Raúl Solís | Paralelo36 |4/5/2017-Por Lola R. https://iniciativadebate.org/2017/05/04/quise-jordi-cruz/ 
Cuando tenía 19 años, hace ya 16, no 
sabía qué hacer con mi vida. Me gustaban muchas cosas pero no era 
posible porque irme a Madrid a estudiar Periodismo, que es lo que años 
más tarde pude estudiar, era imposible de asumir por mi familia. Así que
 me me matriculé, después de una selección que parecía un casting para 
entrar en la NASA, en una escuela de cocina que tenía alto prestigio, 
pública, y en la que cientos de jóvenes, más de doscientos, se quedaban 
cada año fuera porque sólo admitían a 40 alumnos por promoción, 20 para 
cocina y 20 para sala. Hasta un test psicotécnico había que superar 
entre una infinidad de pruebas.
Uno pensaba que lo metían en una élite 
sólo reservada para los llamados y no en una escuela de hostelería de 
toda la vida. Recuerdo que el primer trimestre me lo pasé llorando. Si 
te quedaban dos asignaturas, te echaban de la escuela en diciembre. Con 
eso, más que fomentar la excelencia, lo que se hacía era fomentar la 
competitividad entre los alumnos, la sensación de examen diario, un 
estrés que a mí me costó acabar en el hospital con un ataque de ansiedad
 de caballo y día sí y día no iba al despacho de la jefa de estudios a 
llorar, a decirle que me sentía inseguro, que no lo iba a conseguir, que
 cómo iba a volver a mi casa siendo un fracasado con 19 años.
Por todos lados veía miradas que 
aumentaban mi inseguridad. Perdí 18 kilos y recuerdo que llamaba a mi 
madre y, nada más descolgar el teléfono, me ponía a llorarle sin ton ni 
son. No sabía por qué, lo supe años más tarde: estaban preparándonos 
para que fuéramos estrellitas de restaurantes donde los menús 
degustación costaban 200 euros. Nos hacían creer que éramos elegidos. El
 peor insulto que lanzaban era: “Pareces un cochinero de la tasca de la 
esquina”. La mayoría de los alumnos procedían del abandono escolar y de 
momento empezaban a creer que no serían currelas como sus padres y sus 
amigos del barrio, sino unos llamados por el dios de la alta cocina.
Yo había productos que se trabajaban en 
aquella cocina que nunca antes los había comido. Platos con nombres 
barrocos que diariamente servíamos en un restaurante a distinguidas 
personalidades del mundo de la empresa y la política que acudían a comer
 a la escuela. Odiaba con todas mis ganas cuando me tocaba cocinar para 
la calle. Era un estrés de restaurante profesional, donde equivocarse 
significaba ser mirado con cara de apestado y, si no eras de los más 
ingeniosos, como era mi caso, los compañeros no querían trabajar 
contigo. Juntarse con el menos ingenioso significaba no poder competir 
al mismo ritmo que los demás. Y quedar primero en esa competición es lo 
que daba el pase para poder ir en verano a hacer prácticas a afamados 
restaurantes de estrellas michelín en el norte de España. Nadie quería 
juntarse conmigo ni con otros compañeros de mi destreza. Ralentizábamos 
al resto. Creíamos que íbamos a la escuela a aprender y resulta que 
estábamos diariamente compitiendo.
Llegó el primer trimestre y me salvé por
 los pelos. Me quedaron dos, justo el límite para que no me echaran, 
pero suficiente como para pensar que no valía para estar allí. Y yo 
quería estar allí porque, aunque no me entusiasmaba, sí me gustaba y 
quería sobre todo tener un oficio para poder ganarme la vida y hacer más
 cosas en el futuro. En las primeras navidades, como me habían quedado 
dos, me fui a Guadalajara a hacer prácticas a un hotel rural propiedad 
de un miembro del Opus Dei. A los que nos había quedado alguna, nos 
estaban reservado los supuestamente peores hoteles o restaurantes: sin 
estrellas, sin glamour. No saben qué favor me hicieron.
Aprendí mucho, cierto es, pero no me 
pagaron absolutamente nada. Ni siquiera el viaje en tren hasta el lugar.
 Tampoco me dieron alojamiento. Me hospedé en casa de la cocinera con el
 resto de la plantilla, en un colchón en el suelo en el que pasé frío 
como nunca antes. La experiencia me reconfortó porque conocí gente 
estupenda y aprendí, pero fui explotado en jornadas de 15 horas al día 
porque yo contribuí a sacar el servicio de aquellas navidades. En la 
cocina, éramos dos becarios y una cocinera. Esas navidades, ese hotel se
 ahorró dos sueldos de auxiliares de cocina. Y, por supuesto, limpiamos 
ollas como el que más.
En verano, visto lo visto, yo dije que 
no iría a hacer prácticas a ningún sitio que no me pagaran. No por nada,
 sino porque mi familia no me podía mantener y yo, aunque fuera poco, 
tenía que ingresar algo para mis gastos. Me mandaron a Toledo, a un 
complejo hotelero muy conocido en la ciudad. Y ahí sí me trataron bien: 
me pagaban, no como a un empleado pero sí lo suficiente como para ser 
independiente, y me dieron alojamiento en un precioso apartamento dentro
 del recinto hotelero. Aprendí lo más grande pero a la vuelta a la 
escuela, en septiembre, era un apestado. Había estado de auxiliar de 
cocina en un hotel de provincias donde se daban bodas y comuniones y no 
en los restaurantes de ilustres de la cocina de diseño del País Vasco o 
Cataluña, donde fueron muchísimos de mis compañeros.
A la vuelta, estos mismos compañeros que
 pensaban que iban a venir con una estrella michelín en lo alto, 
contaban peste de estos sitios. No habían aprendido absolutamente nada. 
Habían estado los dos meses de verano como en una cadena de montaje 
quitándole el corazón a cientos y cientos de manzanas, torneando patatas
 (darle forma ovalada), cortando en ‘brunoix’ (dados pequeñitos) 
cebollas, pelando ajos y sintiendo que estorbaban. Pero ellos estaban en
 la meca de la cocina y se sentían llamados por el dios de los fogones. 
No podían comunicarle a nadie que no estaban a gusto, que no era su 
sitio, que estaban siendo un estorbo. Nadie quería ser un fracasado.
Ellos, como eran nacionales, tuvieron 
más suerte que los japoneses y argentinos con los que compartían 
experiencia becaria. Éstos, dormían en los almacenes de las cocinas en 
sacos de harina, en habitaciones de dos donde dormían cuatro y, por 
supuesto, tenían que darles las gracias a la estrellita que le daba 
nombre al restaurante. Por si no fuera bastante el fraude, en los dos 
meses que estuvieron vieron al cocinero estrella unas tres veces; 
porque, a pesar de lo que la gente se cree, los cocineros mediáticos no 
son cocineros, son imágenes de marca, viven de su imagen, de los 
programas que presentan, de los productos que patrocinan y de mucho 
posturear.
Se dedican a ir a congresos para mostrar
 experimentos culinarios que han puesto en marcha los esclavos que 
tienen en sus cocinas; presentan libros que no han escrito ellos y 
hablan de platos que, al contrario que en las cocinas reales, elaboran 
en cocinas que parecen naves espaciales, donde ellos practican su 
creatividad efímera sin el estrés de un servicio real.
Con suerte, de ese ejército de gente que
 se va de prácticas a los restaurantes de estas estrellas michelín, 
alguno es señalado por el dedo divino del cocinero-estrella. Y entonces 
sí, entonces te enseñan, aprendes y hasta te pagan un sueldo digno; 
aunque nada comparado con lo que gana una estrellita por ir a un 
congreso a decir cómo le mete oxigeno a un huevo frito.
Si cuando empezamos el primer curso 
éramos 20 alumnos, al comienzo del segundo éramos sólo 14. Seis 
criaturas no habían podido soportar el desengaño y el sentirse unos 
fracasados. Había gente a la que le costaba reconocer que durante las 
prácticas en verano no habían aprendido absolutamente nada, pero “eso 
para el curriculum viene muy bien”, decían para autoconvencerse los 
desengañados. Terminamos la escuela y muchos no trabajaron nunca de 
cocinero porque la cocina real era otra cosa de lo que nos habían 
enseñado. En realidad, la alta cocina odia profundamente la cocina de 
verdad y a quienes han cocinado toda la vida en la intimidad de los 
hogares, las mujeres. Existe un profundo machismo. Había sitios donde no
 querían mujeres y así de literal nos lo trasladaban desde la escuela. 
“A este sitio no puedes ir, fulanita, porque no quieren mujeres”. Y la 
víctima, como quería ser una estrella de la alta cocina, callaba ante la
 humillación. De hecho, en la selección de la escuela cogían 
preferiblemente a hombres. De 20 alumnos que comenzamos, sólo había tres
 mujeres. Ninguna de ellas se dedica ahora a la cocina.
Durante cinco años me dediqué a la 
cocina, a la de verdad, en la que se llegan a trabajar jornadas de hasta
 17 horas para una boda, donde se dan voces por los nervios, en la que 
te pagan la hora extra a cinco o seis euros y con turnos partidos, de 
mañaña y tarde, y sábados, domingos, festivos y fiestas de guardar. Nada
 que ver con programas tan glamurosos como Master Chef. La cocina real 
es muy dura y sólo aguantan las criaturas que no tienen otra manera de 
ganarse la vida. En las cocinas reales, la inmensa mayoría de la gente 
no ha decidido ser cocinero; se autoconvencen porque no han podido tener
 otras oportunidades y hacen de la necesidad virtud y lo adornan en un 
aura de exclusividad y glamour.
Yo, como era joven, años más tarde pude 
reencauzar mi futuro laboral y me matriculé en la universidad para 
estudiar Periodismo, carrera que finalicé compatibilizándolo con 
trabajos en la hostelería o como pescadero en un supermercado. Yo quería
 ser Jordi Cruz pero menos mal que me di cuenta a tiempo de que era un 
mundo de mentira, de competición extrema, de soledades y frustraciones 
que no caben en un programa de televisión. Si estás pensando en ser 
Jordi Cruz, no lo hagas. No lo vas a ser nunca. Se aprovecharán de ti, 
te harán sentir un fracasado, te llenarán de inseguridades y cuando no 
sirvas para pelar más patatas, te echarán diciéndote que te dediques a 
otra cosa. El mundo de la alta cocina es un infierno, sí, pero no por el
 calor de los fogones sino por la ausencia de calor humano.
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