German Cano · 15/10/2017
El trabajo es un elemento central en la construcción de nuestra identidad. Y la identidad es el armazón de nuestra salud mental, así que el trabajo no tiene una posición neutral: o favorece nuestra salud o la perjudica. En esta entrevista, Christophe Dejours, uno de los mejores especialistas en este campo, explica estas y otras cuestiones fundamentales de su obra Trabajo y Sufrimiento. Un clásico que acaba de ser publicado en español por la editorial Modus Laborandi.
El trabajo es una de las principales causas de sufrimiento en 
las sociedades occidentales; sin embargo, a lo largo del siglo XX se ha 
consolidado la creencia contraria, ¿cómo explica esta paradoja?
La tesis del fin del trabajo que ha circulado por el mundo 
desde hace 15 años, es, sin duda, una tesis errónea, pero ha tenido una 
consecuencia perversa: ha convencido a nuestras sociedades de que el trabajo era 
un hecho marginal, que al final, las máquinas harían las tareas más pesadas y 
que habría poco trabajo para los humanos. Se ha asumido la idea de que el 
trabajo que provoca dolor lo hacen las máquinas, cuando sabemos, por la 
existencia de las enfermedades profesionales, que son legión las víctimas del 
trabajo. Además, ha provocado que la gente se bata para conservar sus empleos 
porque se anunciaba que no habrían suficientes puestos. En realidad, en el 
momento en que se anuncia el fin del trabajo constatamos que lo que sucede es lo 
contrario: trabajamos más. De hecho han aparecido en los últimos 20 años un 
montón de patologías ligadas a la sobrecarga de trabajo. Patologías como el 
bourn-out o el karôshi. Está última ha sido descrita en Japón y consiste en una 
muerte súbita, generalmente por hemorragia cerebral o un infarto, que afecta a 
hombres de menos de 40 años que no presentan ningún factor de riesgo. Casos 
frente a los cuales, finalmente, la única causa que se puede encontrar es la 
sobrecarga de trabajo. Gente que trabaja más de 71 horas por semana. También 
están los problemas músculo-esqueléticos que se han disparado en las últimas 
décadas y que también apuntan a una situación de sobrecarga de trabajo. La 
realidad es que la gente trabaja cada vez más en un momento en que el trabajo es 
considerado marginal en nuestras vidas.
Usted plantea que ha habido una cierta 
  complicidad de la izquierda en este proceso de invisibilización del 
  sufrimiento que procura el trabajo. 
Sí. En el último tercio del siglo XX, 
  los sindicatos y los partidos de izquierdas veían de forma peyorativa 
  todas las cuestiones que tenían que ver con la salud mental en el 
  trabajo. Se diría que la única cosa noble de la 
  que se podía hablar era de las enfermedades del cuerpo o de los 
  accidentes de trabajo. Los problemas de salud mental se consideraban 
  burgueses y fueron desatendidos por las organizaciones de izquierdas 
  justo en el momento en que iban adquiriendo una gran importancia para la 
  clase trabajadora. Este fallo en el análisis realizado por las 
  organizaciones sindicales dejó el campo libre a un elemento quizás más 
  importante a la hora de comprender la tolerancia social frente al 
  sufrimiento en el trabajo. Me refiero a lo que llamamos el “giro 
  organizacional” en el discurso empresarial y económico.
¿En qué consiste?
Se inició afirmando que la clave del 
  éxito empresarial estaba no tanto en hacer progresos en el terreno de la 
  producción, sino en el de la gestión. Sobre todo en la gestión de costes: 
  economías en la gestión de stocks, en la gestión del tiempo, en la 
  gestión de personal. Este giro en el discurso que guía las prácticas 
  empresariales marca un antes y un después en el pensamiento económico: 
  encumbrando la importancia de la gestión lo que se busca esencialmente 
  es descalificar toda preocupación por el trabajo, cuya centralidad es 
  cuestionada tanto en el plano económico como en el plano social y 
  psicológico.
¿Y cuáles han sido las consecuencias 
  de esa pérdida de centralidad del trabajo?
En este marco ideológico, las 
  condiciones de trabajo se han degradado mucho sin que la sociedad se 
  movilice contra ello porque el trabajo ya no se considera importante. 
  Con el encumbramiento de la gestión ha llegado la evaluación individual 
  del trabajo, los criterios de certificación, las normas ISO, etc. Estas 
  metodologías se presentan como si fueran simplemente una forma 
  inofensiva de medir el trabajo, cuando, en realidad, son la causa de una 
  transformación en profundidad de las relaciones en el trabajo y son, en 
  buena parte, responsables del aumento notable de las patologías mentales 
  en el mundo laboral. Las evaluaciones individuales no sólo no sirven 
  para describir la realidad, eso lo sabe cualquier trabajador, sino que 
  han convertido las empresas en lugares donde todo el mundo lucha contra 
  todo el mundo, destruyendo por un lado una visión fundamental del 
  trabajo en equipo, y por otro, toda una red social de apoyo y 
  movilización de los trabajadores.
  
El sufrimiento en el trabajo no es nuevo, pero a usted lo que 
sí le parece un nuevo fenómeno es que la mayoría aceptemos con pasividad todo 
ese sufrimiento y colaboremos con él.
Sí. Esa cuestión es crucial porque nos sirve para mostrar que 
sin coacción, sin amenazas, la inmensa mayoría de nosotros somos capaces de 
colaborar con un sistema que consideramos injusto ¡Qué haríamos si nos pusieran 
una pistola en la sien! Durante años hemos tratado de mostrar las patologías 
mentales que produce el trabajo pero ante la situación actual hay que darle la 
vuelta a la cuestión y preguntarse: ¿Cómo hacen tantos y tantos trabajadores 
para no volverse locos a pesar de estar confrontados a unas exigencias de 
trabajo insufribles? ¿Por qué no se produce una movilización social frente al 
sufrimiento que elabore éste en términos de injusticia? Lo que 
resulta enigmático es la normalidad con la que aceptamos el sufrimiento propio y 
ajeno.
Y, ¿cómo lo conseguimos?
Lo que mi equipo y yo hemos observado en nuestras 
intervenciones clínicas a lo largo de los últimos 20 años es que para evitar que 
el sufrimiento les desborde y se convierta en una enfermedad, los trabajadores 
desarrollan estrategias colectivas de defensa. No sufrimos pasivamente sino que 
nos defendemos activamente contra los efectos patológicos del sufrimiento. 
Algunas de estas estrategias son tan sorprendentes como generar actos de 
virilidad colectiva para hacer frente al miedo. Por ejemplo, en el sector de la 
construcción hemos visto jóvenes que, al final de la jornada, recogen las 
herramientas lanzándolas desde el tercer piso para que otros las recojan desde 
el suelo en una especie de ritual extremadamente peligroso. Son demostraciones 
colectivas del coraje.
¿Y en otros sectores?
Pues hemos visto, por ejemplo, que los cargos intermedios que 
deben participar en un programa de despidos colectivos se muestran, en reuniones 
privadas, como los más valientes para llevar a la práctica el discurso de la 
empresa pensando que su manera de conjurar el miedo a ser despedidos es ser 
despiadados con sus compañeros. A ese discurso de la empresa le denominamos “la 
mentira instituida” y consiste en una descripción de la actividad de la empresa 
a partir de los resultados y no a partir de las actividades que los generaron. 
Un mecanismo que permite tranquilizar las conciencias negando lo real del 
trabajo (el sufrimiento de muchos) para depositar una marcada confianza en 
metodologías supuestamente científicas. Nos preguntamos cómo pueden, personas 
que en otros aspectos de la vida tienen un comportamiento ético, colaborar en 
prácticas que pretenden denigrar a un trabajador para que éste se vaya sin 
indemnización o para que cometa errores que pueden provocar un despido 
procedente. Esa es la pregunta clave, porque el sufrimiento hoy en el trabajo es 
cosa de muchos. Y la mayoría de veces la respuesta es el miedo. La violencia 
genera miedo y el miedo impide pensar, y si no se piensa no hay movilización 
colectiva. Tendemos a pensar que la violencia genera sufrimiento, pero olvidamos 
un paso intermedio fundamental que es el miedo. El sufrimiento consciente genera 
movilización, el miedo genera prácticas defensivas que nos evitan la conciencia.
Usted hace la distinción entre el sufrimiento en el trabajo y 
el sufrimiento por no tener trabajo y dice que ambos se retroalimentan.
Sí. Cuando pensamos en la gente que ha perdido el trabajo nos 
impresiona la envergadura de los daños que este hecho provoca en su salud 
mental. Pero tenemos una tendencia a pensar la relación entre el desempleo y la 
salud mental sin referencia al papel que juega el trabajo en la salud mental. Y 
el empleo y el trabajo no son para nada la misma cosa. El hecho de tener un 
empleo no garantiza una buena salud mental. Hay muchas situaciones de trabajo 
que, a pesar de proporcionarnos un salario, no son favorables para la salud 
mental. Lo que ambos sufrimientos tienen en común es su referencia a la 
identidad. No trabajar pone en entredicho nuestra identidad, lo mismo ocurre 
cuando nos vemos obligados a trabajar mal, en condiciones que nos hacen sentir 
incompetentes o que nos llevan a tal contradicción moral que nos provocan un 
sufrimiento ético. Estas crisis de identidad que provoca el no trabajo o el mal 
trabajo son muy graves porque la identidad es el armazón de la salud mental. 
Detrás de toda patología mental hay una crisis de identidad.
Sin embargo, parece que todo lo producido en el siglo XX en 
torno al tema de la identidad, que ha sido mucho, se ha centrado en fuentes de 
identidad que no son el trabajo.
Estoy de acuerdo. El pensamiento postmoderno pero también una 
buena parte de la filosofía, desde Aristóteles hasta nuestros días, ha 
menospreciado el trabajo como una fuente de identidad primordial para la 
persona. Si lo pensamos bien, son pocos los grandes autores de la filosofía que 
han hecho del trabajo su principal preocupación. Sin embargo, lo cierto es que 
el trabajo es central para nuestra identidad y podemos afirmar que no hay 
trabajo neutral para nuestra salud mental. El trabajo o favorece o empeora 
nuestra salud mental.
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