German Cano · Muy recomendable artículo de José Gandarilla.
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Gandarilla Salgado, Jose Guadalupe Doctor en Filosofía Política, por la uam – Iztapalapa. Investigador Titular B, Definitivo, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Ha sido profesor en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Sociales, y Filosofía y Letras, de la unam, y profesor invitado en otras universidades del extranjero. Su obra Asedios a la totalidad. Poder y política en la modernidad, desde un encare de-colonial (Barcelona, Anthropos – ceiich – unam, 2012), obtuvo Mención Honorífica en la 8va edición del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, y obtuvo el Frantz Fanon Award for Outstanding Book in Caribbean Thought 2015, de la Asociación Filosófica del Caribe. Sus más recientes libros son Universidad, conocimiento y complejidad. Aproximaciones desde un pensar crítico (La paz, 2014), Modernidad, crisis y crítica (México, 2015) y, como coordinador, La crítica en el margen. Hacia una cartografía conceptual para rediscutir la modernidad (México, 2016). Dirige De Raíz Diversa. Revista especializada en Estudios Latinoamericanos. http://www.herramienta.com.ar/herramienta-web-19/la-hybris-neoliberal-en-la-region-latinoamericana-y-la-derechizacion-del-mundo-ge
“No nos está permitido enloquecer en una época demente,
aunque nos pueda quemar vivos un fuego cuyo igual somos”
René Char
Neoliberalismo cual fascismo soterrado. Algo más que escalofriantes afinidades 
Mucho se ha hablado de las similitudes, que pudieran existir y 
detectarse, en cuanto a la condición de colapso epocal y catástrofe 
económica, entre la situación actual del mundo y los años que 
precedieron a la instalación definitiva del fascismo en la Europa del 
segundo cuarto del siglo XX. Y, si es que realmente las situaciones de 
postración económica están cobrando magnitudes similares entre ambos 
períodos, no habría que esperar muchas diferencias en cuanto a este 
elemento como el precipitante de tendencias fascistas en la resolución 
de conflictividades sociales, como el alimento espiritual para el 
elevamiento autoritario de la razón de Estado, para el establecimiento 
de relaciones devastadoras con respecto a “los desfavorecidos de 
siempre” e ingrediente propicio para ensañarse con las personificaciones
 sociales en que encarna “la otredad”. Nuestra época es también la de un
 fascismo soterrado y que a ratos estalla de modo más palmario cuando 
los intereses del capitalismo complejo y corporativo se ven expuestos a 
un cierto freno o le es disputada su predominancia o se muestra 
francamente la inoperancia de su errática instrumentación o sus 
raquíticos resultados.
Sin embargo, si por neoliberalismo entendemos “la imposición de una
 lógica normativa global” (Laval y Dardot, 2013: 12) que se viene 
ejecutando desde hace más de cuatro décadas (al menos desde el 11 de 
septiembre de 1973 con el golpe militar en Chile, que destituyó el 
gobierno democráticamente electo de Salvador Allende) habrá que decir 
que para estos momentos, dicho programa asociado a la reversión de 
conquistas sociales y al retraimiento de las acciones de gobierno 
(cuando éstas amenazan al capital y su rentabilidad), se halla ya más 
extendido, por el mundo entero, de lo que el fascismo mismo pudo 
imaginar, ni en su momento de mayor esplendor.
Por ello, es viable detectar una cierta analogía en los gestos 
críticos que ciertos autores, desde el interior o en los márgenes de la 
llamada “Escuela de Frankfurt”, ensayaron en relación con la difícil 
circunstancia que les tocó vivir. En su trabajo “Calle de dirección 
única”, justo en la viñeta titulada “Panorama imperial”, Walter Benjamin
 detecta un aire del tiempo en la manera de vivir del burgués alemán 
medio que bien puede sintetizar nuestra propia circunstancia y el rumbo 
hacia el que se nos encamina: “el sufrimiento del individuo y de las 
distintas comunidades tan sólo tiene un límite más allá del cual nada se
 sigue: a saber, la aniquilación” (p. 35). Esto parece elevar a 
condición de fundamento un estado de ánimo que deriva de la trama 
social, del entrecruzamiento de nuestras acciones y del desentendimiento
 por sus resultados, lo que los sociólogos tematizan como “no 
intencionalidad de la acción” y que W. Benjamin señala como “las oscuras
 fuerzas a que nuestra vida está sujeta” (p. 37). Nuestro autor atribuye
 este hecho a “una extraña paradoja: la gente sólo piensa en su interés 
egoísta y privado cuando actúa, pero al mismo tiempo su comportamiento 
está determinado más que nunca por los fuertes instintos de masa. Y más 
que nunca los instintos de la masa se han descarriado por completo y se 
han vuelto ajenos a la vida” (p. 35). Para el pensador alemán esta 
situación tiende a agravarse y a desatar lo que en la jerga sociológica 
se describe como “consecuencias indeseadas”, todo ello por la conjunción
 de varios procesos que, en diacronía o sincronía temporal, no hacen 
sino acompañar funcionalmente los intereses del establishment y 
de las capas más favorecidas, y alejan, hasta casi ensombrecerlas, las 
posibilidades de una colocación crítica de las personas ante el actual 
estado de las cosas.
Para Benjamin, a esas alturas de la partida histórica que estaba en
 juego (catastrófica situación económica, crisis de la República de 
Weimar, creciente inestabilidad que promueve la expansión y aceptación 
social del fascismo) es claro que “el burgués piensa que cualquier 
estado que lo desposea ha de ser inestable como tal”, ello además se 
potencia en una escalada que parece no encontrar límite, pues no solo 
significa que se reincida, como en etapas anteriores (lo cual para 
Benjamin parece incluir el período que vio florecer las esperanzas en la
 socialdemocracia alemana y que ésta se viese, así fuera por un breve 
instante histórico, proclive al comunismo)  en “la desamparada fijación 
en las ideas de seguridad y propiedad” sino que ello “le está impidiendo
 al hombre normal y corriente percibir las novedosas estabilidades en 
las que se basa la situación actual” (p. 34). El buen ojo de Benjamin le
 permite efectuar un traslado respecto a la figura social, a la máscara 
económica, al personaje de la situación en quien desea concentrar su 
crítica. Ya no solo habla del burgués medio, sino de aquél contingente 
que sin reunir tales condiciones en el reparto económico apuntala las 
posiciones sociales de aquel grupo que precisamente le explota y domina.
 Más aún, es justamente “el hombre normal y corriente”, como sigue 
siéndolo hasta la fecha, el que engrosa las “capas …[sociales]… para las
 que la situación estabilizada …[consiste en]… la miseria estabilizada” 
(p. 35), lo que Benjamin detecta, sin embargo, no para aquí, sino que ha
 de potenciarse cuando “solo un cálculo que admita ver en la decadencia 
la única ratio de la situación” se estabilice también, y lleve a 
asumir “los fenómenos de decadencia como lo verdaderamente estable, 
incluso como la única salvación, más aún como algo extraordinario que 
linda con lo milagroso e incomprensible” (p. 35). Pero el hecho de que 
los pueblos de Europa central, a los que Benjamin trató de esclarecer y 
que, no obstante, volcaron “su mirada a lo extraordinario” (p. 35) como 
aquello que les podía salvar, no es suficiente para asumir dicho proceso
 (el fascismo) como resultado de un “contacto misterioso” con las 
“fuerzas que nos asedian”, sino antes bien como resultado de un proceso 
complejo en que “la diversidad de las metas individuales se vuelve 
irrelevante frente a la identidad de aquellas fuerzas que las 
determinan”. Que las determinan y las unifican, en una identidad, es 
cierto, pero muy peculiar, no una que resulta de un rasgo étnico, 
histórico o cultural (aunque pueda llegar a serlo, como de hecho lo ha 
sido en ciertas circunstancias, el fascismo una de ellas, en el que la 
unificación identitaria proyecta marcadores de poder y criterios de 
clasificación claramente racializados), sino de criterios claramente 
regidos por lo económico o crematístico de las relaciones sociales, que 
no prescinden de un imaginario simbólico unificador que hace comparecer,
 en efecto, las capas espirituales de lo religioso y lo mítico, siendo 
así que con el “neoliberalismo global” la identificación que se da viene
 articulándose alrededor de la “religión secularizada del mercado” (como
 habituación a una actitud de impulso competitivo que rige a la sociedad
 y que se traduce en interminables actos de consumo) y del “mito del 
progreso” (como relanzamiento interminable de sus promesas). Por ello, 
la conclusión de Benjamin ante el advenimiento de una aceptación 
creciente del fascismo en la Europa de los años treinta del siglo XX, 
resulta válida para documentar la ampliación del radio de acción y la 
incidencia del programa neoliberal a prácticamente el orbe entero, como 
ha venido ocurriendo en los últimos cuarenta años. A decir de Walter 
Benjamin:
Las relaciones humanas … apenas pueden 
sobrevivir … el dinero ocupa de manera devastadora lo que es el centro 
mismo de los intereses vitales y … es el límite ante el que fracasan 
casi todas las relaciones humanas, tanto en lo natural como en lo moral 
desaparecen cada vez más ampliamente la confianza, el sosiego y la 
salud. (Benjamin, 2007: 36)
[…]
Se va imponiendo casi por doquier la voluntad 
ciega de salvar el prestigio de la existencia personal, en lugar de 
sacarla …[a la existencia personal]… de la ofuscación general mediante 
el desprecio de su complicidad y de su impotencia … Y como todos 
aceptamos las ilusiones ópticas de nuestros puntos de vista 
individuales, el aire se halla tan lleno de espejismos respecto de un 
futuro cultural que, a pesar de todo, va a irrumpir de repente. 
(Benjamin, 2007: 38)
Benjamin sugiere, como principio de actuación ética ante tal 
escenario, operar con responsabilidad, no sustraerse a la contemplación 
de la decadencia, y hacerlo a través del desprecio tanto de la 
complicidad como de la impotencia, desechar, pues, el desinterés ante 
nuestra propia participación en la generalización de este caos. Eso no 
suena nada alejado de la postura que, al modo partisano, Antonio Gramsci
 expresó en uno de sus llamados “escritos de juventud” bajo el sintagma 
“odio a los indiferentes”. Para Gramsci, en efecto, con esa apatía se 
alimenta “el pantano que rodea a la vieja ciudad, y la defiende 
mejor que la muralla más sólida” de aquellos que, en su atrevimiento, se
 animan a construir el programa y la arquitectónica de “la ciudad futura”.
Por otro lado, no es muy distinto el diagnóstico que, prácticamente
 una década antes de la publicación de “Calle de dirección única”, había
 ofrecido el pensador sardo en este texto que venimos citando. El gran 
intelectual y revolucionario italiano también logró percibir la 
diferencia de calidad en la articulación política que despliega, de un 
lado, el grupo dominante:
Los hechos maduran en la sombra, entre unas 
pocas manos, sin ningún tipo de control … Los destinos de una época son 
manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y
 pasiones personales de pequeños grupos activos … Pero los hechos que 
han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a
 buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo
 y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno 
natural … del que son víctimas todos. (Gramsci, 2000: 20)
Y, del otro, aquellos grupos y colectividades que han de pelear por
 la hegemonía, si está en su deseo revertir su condición de 
subalternidad, pero en ello, como es sabido, no hay ninguna garantía. En
 uno de los fragmentos más citados de su obra (que Gramsci redacta ya 
desde las mazmorras mussolinianas, éste sí prácticamente simultáneo a lo
 escrito por Benjamin), así lo describe:
…la historia de los grupos sociales subalternos 
es necesariamente disgregada y episódica ... en la actividad histórica 
de estos grupos existe la tendencia a la unificación ... pero ... es 
continuamente rota por la iniciativa de los grupos dominantes. Los 
grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes
 aun cuando se rebelan y sublevan… (Gramsci, 2000: 178)
Esta cara de la ruta del establecimiento del fascismo hace ver que,
 como proyecto, fue más allá de romper los puntos de resistencia y del 
aprovechamiento de un cierto colaboracionismo (fuera por acción o por 
omisión, por apatía o por miedo), o incluso de un maléfico plan 
conspirativo; pareciera que su instrumentación se reveló más consistente
 en la medida en que ciertos principios que le estructuraban se 
arraigaron socialmente. No es muy diferente lo que ha estado ocurriendo 
con el neoliberalismo, en tanto perfil actualizado del programa del gran
 capital corporativo, pareciera que el neoliberalismo está consiguiendo 
los objetivos a los cuales aspiraban los fascistas (en términos de los 
niveles de acumulación y concentración de la riqueza, de la explotación o
 entrega gratuita del esfuerzo laboral de contingentes inmensos de 
población, de las conquistas y arrebatos territoriales). Como el 
fascismo, el neoliberalismo ha desplegado todo un arsenal de 
procedimientos con finalidades de expulsión y desposesión de 
comunidades, pueblos o países enteros.
Por este conjunto de razones, no resultaría arbitrario proponer 
como hipótesis de trabajo el establecimiento de una relación estrecha 
entre ambos procesos históricos (fascismo europeo y neoliberalismo 
global), y ello con finalidades que van más allá de detectar “afinidades
 electivas”. Pues, una intención analítica comparativa o analógica no 
solo subrayaría rasgos de insospechada correspondencia, sino que 
corroboraría el hecho de que se trata de programas políticos más 
orgánica e integralmente encadenados.
La M(m)atrix(z) neoliberal 
Desde sus antecedentes más remotos (El Coloquio Lippmann, la 
Sociedad Mont Pelerin) hasta el encumbramiento de los trabajos de la 
Escuela Austríaca de Economía, en la obra de Ludwig von Mises o 
Friedrich Hayek, que transmutó los postulados filosóficos de éstos en 
premisas de la mainstream del pensamiento económico (Escalante, 
2015), el neoliberalismo ha logrado desbordar definitivamente las 
limitaciones que bajo el keynesianismo, cuando éste ocupaba el sitial de
 “pensamiento único” (hasta mediados de los años setentas del siglo 
pasado), le eran legítimamente impuestas. Mientras que con la 
rehabilitación del capitalismo de la segunda posguerra, a esta ideología
 “se le mantenía a raya”, como un proyecto identificable con ciertos 
grupos conservadores que nunca negaron su fobia a cualquier criterio de 
regulación por el lado de lo público o gubernamental, y que siempre 
apostaron no a que la “mano invisible” impulsara la economía de mercado,
 sino a que aunque fuera necesario con la ayuda de la “mano visible” y 
autoritaria del Estado, se operara una “gran transformación” que 
instalara como criterio absoluto e indisputado la construcción y 
aseguramiento de “sociedades de mercado” (objetivo que con Thatcher y 
Reagan, en los años ochenta del siglo XX, ya habían coronado) (Harvey, 
2007).
Desde este quiebre histórico (precedido por el endeudamiento del 
tercer Mundo y el estallido de la crisis de deudas), se aspiró a erigir 
los principios neoliberales como criterio y marco categorial de 
exclusiva racionalidad, cuyo reverso de la moneda terminaba por ubicar 
cualquier esquema que intentara disputarle la hegemonía en calidad de 
proyecto sospechoso de irracionalidad (Gómez, 1995), para ello se puso a
 disposición de los gestores neoliberales autóctonos, verdaderos lacayos
 y, en algunos casos, aliados del poder corporativo multinacional, toda 
la parafernalia desestabilizadora necesaria que los nichos del poder 
global podrían poner geopolíticamente a su alcance, y que fueron 
ensayando por el mundo entero, con tal de exorcizar y desterrar 
cualquier posibilidad autodeterminativa o que pretendiera obrar en uso 
de principios soberanos para la gestión de lo público y social. Ya para 
estas fechas los dogmas neoliberales hayekianos y friedmanianos no solo 
eran asumidos como axiomas del orden económico espontáneo y 
naturalizado, que toda escuela o facultad de economía que se preciase de
 serlo acogía en su currículo, sino que eran transmitidos bajo una 
completa estrategia de medios que los disgregaba socialmente y los 
esparcía cual mancha de aceite; el propósito era claro, interiorizarlos 
como intachables valores de la gente “normal y corriente”, aceptables 
porque circulan en las capas ideológicas de nuestras sociedades cual si 
fueran el nuevo sentido común.
Este aspecto de la cuestión ya había sido minuciosamente discernido
 por Franz Hinkelammert, en el primer libro que publicó una vez que pisó
 suelo latinoamericano, que intentaba reflexionar sobre las 
posibilidades de “revolucionar” las estructuras de poder de un sistema 
social vigente, justamente porque percibió y vislumbraba que eso podía 
acontecer en nuestra región, él detectaba atinadamente que:
…[Los]… valores …[afines a cierto sistema]… 
establecen y justifican una cierta presión social que se impone al 
individuo y lo obliga a conformarse con el sistema social existente. De 
esta presión social resultan mecanismos de estabilización del sistema 
social y de la estructura de poder involucrada, que son muy difíciles de
 atacar… (Hinkelammert, 1967: 10)
Esta utopía del fin de las utopías, o distopía “en estado puro”, 
que luego del colapso del socialismo realmente existente, la caída del 
muro de Berlín y la ideología celebratoria del “fin de la historia”, ya 
en la década de los noventa del siglo XX, había sumado a su causa nuevos
 apoyos y adeptos, reclamaba y reclutaba mayores cuotas de legitimidad, 
aspiró desde esa fecha a que el mundo no fuera otro que el que se 
desprendía de su lógica económica (cuyos fines eran muy particulares y 
localizados) expresada encubiertamente como “imparcial” diseño 
organizacional incuestionable (pues se pretende como la expresión más 
acabada de valores universales) cuando en realidad correspondió siempre a
 una planeación compleja “por objetivos”, a una “ingeniería social” en 
gran escala. Presentado el estado de las cosas de tal modo, sus 
criterios y principios quedarían resguardados como por un blindaje, el 
del principio de la ley, que cual coraza de acero, impidiera cualquier 
intención de revertirle. Si se llegaran a estrechar los límites de su 
legitimidad (como en efecto ocurrió con la vuelta de siglo), los 
neoliberales (que no hacen sino gestionar los intereses económicos y 
políticos del alto capital) siempre tuvieron claro que acudirían al 
principio de resguardo que la abismalidad del principio de legalidad les
 ofrecería, para ello echarían mano de todo un programa de 
“intervencionismo negativo” por parte de los gobiernos que se pusieron 
militantemente a su servicio, de un engranaje jurídico finamente 
proveído por un “institucionalismo conservador de alto impacto”, de 
parlamentarios que operan y cabildean a su servicio sin ningún recato, 
pues deben pagar los favores que les ubicaron en las cómodas bancas del 
poder legislativo, de las corruptelas abiertas o encubiertas en las 
instancias judicializadas en que se dirime, de última, la correlación de
 fuerzas sociales. Para el programa capitalista y colonial del 
neoliberalismo global fue revelándose con más claridad, una vez que la 
crisis no ha hecho sino ampliarse y profundizarse, que si ha de hacer 
perdurar sus fines debe aspirar a colocarse por encima de cualquier 
tentativa de poder constituyente que amenazara criterios 
constitucionales, y supranacionales, establecidos a su imagen y 
semejanza, o que tuviera, dicha “potencia constituyente”, así fuera como
 aspiración más modesta, el despropósito de operar un cierto 
desprendimiento, distanciamiento, o desconexión respecto a los contornos
 y compromisos que su condicionalidad habría heredado, según las 
apocalípticas apuestas de los “neoliberales a ultranza”, que anhelaban 
verlo regir hasta para el final de los tiempos.
Hacia el umbral histórico del siglo XXI, el neoliberalismo se 
proyectaba con un dominio inobjetable erigiéndose en “nueva razón del 
mundo”, en “razón global”, lo que más allá de su reminiscencia 
hegeliana, en cuanto a cargarse de un alcance a “escala mundial”, lo que
 la dotaba de ese carácter es su cualidad de tender a totalizar, de 
“hacer mundo” en términos de desplegar un poder para integrar y subsumir
 todas las dimensiones de la existencia humana, de ponerlas a su 
servicio y de servirse de ellas, “razón del mundo, es al mismo tiempo 
una «razón-mundo»” (Laval y Dardot, 2013: 14). En este ángulo de su 
complejidad, el orden que se está erigiendo en el mundo entero puede ser
 bien recuperado en clave foucaultiana, esto es, el neoliberalismo 
expresa:
…una racionalidad … tiende a estructurar y a 
organizar no sólo la acción de los gobernantes, sino también la conducta
 de los gobernados …[y]… tiene como característica principal la 
generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa 
como modelo de subjetivación… (Ibíd: 15)
Por vía de la racionalidad neoliberal, se ha hecho de las personas 
un mecanismo transmisor de las lógicas que gobiernan su funcionamiento, 
como si se tratase de una determinada parte de una máquina social, de la
 que funcionalmente se deriva un desempeño autoregulado, de ahí el 
interés de Foucault por discernirlo en clave biopolítica. Sin embargo, 
la historia no se detuvo para reproducirse ad eternum al modo de 
una reproducción interminable de tal código, registró ya al cierre del 
siglo XX, por el contrario, dotaciones de rebeldía y acciones de 
resistencia suficientes para intentar expresar otras dinámicas y no 
doblegar de manera plena “el mundo de la vida” a la fijeza que la 
gubernamentalidad neoliberal presumía haber alcanzado, en tanto manera 
naturalizada de todo vivir.
Latinoamérica en tanto campo de lucha
Una pequeña muestra de que la historia no se somete a este tipo de 
designios la ofrece América latina en su fase más reciente. Para 
disgusto de quienes quisieran ver un horizonte histórico cancelado, 
puesto a la medida justa para calzar a un cierto tipo de programa, el 
nuevo siglo de nuestra América se abrió a otro tipo de aventura, se 
permitió ofrecernos una imagen algo más alentadora. Mientras los grupos e
 intereses identificados con el alto capital corporativo multinacional, 
que se sirve de cómplices y comedidos esbirros para la entrega, de modo 
complaciente (e incluso cínico, por celebratorio), de las últimas 
reservas de riqueza y recursos, aspiraban a que esto aconteciera per se,
 se toparon con un ciclo de movilizaciones (y con estallidos que se 
fueron registrando paulatinamente por casi un cuarto de siglo, y en casi
 toda la región) que fueron capaces de integrar y combinar un conjunto 
de estrategias viables para inclinar el escenario y ponerlo a contramano
 de las acciones combinadas de aquellos sectores que no mermaron en su 
intención de ejecutar semejante alianza (propicia para perpetuar, con el
 neoliberalismo, la colonialidad de nuestros países). Tales 
agrupamientos o bloques, tildados de progresistas o incluso 
desarrollistas y, por supuesto, neo-populistas entendieron que las 
disposiciones de recursos (que monopólicamente proveen a los aparatos de
 gobierno de rentas naturales, que de otra manera son apropiadas 
“naturalmente” por el capital multinacional”) han de ser defendidas en 
calidad de posibles basamentos para un futuro reclamo de políticas 
soberanas. La historia, de nuestro anómalo inicio de siglo, cuando el 
mundo se inclina cada vez más hacia las opciones políticas y los 
pensamientos de derecha, no se sometió a tales caprichos, se disputó 
tercamente, mostró que ella se fragua en el fuego lento de los 
conflictos y amarres de fuerza. Y, también, que no hay garantía alguna 
de los triunfos asegurados o plenos, más aún cuando se responde (como 
diría Walter Mignolo) desde historias locales a diseños que son 
globales.
América Latina es un campo de tensión y de conflicto donde se juega
 y se ha jugado la deriva del neoliberalismo; de su imposición, del 
intento de su retracción y ahora de un enigmático retorno. Si tomamos en
 cuenta el corte estructural de los años 80 en adelante, tendríamos que 
hablar de un esquema o modelo (el cual fue abiertamente aceptado como 
“Consenso de Washington”, no casualmente en 1989) en ningún sentido 
improvisado, sino sistemáticamente ensayado para una implementación 
multisectorial y de emplazamiento reticular. Hubo (de los años ochenta 
del siglo pasado en adelante) una naturalización de una visión negativa 
de lo que en aquel momento se caracterizaba como el populismo, o el 
ejercicio último de un cierto populismo histórico. Para un cierto 
análisis de la crisis capitalista de los 70, había una naturalización de
 que la “ineficacia gubernamental” era equivalente a ese tipo de 
populismo, con lo cual se planteaba una cierta legitimidad a la 
restructuración neoliberal que se fundamentaba en otros principios, que 
reclamaban una eficiencia perdida. Pero esa legitimidad, ya desde 
inicios de los años noventa, con el caracazo y el Ya Basta!! 
Zapatista, se erosionó en varios terrenos, quizás no tanto en el aspecto
 cultural e ideológico, pero sí en los ámbitos económico, social y sobre
 todo en el ambiente político.
Una de las características que cruzaron transversalmente a este 
tipo de procesos, que involucraron a una mayoría de nuestros países fue 
justamente, en el terreno sociopolítico, la condición de imposibilidad 
del capitalismo de aquel entonces, como el de ahora, de propiciar 
lógicas de reducción de la pobreza. La pobreza fue el tema de moda de 
los años 90, el BM, el BID, la CEPAL, estuvieron produciendo análisis 
muy abundantes sobre esa cuestión, y para la producción de modelos de 
intervención (biopolíticos) que evitaran que la agenda social de los 
problemas se fuera hacia otra parte que no a la “gubernamentalización” 
de las poblaciones, o a su franca aniquilación, cuando de la biopolítica
 se ha pasado a la necropolítica (como es el caso, infortunadamente, en 
el México de hoy, y lo llegó a ser en Colombia y en ciertos espacios 
concentrados de otros países). Y, sin embargo, la pobreza fue solo una 
de las condiciones que plantearon exigencias que condujeron hacia una 
crisis en la representatividad política, para que éstos 
resquebrajamientos colisionaran como crisis debían vincularse 
dialécticamente con la contracara de la pobreza y la desigualdad: la 
insultante concentración y acumulación de riqueza, por ingresos y 
patrimonial, en unos cuantos capitalistas y grandes holdings de 
negocios. Los partidos que habían hegemonizado o petrificado la 
política, en un determinado momento, erosionaron su legitimidad, y la 
del sistema político en general. De allí surgieron procesos políticos de
 una alta movilización y erupción popular, pero no solo eso, sino que 
expresaron cierta capacidad de moverse en paralelo, o incluso por fuera,
 de los núcleos políticos que habían sido los dominantes hasta ese 
momento. Conformaciones partidarias o articulación de movimientos, como 
en su momento lo mostraron el MST y el PT con Lula da Silva, tentativas 
de bloques y frentes, por fuera de los sistemas de partidos existentes 
que, como en el caso de Hugo Chávez en Venezuela, de Rafael Correa en 
Ecuador, y de Evo Morales en Bolivia, combinaron virtuosamente una 
práctica política que copó los campos de la movilización social, el 
instrumento político (al modo de partidos) y la vocación en el ejercicio
 de gobierno (con relativos grados de eficacia) y, en instancias de 
agrupamiento regional (llegando a erigir hasta instituciones que 
contuvieran en algo la agresión externa: ALBA, CELAG, etc.), tuvieron 
que aprender, sobre la marcha, a combinar todo este conjunto novedoso de
 políticas, y a batirse en escenarios cada vez más complejos, con 
enemigos que no dejaron de jugar sus fichas. Y parece que por más 
grandes que fueron estos esfuerzos, los enemigos son muy poderosos, y 
“no cesan de vencer”, o de hacer lo propio para no brindar siquiera 
algún instante de relativa tranquilidad.
Aunque algunos ejercicios de interpretación del neoliberalismo, o 
con mayor precisión de “la razón neoliberal”, sin duda valiosos,  
partían de asumir que “el debate en nuestro continente puede enmarcarse,
 desde varios ángulos, al interior de un horizonte posneoliberal” (Gago,
 p. 333), la progresión de los acontecimientos más recientes nos obliga a
 proceder con mayor cautela. Habría que explicar el intento de salida a 
la condicionalidad neoliberal (en la que, sin duda, se avanzó desde 
nuestra región) en un marco global que no solo permaneció ganado por 
este paradigma reconstructivo de lo social, sino que en su mismo 
interior triunfaron las tendencias asociadas a los intereses más 
conservadores. No es que se agotó la estrategia nacional-popular por una
 especie de implosión de sus contradicciones, sino que sucumbió ante un 
panorama agudizado de crisis que revirtió en esta región los avances y 
expuso estos ensayos alternativos a un panorama sustantivamente más 
agresivo e incólume, resentido y vengativo, por parte de las fuerzas más
 influyentes del capital corporativo multinacional, que ven este momento
 que les apuntala, como una oportunidad para obtener rendimientos, no 
solo políticos sino económicos, para apuntalar rentabilidades y asegurar
 concentraciones y acumulaciones. La tensión, en nuestra coyuntura más 
inmediata, no hace más que reaparecer, las fuerzas de la derecha no 
cesan en instrumentar su programa, y ello nos abre a una inmensa tarea 
para tratar de orientar hacia la izquierda el campo político. Las 
retóricas del “fin de ciclo” no contribuyen, a mi juicio, a esa 
finalidad, parecieran alimentar, hasta sin quererlo, un horizonte de 
desencanto.
Ciertas características, por las que se llegó a vislumbrar un 
momento “posneoliberal” de la política, se han ido modificando, hacia 
contextos de contradicciones más profundas, de coordenadas muy agudas en
 los enfrentamientos, por las condiciones de un capitalismo envuelto en 
una crisis brutal. El momento que estamos viviendo, si bien está 
produciendo también un resurgimiento innegable de la desigualdad, que 
muchos de los análisis internacionales están volviendo a poner en 
discusión, no está conduciendo hacia articulaciones que se inspiren en 
el valor inobjetable de “lo común”, o de un entendimiento en dirección a
 reivindicar lo colectivo, en clara responsabilidad por el destino del 
otro, que es el de uno mismo (Cano, 2015). Como nunca antes el 
capitalismo está produciendo y reproduciendo condiciones de desigualdad y
 de polarización social. No sólo es el hecho de los grandes 
multimillonarios que no encuentran límite a su desmesura, sino de 
condiciones progresivas que conducen hacia el desastre económico para la
 mayoría de la población. Uno de los elementos que ha de analizarse es 
el rumbo social que tales procesos están experimentando, el tipo de 
conflictividad que está generando esta situación, el tipo de abertura en
 la diferencia ontólogica de la existencia. Grietas, emergencias y 
destellos en que pareciera que se celebra el sometimiento, y que éste 
desata una politicidad que retro-alimenta, por ejemplo, el desencuentro,
 el desencanto, la atomización, la salida individualizada del “sálvese 
quien pueda”, una capitalización del resentimiento, ante lo que 
ideológicamente se descalifica como acceso a ciertos regímenes de 
privilegio, en donde el asunto del mal llamado privilegio no está ligado
 al hecho capitalista, y la obtención de rendimientos, a las formas 
cleptocráticas de acumular, sino a un cierto elemento de activación 
política de sello conservador, adverso a lo público estatal, que incluso
 es llevado a reclamar o legitimar un completo desmontaje de todo 
régimen de derechos.
Lo que rige actualmente a la condición del capitalismo global es un
 programa amplio por la pérdida de derechos, de una precarización 
integral de la existencia; lo que sorprende es que las capas dominantes 
encuentren entre los desfavorecidos o las capas medias a aliados 
militantes en esta cruzada, cuando engrosarán también las filas de 
afectados por dichos procesos. Ante ese paradójico rumbo, ya hay algunos
 economistas, analistas políticos, psicoanalistas y filósofos que 
introducen otro tipo de categorías para destacar ciertas hendiduras 
analíticas más complejas, justo para recuperar, del derrotero 
neoliberal, una disposición más dúctil en su modo de instrumentación. Se
 habla así, por ejemplo, de “ordoliberalismo”, señalando un aspecto más 
violento, barbárico, de un modo inmisericorde de atacar instituciones 
sociales sin recaer, eso sí, en modelos de facto, una vez que se ha 
reconocido la necesidad de travestir dichos planes (que siguen paso a 
paso los manuales de desestabilización), bajo la mascarada de incidentes
 parlamentarios, comisiones de investigación, o acciones de 
judicialización de la política. En años recientes, y para varios países,
 juzgados irresponsables, cuando no disidentes, hasta los golpes de 
Estado se intentaron y auspiciaron de otro modo (el impeachment 
en contra de la presidenta legítimamente electa de Brasil, Dilma 
Roussef, el caso más reciente), en formas blandas que, no obstante, 
fueron histéricamente ejecutados y patéticamente festejados.
El filósofo argentino Hugo E. Biagini (2014) formuló, por tales 
razones, un término, simpático a mi juicio, y no por ello errado, y 
menos impreciso, lo que llama “neuroliberalismo”. Una especie de 
interiorización, como principio de actuación de la persona (no sólo 
estoica, sino guerrera, la de la “ética del más fuerte”) que se ha 
instalado como sentido común, esto es, disposición a la aceptación como 
propios de los valores que legitiman las prácticas de los grupos 
dominantes, y que se elevan a consignas sociales o mediáticas que 
articulan, hasta con cierto “exceso de positividad” (Han, 2012), el 
volcamiento subjetivo, cierta modalidad de ser susceptible de aceptar 
dosis crecientes de entrega sacrificial. Este tipo de actitud ética 
genera en correspondencia un muy específico proceso político, resultado 
de las formas emergentes de eslabonamiento en las figuras nuevas de 
subjetividad. Las transformaciones del capitalismo que derivan de la 
imposición planetaria de la razón-mundo neoliberal, conducen a la 
perpetuación del “discurso capitalista”, puesto que el ahuecamiento o 
disolución del “significante amo”, efectúa una pequeña pero decisiva 
desviación, e instala como agente del discurso a “un sujeto, el 
sujeto-amo” (Alemán, 2014: 30) , vuelve “inviable la experiencia del 
inconsciente”, no dejándole lugar al “punto donde efectuar su corte” y 
le entrega de pleno a una circularidad irrompible e indetenible: el 
capitalismo relanza la producción de la falta, lo que Marx detectaba 
como generación creciente de novedosas necesidades, pero ya no la deriva
 (la producción de la falta) de que haya necesitados insolventes, sino 
de que los recrea en dicha condición,
…la falta como insaciabilidad incesante, como 
carencia en demasía, que conlleva siempre exceso en el rendimiento del 
sujeto, haciendo una «producción de sí mismo» sin la experiencia del 
vacío … sin Castración … esa relación falta/exceso, sin mediación 
simbólica que la ordene y sin construcción fantasmática que la sostenga,
 excede las condiciones de la fuerza de trabajo entendida como 
mercancía, tornando así inviable la experiencia del inconsciente… 
(Alemán, 2014: 32)
[…]
…el discurso capitalista condena a cada ser 
hablante a ser «un individuo», a ser Uno, entre su ser de sujeto y su 
modo de gozar. Cuando este Uno-individuo es capturado por las exigencias
 de rendimiento propias del «empresario de sí» o por su reverso «el 
acreedor» indefinido y sin solución simbólica, la producción de 
subjetividad está cumplida…(Alemán, 2014: 35)
Si el mundo de la vida ya no tiende a ser jalado por la furia del 
oprimido lo es, en parte, porque la gente “sin amo alguno se explota a 
sí mism[a] de forma voluntaria” (Han, 2014: 12), quizá sea por ello que 
la contracara de ese exceso de positividad (correspondiente a un orden 
que se autorregula, como acción combinada de “sujetos de rendimiento”) 
sea la dificultad de identificación de hacia dónde dirigir la potencia 
de la negatividad, y la conformación de una muy peculiar dialéctica, no 
de la historia como avance progresivo en la negación de la negación, 
sino el registro de que la autocoacción (alimentada psicoanalíticamente 
por la combinación de falta creciente y exceso de goce), enlaza una 
serie de subjetivaciones y servidumbres, sean las de la deuda, la 
precarización, la promesa de consumo, el autoencierro, o el despliegue 
de ciertas formas de “autosatisfacción complaciente” por ventura del 
involucramiento en un abanico creciente de éticas débiles, que recrean o
 excluyen el autodotarse de forma en sentidos más densos o sólidos de la
 vivencia o convivencia con “lo político”, la que debiera ser nuestra 
condición por excelencia, y que la racionalidad neoliberal quisiera extirpar en cada uno de nosotros.
No ha de sorprendernos, sino llamar a nuestra reflexión, que 
concurramos a la reedición del drama: una gran masa social, como para 
construir mayorías electorales, le otorga nuevas oportunidades de saqueo
 a sus anteriores verdugos. Todo ello apunta, sin embargo, a algo 
diferente al autismo, al autoreferencialismo, al solipsismo monológico, 
nos habla de ciertas determinaciones por aquello que refiere las 
dimensiones del sujeto al mundo de la técnica, a sus engranajes y 
operaciones, a programas que gobiernan la lógica de los dispositivos y 
al modo cómo éstos inciden en los deseos y la acción. La voluntad, por 
menguada que ella quiera verse, ha sido puesta en calidad de 
reminiscencia arrojada al centro de una vorágine. Y, en el marco de 
dicha captura, el mecanismo autoalimentado desvía o separa, 
inevitablemente, a la persona y a su voluntad, de aquello que una 
matriz, un eje, un vector de lo común pudiera simbolizar, o coagular, y 
en tal sentido, potenciar en calidad de acción acrecentada de fuerzas 
que tratan de eludir su autosometimiento porque intentan articularse 
como “voluntad colectiva”, fraguada en la intención de dar forma a su 
proyecto, y no al de una ajenidad (el sujeto-capital) que parece 
indescifrable.
La detección que el joven Gramsci ofreció, en su momento, pareciera
 hablarnos de lo que muy recientemente estamos presenciando y del reto 
al que hoy concurrimos:
La masa de los hombres abdica de su voluntad, 
deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede 
cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta popular podrá 
derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá
 derrocar. (Gramsci, 2011: 19-20) 
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OTRA COSA: Estados Unidos ordena salir de Venezuela a las familias del personal de la embajada en Caracas
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OTRA COSA: Estados Unidos ordena salir de Venezuela a las familias del personal de la embajada en Caracas
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