lunes, 4 de diciembre de 2017

Yo quise ser Jordi Cruz, de Raúl Solís




Cuando tenía 19 años, hace ya 16, no sabía qué hacer con mi vida. Me gustaban muchas cosas pero no era posible porque irme a Madrid a estudiar Periodismo, que es lo que años más tarde pude estudiar, era imposible de asumir por mi familia. Así que me me matriculé, después de una selección que parecía un casting para entrar en la NASA, en una escuela de cocina que tenía alto prestigio, pública, y en la que cientos de jóvenes, más de doscientos, se quedaban cada año fuera porque sólo admitían a 40 alumnos por promoción, 20 para cocina y 20 para sala. Hasta un test psicotécnico había que superar entre una infinidad de pruebas.

Uno pensaba que lo metían en una élite sólo reservada para los llamados y no en una escuela de hostelería de toda la vida. Recuerdo que el primer trimestre me lo pasé llorando. Si te quedaban dos asignaturas, te echaban de la escuela en diciembre. Con eso, más que fomentar la excelencia, lo que se hacía era fomentar la competitividad entre los alumnos, la sensación de examen diario, un estrés que a mí me costó acabar en el hospital con un ataque de ansiedad de caballo y día sí y día no iba al despacho de la jefa de estudios a llorar, a decirle que me sentía inseguro, que no lo iba a conseguir, que cómo iba a volver a mi casa siendo un fracasado con 19 años.
Por todos lados veía miradas que aumentaban mi inseguridad. Perdí 18 kilos y recuerdo que llamaba a mi madre y, nada más descolgar el teléfono, me ponía a llorarle sin ton ni son. No sabía por qué, lo supe años más tarde: estaban preparándonos para que fuéramos estrellitas de restaurantes donde los menús degustación costaban 200 euros. Nos hacían creer que éramos elegidos. El peor insulto que lanzaban era: “Pareces un cochinero de la tasca de la esquina”. La mayoría de los alumnos procedían del abandono escolar y de momento empezaban a creer que no serían currelas como sus padres y sus amigos del barrio, sino unos llamados por el dios de la alta cocina.
Yo había productos que se trabajaban en aquella cocina que nunca antes los había comido. Platos con nombres barrocos que diariamente servíamos en un restaurante a distinguidas personalidades del mundo de la empresa y la política que acudían a comer a la escuela. Odiaba con todas mis ganas cuando me tocaba cocinar para la calle. Era un estrés de restaurante profesional, donde equivocarse significaba ser mirado con cara de apestado y, si no eras de los más ingeniosos, como era mi caso, los compañeros no querían trabajar contigo. Juntarse con el menos ingenioso significaba no poder competir al mismo ritmo que los demás. Y quedar primero en esa competición es lo que daba el pase para poder ir en verano a hacer prácticas a afamados restaurantes de estrellas michelín en el norte de España. Nadie quería juntarse conmigo ni con otros compañeros de mi destreza. Ralentizábamos al resto. Creíamos que íbamos a la escuela a aprender y resulta que estábamos diariamente compitiendo.
Llegó el primer trimestre y me salvé por los pelos. Me quedaron dos, justo el límite para que no me echaran, pero suficiente como para pensar que no valía para estar allí. Y yo quería estar allí porque, aunque no me entusiasmaba, sí me gustaba y quería sobre todo tener un oficio para poder ganarme la vida y hacer más cosas en el futuro. En las primeras navidades, como me habían quedado dos, me fui a Guadalajara a hacer prácticas a un hotel rural propiedad de un miembro del Opus Dei. A los que nos había quedado alguna, nos estaban reservado los supuestamente peores hoteles o restaurantes: sin estrellas, sin glamour. No saben qué favor me hicieron.
Aprendí mucho, cierto es, pero no me pagaron absolutamente nada. Ni siquiera el viaje en tren hasta el lugar. Tampoco me dieron alojamiento. Me hospedé en casa de la cocinera con el resto de la plantilla, en un colchón en el suelo en el que pasé frío como nunca antes. La experiencia me reconfortó porque conocí gente estupenda y aprendí, pero fui explotado en jornadas de 15 horas al día porque yo contribuí a sacar el servicio de aquellas navidades. En la cocina, éramos dos becarios y una cocinera. Esas navidades, ese hotel se ahorró dos sueldos de auxiliares de cocina. Y, por supuesto, limpiamos ollas como el que más.
En verano, visto lo visto, yo dije que no iría a hacer prácticas a ningún sitio que no me pagaran. No por nada, sino porque mi familia no me podía mantener y yo, aunque fuera poco, tenía que ingresar algo para mis gastos. Me mandaron a Toledo, a un complejo hotelero muy conocido en la ciudad. Y ahí sí me trataron bien: me pagaban, no como a un empleado pero sí lo suficiente como para ser independiente, y me dieron alojamiento en un precioso apartamento dentro del recinto hotelero. Aprendí lo más grande pero a la vuelta a la escuela, en septiembre, era un apestado. Había estado de auxiliar de cocina en un hotel de provincias donde se daban bodas y comuniones y no en los restaurantes de ilustres de la cocina de diseño del País Vasco o Cataluña, donde fueron muchísimos de mis compañeros.
A la vuelta, estos mismos compañeros que pensaban que iban a venir con una estrella michelín en lo alto, contaban peste de estos sitios. No habían aprendido absolutamente nada. Habían estado los dos meses de verano como en una cadena de montaje quitándole el corazón a cientos y cientos de manzanas, torneando patatas (darle forma ovalada), cortando en ‘brunoix’ (dados pequeñitos) cebollas, pelando ajos y sintiendo que estorbaban. Pero ellos estaban en la meca de la cocina y se sentían llamados por el dios de los fogones. No podían comunicarle a nadie que no estaban a gusto, que no era su sitio, que estaban siendo un estorbo. Nadie quería ser un fracasado.
Ellos, como eran nacionales, tuvieron más suerte que los japoneses y argentinos con los que compartían experiencia becaria. Éstos, dormían en los almacenes de las cocinas en sacos de harina, en habitaciones de dos donde dormían cuatro y, por supuesto, tenían que darles las gracias a la estrellita que le daba nombre al restaurante. Por si no fuera bastante el fraude, en los dos meses que estuvieron vieron al cocinero estrella unas tres veces; porque, a pesar de lo que la gente se cree, los cocineros mediáticos no son cocineros, son imágenes de marca, viven de su imagen, de los programas que presentan, de los productos que patrocinan y de mucho posturear.
Se dedican a ir a congresos para mostrar experimentos culinarios que han puesto en marcha los esclavos que tienen en sus cocinas; presentan libros que no han escrito ellos y hablan de platos que, al contrario que en las cocinas reales, elaboran en cocinas que parecen naves espaciales, donde ellos practican su creatividad efímera sin el estrés de un servicio real.
Con suerte, de ese ejército de gente que se va de prácticas a los restaurantes de estas estrellas michelín, alguno es señalado por el dedo divino del cocinero-estrella. Y entonces sí, entonces te enseñan, aprendes y hasta te pagan un sueldo digno; aunque nada comparado con lo que gana una estrellita por ir a un congreso a decir cómo le mete oxigeno a un huevo frito.
Si cuando empezamos el primer curso éramos 20 alumnos, al comienzo del segundo éramos sólo 14. Seis criaturas no habían podido soportar el desengaño y el sentirse unos fracasados. Había gente a la que le costaba reconocer que durante las prácticas en verano no habían aprendido absolutamente nada, pero “eso para el curriculum viene muy bien”, decían para autoconvencerse los desengañados. Terminamos la escuela y muchos no trabajaron nunca de cocinero porque la cocina real era otra cosa de lo que nos habían enseñado. En realidad, la alta cocina odia profundamente la cocina de verdad y a quienes han cocinado toda la vida en la intimidad de los hogares, las mujeres. Existe un profundo machismo. Había sitios donde no querían mujeres y así de literal nos lo trasladaban desde la escuela. “A este sitio no puedes ir, fulanita, porque no quieren mujeres”. Y la víctima, como quería ser una estrella de la alta cocina, callaba ante la humillación. De hecho, en la selección de la escuela cogían preferiblemente a hombres. De 20 alumnos que comenzamos, sólo había tres mujeres. Ninguna de ellas se dedica ahora a la cocina.
Durante cinco años me dediqué a la cocina, a la de verdad, en la que se llegan a trabajar jornadas de hasta 17 horas para una boda, donde se dan voces por los nervios, en la que te pagan la hora extra a cinco o seis euros y con turnos partidos, de mañaña y tarde, y sábados, domingos, festivos y fiestas de guardar. Nada que ver con programas tan glamurosos como Master Chef. La cocina real es muy dura y sólo aguantan las criaturas que no tienen otra manera de ganarse la vida. En las cocinas reales, la inmensa mayoría de la gente no ha decidido ser cocinero; se autoconvencen porque no han podido tener otras oportunidades y hacen de la necesidad virtud y lo adornan en un aura de exclusividad y glamour.
Yo, como era joven, años más tarde pude reencauzar mi futuro laboral y me matriculé en la universidad para estudiar Periodismo, carrera que finalicé compatibilizándolo con trabajos en la hostelería o como pescadero en un supermercado. Yo quería ser Jordi Cruz pero menos mal que me di cuenta a tiempo de que era un mundo de mentira, de competición extrema, de soledades y frustraciones que no caben en un programa de televisión. Si estás pensando en ser Jordi Cruz, no lo hagas. No lo vas a ser nunca. Se aprovecharán de ti, te harán sentir un fracasado, te llenarán de inseguridades y cuando no sirvas para pelar más patatas, te echarán diciéndote que te dediques a otra cosa. El mundo de la alta cocina es un infierno, sí, pero no por el calor de los fogones sino por la ausencia de calor humano.


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