucción de su mundo. Ellos eran habitantes de la selva, vivían en la selva y de la selva. Todos sus conocimientos, desde niveles muy prácticos sobre plantas y animales hasta su cosmovisión y espiritualidad, estaban vinculados al bosque”.
Estos cambios causaron entre los guaraníes, según la misma investigación, “desequilibrio y desesperación que se ha manifestado a través del alcoholismo, un aumento de la violencia interna en las reservas y el aumento de los suicidios, especialmente a partir de los años noventa”.

Las familias se instalan indefinidamente en los márgenes de las carreteras cuando son expulsados de sus tierras
Los guaraníes se han resistido desde el principio a vivir hacinados en reservas y pese a esta oposición, un 65% de la población indígena en Mato Grosso do Sul vive confinado. Para Benítez, que nació en una de ellas, el problema de mantenerlos en estas pequeñas áreas es que los líderes "pierden el liderazgo, quedan reducidos a nada, y con ellos sus rituales. Entonces surgen enfrentamientos entre las familias precisamente por esta falta de papeles de mando”.
Por esta razón, regresan una y otra vez a sus campos. El mayor obstáculo sigue siendo la demarcación de las tierras ancestrales que continúa generando conflicto entre el Gobierno, los terratenientes y las comunidades indígenas. Una vez demarcada la tierra, los moradores actuales —si no son indígenas— deben salir de las tierras previo pago de una indemnización estatal. Sin embargo, el conflicto ha llevado esa demarcación hasta el Supremo, que debería decidir, pero mientras se retrasa la decisión judicial los indígenas son expulsados de sus tierras una y otra vez, condenados a vivir en las carreteras.
Hay familias que ocupan y resisten todo lo que pueden en los territorios demarcados y considerados guaraníes, pero siempre bajo la amenaza de los propietarios de los monocultivos o el ganado que los rodea más allá de ese pequeño espacio del que hacen uso. La comunidad Tey Kuê, localizada en el municipio de Caarapó, fue atacada este verano después de que los indígenas ocuparan una hacienda ubicada en sus tierras ancestrales. Según el Ministerio Público Federal de Mato Grosso do Sul, unas doscientas personas en 40 camionetas y coches cercaron la comunidad guaraní y comenzaron a disparar contra un grupo de 40 a 50 indígenas. La escaramuza dejó un muerto y varios heridos, entre ellos un niño de 12 años. Un mes después se produjo un nuevo ataque que costó otros tres heridos.
A la entrada de la hacienda donde resiste este grupo de indígenas, la tumba del joven asesinado recibe a los visitantes marcada con una bandera de Brasil manchada con su sangre y que ondea dada la vuelta en lo alto del mástil. Antes de contar su tragedia, los guaraníes —sin rendirse al sol inclemente— cumplen primero con sus rituales de bienvenida cantando y danzando a los que se une Tonico Benítez entrando en el círculo que forman agarrados de la mano. “La noche del ataque recibí más de 500 llamadas de los guaraníes que viven en estas aldeas y que constituyen un grupo de casi 7.000 personas”, explica el portavoz indígena, que en los últimos años ha potenciado el uso de móviles como herramienta para las denuncias.
Benítez rememora el dolor de aquella noche sentado bajo la sombra de un árbol después de compartir el almuerzo con esa comunidad que confía en él para liderar su lucha. “Cuando los guaraníes entendieron que estaban siendo atacados, dejaron todo lo que estaban haciendo y se dirigieron con los arcos tensados y la flecha lista hacia la zona del ataque. La policía estaba allí y no hacía nada por ayudarlos, entonces los indígenas quemaron uno de sus coches y ataron a dos agentes; después, cercaron todas las tierras para impedir la entrada de más pistoleros”, recuerda. Nada se pudo hacer esa noche, pero la investigación ha continuado desde entonces, según el Ministerio Publico Federal del Estado. Una gran esperanza para el pueblo guaraní que lleva muchos años sufriendo con la impunidad con la que actúan sus agresores.

El pueblo guaraní habita desde hace más de 2.000 años en la frontera de Brasil, Paraguay y Argentina
Este y otros ataques contras ellos también han sido condenados por la relatora especial sobre los derechos de los pueblos indígenas de la ONU, Victoria Tauli-Corpuz, que visitó Brasil en marzo de 2016 para evaluar la situación de los indígenas brasileños. Pese a su informe con denuncias y recomendaciones posteriores, pocos pasos se han dado desde el Gobierno central.
Si las tierras siempre son valiosas, en Mato Grosso do Sul, uno de los Estados más productivos de Brasil, ese valor se multiplica. Precisamente por esos intereses económicos los guaraníes se enfrentan a un fuerte rechazo social y son tachados de violentos, salvajes, invasores, ladrones o animales, entre otras muchas descalificaciones. Tonico Benítez asegura que aún hoy tiene que explicarle a mucha gente que ellos son seres humanos. “Ustedes necesitan comer, necesitan dormir, ir al baño… Nosotros también”, le dijo una vez a un juez, que a su vez le preguntó por las diferencias y él respondió: “Ustedes tienen los recursos y nosotros no tenemos nada. Ustedes están financiados por el Gobierno, pese a que nosotros ya estábamos aquí cuando llegaron y nos lo robaron todo”. Le gusta, pese a todo, dejar bien claro que quizás son diferentes en algunas cosas, pero con los mismos vicios y virtudes que el resto de los seres humanos. Ni más ni menos.
En las aldeas, con el paso de los días se observa algo muy distinto: su visión espiritual del mundo y de su entorno; y algo particularmente igual: el sufrimiento, el resentimiento y la desesperación para enfrentarse al despojo. Su forma de interpretar el mundo se puede resumir en esta declaración que hizo una joven guaraní a Survival: “Nosotros, los indígenas, somos como las plantas. ¿Cómo vamos a vivir sin nuestro suelo, sin nuestra tierra?” Su dolor está en la respuesta, que para Tonico Benítez siempre ha sido la misma: vivir y luchar, aunque sea a la desesperada.

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