sábado, 10 de junio de 2017

“Fue la propia clase dirigente la que propició la disolución de la URSS”

El periodista Rafael Poch recuerda la desaparición de la URSS, 25 años después.  “Fue la lógica de la lucha por el poder de la estadocracia de Rusia la que determinó la disolución”, afirma. 10 diciembre 2016 - Ángel Ferrero http://www.lamarea.com/author/angel-ferrero/

A estas alturas Rafael Poch de Feliu (Barcelona, 1956) precisa de pocas introducciones. Testimonio privilegiado de los grandes cambios de finales del siglo XX y comienzos del XXI en Rusia y en China, donde se ha desempeñado como corresponsal para La Vanguardia, Poch es autor de varios libros como La Gran Transición: Rusia 1985-2002 (Crítica, 2004), traducido al ruso y al chino.
Este mes se cumplen 25 años del fin de la Unión Soviética. Entonces eras corresponsal en Moscú, ¿cómo era el ambiente en Rusia?
Rusia no existía. Se vivía en la URSS, un superestado a la vez cosmopolita –con un pluralismo civilizatorio inaudito– y uniforme, donde encontrabas el mismo sofá Schomberg, fabricado en la RDA, en un despacho de Ucrania occidental y en un hotel de Kamchatka, a once usos horarios de distancia. El ambiente cambiaba con gran rapidez. En 1987, cuando llegué por primera vez como estudiante, era de expectativa. Los jóvenes solo pensaban en pantalones tejanos y en inocentes trapicheos menores. Los policías no llevaban pistola. En general, reinaba una sorda expectación por dejar atrás los agobios y miserias de la vida soviética de los años 60 y 70, magistralmente descrita por José Fernández en Memorias de un niño en Moscú. Aún en 1988, mezclado con el generalizado cinismo, había esperanza en los cambios, pero se hacía sentir el impacto del desabastecimiento. El sistema había abierto la mano y dio lugar a una general relajación y caída de la disciplina, concepto económico fundamental en aquel universo. No se curraba. No había estrés laboral, pero se pasaba mucha penalidad por llenar la despensa. Había mucho sexo, pero pocas risas.
En 1990 y 1991, sobre todo eso, se impuso la extrañeza y la incertidumbre. En el ambiente juvenil de 1990 sonaba la inquietante música de Viktor Tsoi. Al calor del deshielo, los intelectuales habían girado en cuatro días desde una disidencia íntima, cobarde y secreta, perfectamente compatible con el conformismo, hacia una especie de estalinismo capitalista que loaba el radiante porvenir de la humanidad y el ‘regreso a la civilización’. Los dirigentes y cuadros del sistema más avispados se disponían a realizar la profecía de Trotski, formulada en 1936, que decía que la burocracia acabaría transformándose en clase propietaria porque “el privilegio sólo tiene la mitad del valor si no puede ser transmitido por herencia a los descendientes”, y porque “es insuficiente ser director de un consorcio si no se es accionista”. Las loas a Von Hayek de los intelectuales estalino-capitalistas estaban en sintonía con eso. Respecto al pueblo, sufría y despotricaba, desde ese lúcido e indigno anarquismo ancestral del siervo ruso. En las repúblicas la suma de casi todo lo expuesto desembocaba en el vector nacionalista. Liberadas del miedo, algunas de ellas, en el Cáucaso y en Asia Central, comenzaban a zurrarse con sus vecinas… Todo eso, envuelto en la enorme sensualidad rusa, en los secretos que se iban desvelando (creo haber sido el primer periodista europeo en llegar a la orilla del mar de Aral, y uno de los primeros en acceder a la frontera chino-soviética o a Kamchatka), era, sencillamente, sensacional e irrepetible. Después de vivir aquello, cualquier aventura vital solo podía saber a poco.
Desde hace años proliferan los comentaristas que aseguran que el fin de la URSS era “inevitable”. Sin embargo, leyendo textos de la época parece que el fin de la URSS más bien tomó por sorpresa a casi todo el mundo. Sin entrar en el complejo debate sobre las causas de su desaparición, ¿qué destacaría de aquel episodio tan importante?
La sorpresa vino de que nadie tuviera en cuenta el mencionado escenario de Trotski, es decir, que fuera la propia clase dirigente, la estadocracia, la que desencadenara y propiciara la transformación y la disolución. Aún hoy algunos despistados continúan achacando la disolución de la URSS a la presión de Reagan, al papa Juan Pablo II y hasta a los nacionalismos que fueron su consecuencia. La simple realidad es que si la estadocracia, los propietarios del asunto soviético, hubieran querido, habrían podido mantener el sistema 20 o 25 años más con un ajuste andropoviano. Dentro de ese universo desencadenante, fue la lógica de la lucha por el poder de la estadocracia rusa la que determinó la disolución: llegó un momento en el que para que el grupo de Yeltsin conquistara el el Kremlin había que disolver el superestado soviético. Así de banal fue la sorpresa.
En el centro de este drama se encuentra Mijaíl Gorbachov, cuya figura y legado son aún hoy objeto de una fuerte controversia no sólo en Rusia, sino en los países del antiguo bloque socialista y entre la izquierda europea. ¿Qué balance puede hacerse de los años de Gorbachov al frente del Kremlin?
Gorbachov era uno de los raros dirigentes que creía en el socialismo. No en el “socialismo soviético” heredero de una amalgama de Stalin y las experiencias de la guerra y la posguerra, sino en algo más genuino situado entre Lenin (léase como lo recuperable de la historia soviética) y la socialdemocracia europea. En un contexto de economía estatalizada, eso arroja un resultado bien diferente al de, digamos, un SPD neoliberal. Lo intentó y fracasó. Su punto flaco fue haber subestimado dos cosas: el nivel de podredumbre de la estadocracia rusa y eso que llamamos imperialismo, es decir, el dominio político y económico de las potencias fuertes sobre las débiles, que los occidentales aplicaron inmediatamente hacia la URSS/Rusia en cuanto percibieron sus dudas, debilidades y desbarajustes internos. Hay que decir que sin haber estado animado de ese optimismo, Gorbachov no habría emprendido nada. El mero intento fue un éxito humano, por más que el resultado haya sido bastante malo. Pero en ese resultado –una Rusia oligárquica y capitalista y una situación global que ni siquiera nos ha liberado del peligro nuclear y hasta de la guerra en Europa–, la responsabilidad de Gorbachov va muy por detrás de la de otros.
A mí, su gestión al frente del Kremlin me induce un gran respeto y asombro por el hecho de que un honesto muzhik de Stavropol llegara a ese mando con ideas y reflejos tan sanos. De puertas adentro, Gorbachov ofreció lecciones a su pueblo –como la transferencia de su poder de autócrata a cámaras representativas– que éste no comprendió porque no estaba preparado para ellas y que contradecían radicalmente la lógica histórica del poder moscovita. De puertas afuera ofreció acabar con la guerra fría y el arma nuclear, abriéndole la puerta a un siglo viable en el que la cooperación internacional abordara los grandes retos globales. Occidente prefirió omitir esa oportunidad para meterse en la utopía monopolar, comenzando por el desastroso y criminal intento de dominar por completo el Oriente Medio, es decir, un más de lo mismo. Así nos va. El actual imperio del caos no es, en absoluto, responsabilidad del idealismo de Gorbachov, que ha sido un gran hombre del siglo XX.
Frente a Gorbachov se encuentra otra figura no menos controvertida, la de Borís Yeltsin. ¿Qué papel jugó en todos estos acontecimientos?
Fue un hombre mucho más limitado, un vulgar secretario regional del partido de provincias que llegó casi por casualidad al poder central moscovita propiciado por Gorbachov. También fue un oportunista valiente que se la jugó para ascender. Su propio primitivismo, su clásica relación (autocrática) con el poder, le hizo ser mucho más comprensible que Gorbachov para la población. Toda su intuición, sentido de la oportunidad y luego el apoyo de Occidente, no le habrían servido de nada si Gorbachov hubiera sido un autócrata como él y le hubiera enviado de embajador a Mongolia. Fue un dirigente ideal para dirigir la época turbulenta en la que los cuadros cambiaron poderes administrativos por acciones y capitales. En su ocaso, intentó remediar el fiasco que resultó, poniendo a un guardia civil al mando del asunto. Putin es eso. Otra cosa es el papel de Rusia en el mundo, la importancia capital de su contrapeso, pero de eso no hablamos aquí.
También ha sido durante seis años corresponsal en China, donde desde hace décadas existe un “socialismo con características chinas”. ¿Qué impacto tuvo la desintegración de la URSS y cómo reaccionó el Partido Comunista Chino?
La debacle soviética fue observada con extrema atención en Pekín. Los dirigentes chinos fueron directamente al meollo del asunto: la degeneración burocrática de la estadocracia. Su discusión interna ha girado mucho alrededor de eso que identifican como el motivo principal. Poco después de mi llegada a Pekín, el Comité Central del PC chino distribuyó una serie documental sobre la implosión soviética, de visión obligatoria para decenas de miles de sus cuadros. Fue top secret. Si alguien le pasaba el disco a un corresponsal extranjero se le caía el pelo. Sólo llegué a ver la carátula del disco, pero me enteré de lo muy atinados que eran los mensajes que contenía aquella serie.
La crisis de la URSS era un tema del que se podía hablar sin tapujos. Du Shu, una de las revistas intelectuales chinas más interesantes, ciertamente no oficial, publicó un artículo mío dedicado a la comparación entre Rusia y China que se encuentra fácilmente en la Red (Rusia y China comparadas). Más tarde, mi propio libro La Gran Transición. Rusia 1985-2002, fue publicado por una de las principales editoriales universitarias de China con una gran tirada. Significativamente, no omitieron nada sobre la degeneración de la clase dirigente, la corrupción… Lo único que censuraron por completo fue el capítulo dedicado a la guerra de Chechenia, seguramente por analogía con la situación en Xinjiang… Es sólo un ejemplo personal, si se me permite, del interés suscitado. Naturalmente, que hagan un buen diagnóstico de los problemas del vecino y que intenten lanzar campañas contra la corrupción, que fortalezcan la supremacía del Partido sobre las fuerzas financieras, etc., no les inmuniza contra crisis similares ni contra grandes convulsiones sociales. Cuando en marzo de 2012 se produjo la caída de Bo Xilai, no pude evitar pensar en que quizás habían detectado en él a una especie de ‘Yeltsin chino’. La historia sigue su camino…
Los think tank occidentales aseguran desde hace años que Vladímir Putin busca reconstruir la Unión Soviética. ¿Qué hay de cierto en esta afirmación?
Es una bobada lamentable, pero nada sorprendente si sabes cómo suelen trabajar esos centros a sueldo del establishment. Hace poco se supo que hasta expertos del CIDOB, un centro de relaciones internacionales de Barcelona, recibieron dinero de Soros para confeccionar una lista de periodistas que no sintonizan con el punto de vista de la OTAN sobre lo ocurrido en Ucrania. Es muy cutre. Putin intenta restablecer la potencia rusa dentro de lo posible. Ese es su principal delito. Eso es lo que explica que sea el centro de todos los ataques. Los derechos humanos, el estilo autocrático y todo eso les importa un rábano. Están viendo una Rusia que sube, que se atreve incluso a discutirles militarmente en Ucrania después de 20 años metiéndole el dedo en el ojo al oso ruso; que toma irritantes iniciativas en Siria, donde sólo los aviones rusos matan a niños en Alepo (y exclusivamente en el sector Este de la ciudad, dominado por nuestros ambiguos socios). En el marco de todo eso, Moscú intenta organizarse un entorno económico y político estable, organiza unos medios de comunicación globales que han mejorado mucho y que compiten con la propaganda de los occidentales. Esto último provoca llamadas a asfixiar a esos medios, tan vergonzosas como la última resolución del Parlamento Europeo… De todo eso surge la leyenda ‘imperialista’ de Putin.
La simple realidad es que ni Rusia ni China son países agresivos en política exterior. No buscan la hegemonía y, si les dejan, su diplomacia contribuirá a un mundo menos peligroso. Es algo que salta a la vista a cualquier observador independiente.
Actualmente es corresponsal en Francia. Hemos visto hace poco imponerse en las primarias de Los Republicanos a François Fillon, partidario de una política de rapprochement con Rusia. Marine Le Pen o el Frente de Izquierdas apuestan más o menos por lo mismo. Y lo mismo ocurre en Moldavia o Bulgaria. ¿Asistimos a un cambio de la política europea hacia Rusia?
La Unión Europea está en el centro de una crisis descomunal. La integración del Este ha sido un fracaso. Hoy ese espacio es periferia subordinada más parecida al estatuto que tenía en el periodo de entreguerras que al que tenía bajo el yugo soviético, cuando sus productos (desde los ordenadores hasta el mencionado sofá Schomberg) eran el top de la calidad y la modernidad en el bloque. En la Europa del Sur toda la magia del sueño europeo también ha desaparecido: la UE ya no significa más democracia y prosperidad, sino lo contrario: austeridad e imposición involutiva. En el centro, la pareja franco-alemana está en pleno divorcio no reconocido. Francia en el papel de mujer maltratada y Alemania como macho dominante. Pero lo más grave es que nada de todo esto es reconocido oficialmente por los políticos (e incluso por los periodistas) de Bruselas. Hemos tenido el Brexit, el referéndum de Italia, asistimos al regreso generalizado de los nietos de Pétain, Horthy, Pilsudski, Mussolini y demás (los de Franco nunca se fueron del todo), pero en Bruselas hay una máquina con 30 años de inercia incapaz de cambiar de rumbo. Al final creo que lo máximo que serán capaces de proponer será la lepenización de Goldman-Sachs. La crisis de la UE comienza a tener un caótico tufillo verdaderamente soviético. Y al mismo tiempo, por debajo de la mesa, en los Estados mayores del norte se sueña con una Kerneuropa, una Europa matriz luterana sin los meridionales… Todo esto es grandioso.
Sí, es verdad, en ese contexto hay ciertos cambios y ciertas gesticulaciones. Respecto a Fillon, si su gaullismo no alcanza para referirse a este pastel en la UE, creo poco en su capacidad de cambiar las cosas hacia Rusia u Oriente Medio. De todas formas, cierto avance del sentido común francés es ineludible gobierne quien gobierne. De momento Fillon aún no ha ganado las elecciones. En el pantano europeo, Francia es terreno frágil.
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OTRA COSA: Soy Lola y soy intersexual, de María Gómez

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