El periodista Rafael Poch recuerda la desaparición de la URSS, 25 años después.  “Fue la lógica de la lucha por el poder de la estadocracia de Rusia la que determinó la disolución”, afirma. 10  diciembre  2016 - Ángel Ferrero http://www.lamarea.com/author/angel-ferrero/ 
A estas alturas Rafael Poch de Feliu (Barcelona, 1956) precisa de 
pocas introducciones. Testimonio privilegiado de los grandes cambios de 
finales del siglo XX y comienzos del XXI en Rusia y en China, donde se 
ha desempeñado como corresponsal para La Vanguardia, Poch es autor de varios libros como La Gran Transición: Rusia 1985-2002 (Crítica, 2004), traducido al ruso y al chino.
Este mes se cumplen 25 años del fin de la Unión Soviética. Entonces eras corresponsal en Moscú, ¿cómo era el ambiente en Rusia?
Rusia no existía. Se vivía en la URSS, un superestado a la vez 
cosmopolita –con un pluralismo civilizatorio inaudito– y uniforme, donde
 encontrabas el mismo sofá Schomberg, fabricado en la RDA, en un 
despacho de Ucrania occidental y en un hotel de Kamchatka, a once usos 
horarios de distancia. El ambiente cambiaba con gran rapidez. En 1987, 
cuando llegué por primera vez como estudiante, era de expectativa. Los 
jóvenes solo pensaban en pantalones tejanos y en inocentes trapicheos 
menores. Los policías no llevaban pistola. En general, reinaba una sorda
 expectación por dejar atrás los agobios y miserias de la vida soviética
 de los años 60 y 70, magistralmente descrita por José Fernández en Memorias de un niño en Moscú.
 Aún en 1988, mezclado con el generalizado cinismo, había esperanza en 
los cambios, pero se hacía sentir el impacto del desabastecimiento. El 
sistema había abierto la mano y dio lugar a una general relajación y 
caída de la disciplina, concepto económico fundamental en aquel 
universo. No se curraba. No había estrés laboral, pero se pasaba mucha 
penalidad por llenar la despensa. Había mucho sexo, pero pocas risas.
En 1990 y 1991, sobre todo eso, se impuso la extrañeza y la 
incertidumbre. En el ambiente juvenil de 1990 sonaba la inquietante 
música de Viktor Tsoi. Al calor del deshielo, los intelectuales habían 
girado en cuatro días desde una disidencia íntima, cobarde y secreta, 
perfectamente compatible con el conformismo, hacia una especie de 
estalinismo capitalista que loaba el radiante porvenir de la humanidad y
 el ‘regreso a la civilización’. Los dirigentes y cuadros del sistema 
más avispados se disponían a realizar la profecía de Trotski, formulada 
en 1936, que decía que la burocracia acabaría transformándose en clase 
propietaria porque “el privilegio sólo tiene la mitad del valor si no 
puede ser transmitido por herencia a los descendientes”, y porque “es 
insuficiente ser director de un consorcio si no se es accionista”. Las 
loas a Von Hayek de los intelectuales estalino-capitalistas estaban en 
sintonía con eso. Respecto al pueblo, sufría y despotricaba, desde ese 
lúcido e indigno anarquismo ancestral del siervo ruso. En las repúblicas
 la suma de casi todo lo expuesto desembocaba en el vector nacionalista.
 Liberadas del miedo, algunas de ellas, en el Cáucaso y en Asia Central,
 comenzaban a zurrarse con sus vecinas… Todo eso, envuelto en la enorme 
sensualidad rusa, en los secretos que se iban desvelando (creo haber 
sido el primer periodista europeo en llegar a la orilla del mar de Aral,
 y uno de los primeros en acceder a la frontera chino-soviética o a 
Kamchatka), era, sencillamente, sensacional e irrepetible. Después de 
vivir aquello, cualquier aventura vital solo podía saber a poco.
Desde hace años proliferan los comentaristas que aseguran que
 el fin de la URSS era “inevitable”. Sin embargo, leyendo textos de la 
época parece que el fin de la URSS más bien tomó por sorpresa a casi 
todo el mundo. Sin entrar en el complejo debate sobre las causas de su 
desaparición, ¿qué destacaría de aquel episodio tan importante?
La sorpresa vino de que nadie tuviera en cuenta el mencionado escenario 
de Trotski, es decir, que fuera la propia clase dirigente, la estadocracia,
 la que desencadenara y propiciara la transformación y la disolución. 
Aún hoy algunos despistados continúan achacando la disolución de la URSS
 a la presión de Reagan, al papa Juan Pablo II y hasta a los 
nacionalismos que fueron su consecuencia. La simple realidad es que si 
la estadocracia, los propietarios del asunto soviético, hubieran querido, habrían podido mantener el sistema 20 o 25 años más con un ajuste andropoviano. Dentro de ese universo desencadenante, fue la lógica de la lucha por el poder de la estadocracia
 rusa la que determinó la disolución: llegó un momento en el que para 
que el grupo de Yeltsin conquistara el el Kremlin había que disolver el 
superestado soviético. Así de banal fue la sorpresa.
En el centro de este drama se encuentra Mijaíl Gorbachov, 
cuya figura y legado son aún hoy objeto de una fuerte controversia no 
sólo en Rusia, sino en los países del antiguo bloque socialista y entre 
la izquierda europea. ¿Qué balance puede hacerse de los años de 
Gorbachov al frente del Kremlin?
Gorbachov era uno de los raros dirigentes que creía en el 
socialismo. No en el “socialismo soviético” heredero de una amalgama de 
Stalin y las experiencias de la guerra y la posguerra, sino en algo más 
genuino situado entre Lenin (léase como lo recuperable de la historia 
soviética) y la socialdemocracia europea. En un contexto de economía 
estatalizada, eso arroja un resultado bien diferente al de, digamos, un 
SPD neoliberal. Lo intentó y fracasó. Su punto flaco fue haber 
subestimado dos cosas: el nivel de podredumbre de la estadocracia
 rusa y eso que llamamos imperialismo, es decir, el dominio político y 
económico de las potencias fuertes sobre las débiles, que los 
occidentales aplicaron inmediatamente hacia la URSS/Rusia en cuanto 
percibieron sus dudas, debilidades y desbarajustes internos. Hay que 
decir que sin haber estado animado de ese optimismo, Gorbachov no habría
 emprendido nada. El mero intento fue un éxito humano, por más que el 
resultado haya sido bastante malo. Pero en ese resultado –una Rusia 
oligárquica y capitalista y una situación global que ni siquiera nos ha 
liberado del peligro nuclear y hasta de la guerra en Europa–, la 
responsabilidad de Gorbachov va muy por detrás de la de otros.
A mí, su gestión al frente del Kremlin me induce un gran respeto y asombro por el hecho de que un honesto muzhik
 de Stavropol llegara a ese mando con ideas y reflejos tan sanos. De 
puertas adentro, Gorbachov ofreció lecciones a su pueblo –como la 
transferencia de su poder de autócrata a cámaras representativas– que 
éste no comprendió porque no estaba preparado para ellas y que 
contradecían radicalmente la lógica histórica del poder moscovita. De 
puertas afuera ofreció acabar con la guerra fría y el arma nuclear, 
abriéndole la puerta a un siglo viable en el que la cooperación 
internacional abordara los grandes retos globales. Occidente prefirió 
omitir esa oportunidad para meterse en la utopía monopolar, comenzando 
por el desastroso y criminal intento de dominar por completo el Oriente 
Medio, es decir, un más de lo mismo. Así nos va. El actual imperio del 
caos no es, en absoluto, responsabilidad del idealismo de Gorbachov, que
 ha sido un gran hombre del siglo XX.
Frente a Gorbachov se encuentra otra figura no menos 
controvertida, la de Borís Yeltsin. ¿Qué papel jugó en todos estos 
acontecimientos?
Fue un hombre mucho más limitado, un vulgar secretario regional
 del partido de provincias que llegó casi por casualidad al poder 
central moscovita propiciado por Gorbachov. También fue un oportunista 
valiente que se la jugó para ascender. Su propio primitivismo, su 
clásica relación (autocrática) con el poder, le hizo ser mucho más 
comprensible que Gorbachov para la población. Toda su intuición, sentido
 de la oportunidad y luego el apoyo de Occidente, no le habrían servido 
de nada si Gorbachov hubiera sido un autócrata como él y le hubiera 
enviado de embajador a Mongolia. Fue un dirigente ideal para dirigir la 
época turbulenta en la que los cuadros cambiaron poderes administrativos
 por acciones y capitales. En su ocaso, intentó remediar el fiasco que 
resultó, poniendo a un guardia civil al mando del asunto. Putin es eso. 
Otra cosa es el papel de Rusia en el mundo, la importancia capital de su
 contrapeso, pero de eso no hablamos aquí.
También ha sido durante seis años corresponsal en China, 
donde desde hace décadas existe un “socialismo con características 
chinas”. ¿Qué impacto tuvo la desintegración de la URSS y cómo reaccionó
 el Partido Comunista Chino?
La debacle soviética fue observada con extrema atención en 
Pekín. Los dirigentes chinos fueron directamente al meollo del asunto: 
la degeneración burocrática de la estadocracia. Su discusión 
interna ha girado mucho alrededor de eso que identifican como el motivo 
principal. Poco después de mi llegada a Pekín, el Comité Central del PC 
chino distribuyó una serie documental sobre la implosión soviética, de 
visión obligatoria para decenas de miles de sus cuadros. Fue top secret.
 Si alguien le pasaba el disco a un corresponsal extranjero se le caía 
el pelo. Sólo llegué a ver la carátula del disco, pero me enteré de lo 
muy atinados que eran los mensajes que contenía aquella serie.
La crisis de la URSS era un tema del que se podía hablar sin tapujos. Du Shu,
 una de las revistas intelectuales chinas más interesantes, ciertamente 
no oficial, publicó un artículo mío dedicado a la comparación entre 
Rusia y China que se encuentra fácilmente en la Red (Rusia y China comparadas). Más tarde, mi propio libro La Gran Transición. Rusia 1985-2002,
 fue publicado por una de las principales editoriales universitarias de 
China con una gran tirada. Significativamente, no omitieron nada sobre 
la degeneración de la clase dirigente, la corrupción… Lo único que 
censuraron por completo fue el capítulo dedicado a la guerra de 
Chechenia, seguramente por analogía con la situación en Xinjiang… Es 
sólo un ejemplo personal, si se me permite, del interés suscitado. 
Naturalmente, que hagan un buen diagnóstico de los problemas del vecino y
 que intenten lanzar campañas contra la corrupción, que fortalezcan la 
supremacía del Partido sobre las fuerzas financieras, etc., no les 
inmuniza contra crisis similares ni contra grandes convulsiones 
sociales. Cuando en marzo de 2012 se produjo la caída de Bo Xilai, no 
pude evitar pensar en que quizás habían detectado en él a una especie de
 ‘Yeltsin chino’. La historia sigue su camino…
Los think tank occidentales aseguran desde hace años
 que Vladímir Putin busca reconstruir la Unión Soviética. ¿Qué hay de 
cierto en esta afirmación?
Es una bobada lamentable, pero nada sorprendente si sabes cómo suelen trabajar esos centros a sueldo del establishment. Hace poco se supo que hasta expertos del CIDOB,
 un centro de relaciones internacionales de Barcelona, recibieron dinero
 de Soros para confeccionar una lista de periodistas que no sintonizan 
con el punto de vista de la OTAN sobre lo ocurrido en Ucrania. Es muy 
cutre. Putin intenta restablecer la potencia rusa dentro de lo posible. 
Ese es su principal delito. Eso es lo que explica que sea el centro de 
todos los ataques. Los derechos humanos, el estilo autocrático y todo 
eso les importa un rábano. Están viendo una Rusia que sube, que se 
atreve incluso a discutirles militarmente en Ucrania después de 20 años 
metiéndole el dedo en el ojo al oso ruso; que toma irritantes 
iniciativas en Siria, donde sólo los aviones rusos matan a niños en 
Alepo (y exclusivamente en el sector Este de la ciudad, dominado por 
nuestros ambiguos socios). En el marco de todo eso, Moscú intenta 
organizarse un entorno económico y político estable, organiza unos 
medios de comunicación globales que han mejorado mucho y que compiten 
con la propaganda de los occidentales. Esto último provoca llamadas a 
asfixiar a esos medios, tan vergonzosas como la última resolución del 
Parlamento Europeo… De todo eso surge la leyenda ‘imperialista’ de 
Putin.
La simple realidad es que ni Rusia ni China son países agresivos en 
política exterior. No buscan la hegemonía y, si les dejan, su diplomacia
 contribuirá a un mundo menos peligroso. Es algo que salta a la vista a 
cualquier observador independiente.
Actualmente es corresponsal en Francia. Hemos visto hace poco
 imponerse en las primarias de Los Republicanos a François Fillon, 
partidario de una política de rapprochement con Rusia. Marine 
Le Pen o el Frente de Izquierdas apuestan más o menos por lo mismo. Y lo
 mismo ocurre en Moldavia o Bulgaria. ¿Asistimos a un cambio de la 
política europea hacia Rusia?
La Unión Europea está en el centro de una crisis descomunal. La
 integración del Este ha sido un fracaso. Hoy ese espacio es periferia 
subordinada más parecida al estatuto que tenía en el periodo de 
entreguerras que al que tenía bajo el yugo soviético, cuando sus 
productos (desde los ordenadores hasta el mencionado sofá Schomberg) 
eran el top de la calidad y la modernidad en el bloque. En la Europa del
 Sur toda la magia del sueño europeo también ha desaparecido: la UE ya 
no significa más democracia y prosperidad, sino lo contrario: austeridad
 e imposición involutiva. En el centro, la pareja franco-alemana está en
 pleno divorcio no reconocido. Francia en el papel de mujer maltratada y
 Alemania como macho dominante. Pero lo más grave es que nada de todo 
esto es reconocido oficialmente por los políticos (e incluso por los 
periodistas) de Bruselas. Hemos tenido el Brexit, el referéndum
 de Italia, asistimos al regreso generalizado de los nietos de Pétain, 
Horthy, Pilsudski, Mussolini y demás (los de Franco nunca se fueron del 
todo), pero en Bruselas hay una máquina con 30 años de inercia incapaz 
de cambiar de rumbo. Al final creo que lo máximo que serán capaces de 
proponer será la lepenización de Goldman-Sachs. La crisis de la
 UE comienza a tener un caótico tufillo verdaderamente soviético. Y al 
mismo tiempo, por debajo de la mesa, en los Estados mayores del norte se
 sueña con una Kerneuropa, una Europa matriz luterana sin los meridionales… Todo esto es grandioso.
Sí, es verdad, en ese contexto hay ciertos cambios y ciertas gesticulaciones. Respecto a Fillon, si su gaullismo
 no alcanza para referirse a este pastel en la UE, creo poco en su 
capacidad de cambiar las cosas hacia Rusia u Oriente Medio. De todas 
formas, cierto avance del sentido común francés es ineludible gobierne 
quien gobierne. De momento Fillon aún no ha ganado las elecciones. En el
 pantano europeo, Francia es terreno frágil.
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OTRA COSA: Soy Lola y soy intersexual, de  María Gómez
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