De
2009 a 2016, han muerto 1.325 personas en la cárcel. La prisión se
convierte en un microcosmos irrespirable e irreconciliable con sus
propios fines para muchos de los que la habitan
José Ángel Serrano, preso de aislamiento, a veces
comía objetos como pilas o trozos de alambre del somier. Lo cuenta su
abogada y pareja Silvia Encina. Ella le decía que no lo hiciera, que
cualquier día se iba a ahogar. “Yo no lo entendía, pero sufren tanto
emocionalmente que se hacen cortes, se comen las pinturas o cualquier
cosa para desviar el dolor interior y para conseguir salir aunque sea un
día: que los lleven al hospital, arriesgando su vida para un día.
Cuándo lo conocí, hacía 14 años que José no veía el campo desde una
ventana”, cuenta Encina. Ver el campo es, a la vez, que el campo te vea:
recibir un lamido de luz de primera mano, una espuertita de aire, un
sonido con dimensión que no llegue filtrado por estancias cerradas,
pasillos que dan a rejas y más rejas. José Ángel había olvidado las
propiedades físicas del mundo, y otras muchas cosas. Un día apareció
muerto en el centro zaragozano de Zuera.
Tenía la boca llena de llagas y quistes por una infección. Su entorno llevaba semanas intentando que lo trataran. También tomaba medicación psiquiátrica, “doce pastillas al día”. La familia no pudo ver el cuerpo. “Dijeron que solo nos dejarían verlo si nos lo llevábamos, pero así no podríamos averiguar lo que había pasado”. Querían una segunda autopsia. “Me costó seis meses conseguir una segunda autopsia. Cuando llegó el momento entraron para ver cómo estaba el cadáver y, al regresar, nos dijeron: “No lo veáis porque es horrible cómo está”. Y no lo vimos. Ya no podía extraerse ninguna conclusión de una autopsia”. Encina se siente maltratada, “para hacer el duelo, se necesita ver el cuerpo”.
El hombre que dejó de ver el campo pasó 18 años en prisión antes de morir. La mayoría del tiempo, en aislamiento. Debemos reconstruir su historia con imágenes de segunda mano prestadas por Silvia Encina, su pareja y abogada, que reconoce con dolor una certeza: que nunca llegó a comprender en su piel, en su oxígeno, lo que significa el encierro. Nunca. A pesar de que cuando entraba en prisión a visitarlo se le secaba la boca y sentía un estrujón en los nervios; a pesar de que ella tuviera que buscar también asistencia psicológica.
Encina habla de un patio de un módulo de aislamiento, 25 metros cuadrados cercados por dos pisos de hormigón. Cuenta que las ventanas de la celda daban a este espacio. Por ellas asomaba la voz José Ángel. Gritaba para dejarse oír por el preso que hubiera en otra de las celdas. Conversaban. Debían componer la imagen de la cara del otro por intuición como quien lee una novela, o, básicamente, como los ciegos. “Los que tienen dinero intentan compartir con otros. A él le metían peculio y decía que le llevaran un café al compañero. O, por ejemplo, hacían un carrito con un trozo de sábana y por la ventana se pasaban un cigarro”.
Dentro, su paisaje era de cemento. Cuando salía al exterior, iba dentro del cubículo del furgón policial y solo podía ver la calle a través de unos pequeños agujeros: era un burka de metal, un burka mucho más grande que él mismo, que ni siquiera marcaba la forma de su cuerpo, de modo que nadie podía intuir, al mirar desde fuera, que ahí había un hombre.
“A José le costaba hablar—sigue Encina—, arrancar un pensamiento, construir frases; le molestaban las voces, los ruidos, la gente. Conmigo quería hablar siempre, pero no con otros; ya no podía relacionarse, enseguida le parecía que le estaban mirando mal”. Llegó un punto en que tampoco deseaba salir del aislamiento, se acostumbró a vivir en ese caparazón cerrado. Quizá acostumbrarse no sea la palabra: resignarse o, más bien, contraer una suerte de tetraplejia en el ánimo. En la celda, se entretenía dibujando o escribiendo, pero “como siempre estaba tenso, apretaba mucho y se le rompían las puntas de los lapiceros”.
La celda tenía dos puertas: una de rejas y otra opaca con mirilla. Por ahí le pasaban la maquinilla de afeitar que tenía que devolver en cuanto se rasurara. Allí escribía frases, dibujaba y leía, pero poco: perdía el hilo, le costaba concentrarse. Hacía flexiones. Escuchaba música.
Encina se licenció en Derecho a los 46 años y se sumó como voluntaria a una asociación. Allí, en esos días en que descubrió que la cárcel era un lugar que secaba la boca, conoció a José Ángel. Había ingresado en la penitenciaría con 21 años y empezó a sumar causas menores (el día en que murió, cumplía 40 años). Llegó a sumar unas 44 causas. La mayoría por delitos menores o quebrantamiento de condena. No obstante, la primera causa, la que lo llevó a prisión, no fue un asunto menor, sino un homicidio. “Toda la liada fue en un año. Tuvo problemas con su padre, se fue de casa y empezó a consumir mucha cocaína. El consumo masivo le provocó trastornos mentales, pero no estaban bien diagnosticados… Después de un fin de semana de fiesta en Bilbao, fueron a comprar cocaína y creyeron que el chico que les vendió les había engañado”. Él le pinchó en una pierna. La cuchillada cayó en mal lugar. La víctima se desangró.
Cuando entraron en contacto, Encina quiso ayudarle y él le pregunto: “¿Y me vas a ayudar teniendo una muerte en la espalda?”. Silvia cuenta que percibía un gran sentimiento de culpa: “Era un tema que le dolía mucho cuando hablaba”. Un día, después de nueve meses escribiéndose, José Ángel la llamó: “Yo te quiero y quiero que seas mi pareja. Te voy a llamar en cinco minutos y me contestas”. Ella le dijo que sí.
Silvia Encina hoy es miembro de Familias contra la Crueldad Carcelaria, un colectivo que teje redes de parientes de presos (sobre todo madres, esposas; mujeres) para ayudarse a sortear la miríada de barreras que rodea a los encarcelados. Lo capitanean cinco mujeres cuyos familiares murieron dentro de un penal. Sostienen que la prisión es un nido de penurias y vejaciones. Pelean por llevar casos de presuntos abusos a la justicia y por conseguir que las voces del naufragio germinen en alguna orilla. Apoyan a las familias de los presos que son en su mayoría pobres y de baja formación. Estos allegados deben afrontar una condena psicológica, además de la condena económica de no disponer de recursos para visitar a los suyos y recordarles que tras las alambradas hay quienes les esperan con unas ganas locas de mirarlos a los ojos. El calor: esa minucia tan crucial para la reinserción. La dispersión no afecta solo a los etarras, según una respuesta parlamentaria del Ejecutivo, un 28% tanto de hombres como de mujeres cumplen condena fuera de su lugar de procedencia. El Gobierno asegura que los movimientos responden a criterios organizacionales: dependiendo de las plazas disponibles para cada grado penitenciario. Valentín Aguilar, portavoz de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), ve otros motivos. “La existencia de ETA ha generado no pocos problemas a la población reclusa en general. Los efectos nocivos se extendían a todos. Además de por motivos de organización, también se dispersa como medio de represión o castigo”. Hay, por dar un ejemplo, 95 residentes de Andalucía cumpliendo condena en Galicia. “Se reducen al mínimo las visitas, se pueden quedar años sin ver a la familia. Gente que tiene dificultades para comer no puede desplazarse de Córdoba a Asturias”, sintetiza Aguilar. El entorno de los presos de ETA lleva años organizándose para franquear estos obstáculos, pero el de los presos llamados comunes no. De hecho, la sociedad apenas conoce esta circunstancia.
Otra de esas historias de este colectivo es la de Luis Acedo, que pasó tres meses muriéndose de dolor en la cárcel de Picassent mientras le crecía la muerte en el costado izquierdo. Al salir, su hermana vio que los tumores se percibían con facilidad. El médico externo que lo examinó no acertó a comprender cómo pudo resistir un dolor semejante: tenía las entrañas devoradas. Nada que hacer. La familia denuncia que lo ignoraron en prisión; la querella criminal presentada contra el subdirector médico y el médico del módulo 25 fue admitida a trámite. Explica su hermana Noelia Acedo que uno de sus compañeros de condena, al recordar ante el juez los últimos días de Luis, se echó a llorar.
No hay recursos para la piedad
Pero antes de retratar el calvario de Luis, debemos contextualizar, describir por qué la cárcel no sirve para restaurar un daño causado a la sociedad y para reinsertar a ciudadanos como prevé la Constitución. “Los muros de la prisión tienen dos objetivos, que el preso no salga y que los de fuera no entremos a ver qué pasa”, sintetiza Jorge del Cura, portavoz de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura.
Uno de los regímenes más destructores es el de aislamiento. La Coordinadora denunció en 2016 que bastan 10 días en este hoyo para que emerjan síntomas de angustia, depresión, roturas en la percepción, autolesiones e intentos de suicidio. Existen varios tipos de aislamiento. El sancionador contempla un máximo de 14 días, pero puede prorrogarse dos veces hasta alcanzar los 30 o 40. A veces, el preso sale unos cuantos días y luego se le vuelve a recluir. Del Cura explica otras modalidades: “El FIES consta de varias categorías: para funcionarios de Policía o Guardias Civiles, que se les mete para protegerles; para miembros de bandas organizadas; para sospechosos de pertenecer a banda armada; para quienes piden protección; y el de control directo, el más duro, donde permanecen personas peligrosas para la vida de otras personas”. Todos pasan más de 20 horas en sus celdas con dos o tres de patio. “El más duro es el FIES. Salen solos al patio, como mucho en compañía de otro preso FIES y, aunque no conste en ninguna orden, se les impide hablar entre ellos”, señala Del Cura.
La teoría dice que los aislamientos sancionadores se aplican a internos que se intentan fugar, que se pelean con otros presos o agreden a funcionarios. “Así es teóricamente —continúa Aguilar—, pero la realidad es que en un número muy elevado de veces, cuando una persona sufre malos tratos o tortura, recibe inmediatamente una denuncia por atentado o resistencia y va primero al aislamiento. Después, cuando sales, es muy fácil que te cambien de grado y si estabas en el segundo, pases a primer grado (con derecho a patio, pero sin salidas al exterior) o a FIES”, denuncia Del Cura. Si la riña ha ido más allá de un zarandeo, “te meten dos o tres días para que se te pasen las lesiones”.
Un portavoz de Acaip que prefiere no dar su nombre niega este proceder: “Desde luego, estas situaciones no son provocadas por el funcionario. El 100% de las agresiones siempre dan comienzo por enajenaciones violentas de internos; puede darse un caso al contrario o dos, pero serían excepcionales. Y como ocurre en la vida civil, el funcionario tiene derecho a denunciar”.
Cuenta Del Cura y lo aseveran también las familias de Acedo y Serrano que los presos no denuncian por miedo a represalias. El aislamiento es el extremo final y el punto de pivotaje de un ecosistema de castigos sutiles. Dentro de prisión, los internos prefieren lamerse las heridas y las penas en silencio para no perder cosas pequeñas y efímeras. “No denuncian por miedo a perder una visita de la novia o de un familiar, por miedo a quedarse sin permiso de salida, por miedo a que lo cambien de destino o a que le quiten el trabajo”. El trabajo: las pocas horas en las que ejecutan una tarea simple y repetitiva y consiguen por sí mismos un poco de dinero. Poder comprar tabaco, poder dar activamente unas monedas y decidir por qué cosa quieren cambiarlas es un pequeño resquicio de independencia. Una ilusión necesaria. “Los que se atreven a denunciar son quienes acumulan ya un historial duro o quienes acaban de llegar y son muy ingenuos”, opina Del Cura.
Estado de excepción sanitario
Una de las causas principales es la alta prevalencia de enfermedades mentales entre los internos. Solo en Cataluña, el 54,3% de los internos sufre un trastorno mental. “Las cárceles se han convertido en una especie de psiquiátricos para los que no tenemos facultativos especializados. Son perfiles delictivos que no conocíamos. Si una persona presenta patología dual [trastorno mental más adicción], incrementa las situaciones de enajenación mental”, explica el portavoz de Acaip. La tensión, el estrés, la quemazón se ceba diariamente, también a causa de la falta de personal (“en algunos centros hay dos funcionarios para un módulo de 150 o 180 presos”).
También escasea el personal médico. “Hay un deterioro de la atención sanitaria y estamos haciendo una dejación de nuestras responsabilidades de vigilancia de la salud. Algunos centros tienen un médico y medio para atender a más de 300 personas. Y la administración no sabe cómo paliar este problema. Pero no toda la culpa es suya, la gente no quiere: si sacan una oferta de empleo público para 30 plazas, se presentan 11 candidatos y además exigen ejercer en su lugar de residencia. Pero el Estado tiene la obligación política de subsanarlo, debe transferir a las Comunidades Autónomas las competencias”, argumentan desde Acaip.
La medicina de la cárcel pertenece al ministerio del Interior, no a la Sanidad de cada Comunidad Autónoma. Desde APDHA, Valentín Aguilar advierte del peligro: “El médico depende de una institución que se dedica al control y a la seguridad y que prima el cumplimiento de las normas regimentales por encima del tratamiento; se siguen criterios distintos a los sanitarios”.
La escasez de personal convierte los tratamientos médicos en bombas de relojería. A los pacientes psiquiátricos se les da de golpe toda su medicación cuando llega el fin de semana. “Hasta 45 pastillas puede tener que administrarse un individuo de jueves a lunes, se las dan en un sobrecito marrón y tiene de dosificárselas él mismo”, critican desde Acaip. “Hay posibilidad de suicidio, incluso de tráfico con medicamentos”, lamenta Aguilar. Debería desarrollarse un control diario de esta medicación, una revisión de los tratamientos cada cierto tiempo, una atención personalizada… Pero no hay quien desempeñe esas tareas.
También se pierden citas médicas externas con especialistas por falta de policías. De las citas que no se realizaron a lo largo de 2015, un 34% se perdieron por falta de fuerza custodia. A veces, el problema es la dispersión: “Hay internos que tienen una operación pendiente y cuando se acerca la fecha los trasladan”, apunta Aguilar.
Ese desbarajuste de la medicina intramuros mató a Luis Acedo de una forma inimaginable.
Lo confundieron con un yonki
Luis permaneció en prisión casi tres años. Le quedaba un mes de condena cuando le dieron la libertad para morir. Entró en prisión por una paliza. Cuenta su hermana Noelia Acedo (jardinera y, ahora, activista), que un día vio cómo dos personas apuñalaban a su hermano pequeño, fue hacia ellos y los mandó al hospital. Cuando el cáncer le mordió las entrañas ya había pagado esa agresión: estaba cumpliendo otras causas que, por sí mismas, no le habrían empujado al fondo de una celda. “La mayoría eran por robar chatarra. Tenía un hijo chiquitico y se dedicaba a robar por los descampados de las obras. Al final, era por pobreza. Si hubiera tenido un trabajo no lo habría hecho”, relata Acedo. Él habitaba en el módulo 25 de la prisión valenciana de Picassent. Allí esperaba la libertad, trabajando hasta que se quedó sin fuerzas.
Un día notó un dolor en el costado izquierdo. Fue al doctor y le recetaron pastillas. El dolor creció, volvió al médico y le dieron más pastillas. Aquella brasa interna, sospechosa e innombrable ardía cada vez más fuerte y más ancha. Cada semana, Luis acudía al médico. Algo malo le pasaba, se estaba muriendo, no sabía de qué, pero se estaba muriendo. Perdió más de 20 kilos. Mandó dos instancias, dos súplicas a lápiz y con mala ortografía, al subdirector médico de la prisión. En la primera, describía el dolor que arrastraba desde hacía dos meses y señalaba que el médico no le había hecho ninguna prueba. En la segunda, repetía que su médico no hacía más que recetarle pastillas, que había perdido 10 kilos y suplicaba: “Por favor, yo le pido ayuda antes de que me pase algo grabe que luego no tenga remedio”.
“Tenía que seguir haciendo vida de preso, no podía quedarse en la cama y no bajar a desayunar. Llegó un momento en que los compañeros tenían que ayudarle a moverse. Allí lo vio todo el mundo tirado en el patio durante meses. La gente ya no pasaba por su lado, se apartaba porque daba cosa verle. Y la seguridad empezó a tratarlo como tratan a los yonkis. Creyeron que se había enganchado al verlo tan delgado. Si llegaron a esa conclusión, también tenían que haber hecho algo”, dice Acedo. Aplicados a la medicina, los prejuicios son mortales, funcionan como balas lentas.
Luis no quería que nadie presionara desde fuera, tenía miedo; pero un día no pudo más y telefoneó a casa: “Mi hermano, al final, nos llamó diciendo me muero, me muero, y nosotros llamamos al centro y nos dijeron que no sabían nada de las instancias”. Entonces sí lo trasladaron al hospital. El oncólogo se encontró un cáncer de páncreas con metástasis en fase cuatro. Solo podían paliar el dolor. El médico, impresionado, dijo aquello que se grabó en la mente de Noelia: que no se imaginaba cómo había podido soportar el dolor sin una pastilla de morfina. Eso es lo que más le entristece a ella, la certeza de la condena del cuerpo dentro de la condena de la cárcel. Eso, y también saber que, en verdad, hubo momentos en que Luis casi no pudo aguantarlo. Había intentado suicidarse dos veces. Esa fue la medida del calvario.
Tenía la boca llena de llagas y quistes por una infección. Su entorno llevaba semanas intentando que lo trataran. También tomaba medicación psiquiátrica, “doce pastillas al día”. La familia no pudo ver el cuerpo. “Dijeron que solo nos dejarían verlo si nos lo llevábamos, pero así no podríamos averiguar lo que había pasado”. Querían una segunda autopsia. “Me costó seis meses conseguir una segunda autopsia. Cuando llegó el momento entraron para ver cómo estaba el cadáver y, al regresar, nos dijeron: “No lo veáis porque es horrible cómo está”. Y no lo vimos. Ya no podía extraerse ninguna conclusión de una autopsia”. Encina se siente maltratada, “para hacer el duelo, se necesita ver el cuerpo”.
Un intento de retratar lo que las rejas hacen con la vida y los huesosHay cientos de personas que fallecen intramuros. Según un informe de Instituciones Penitenciarias, de 2009 a 2016 murieron 1.325 personas presas. José Ángel murió en la cárcel, y murió de cárcel. Pero este no es un artículo de muerte, sino de encierro: un intento de retratar lo que las rejas hacen con la vida y los huesos; una pretensión infructuosa, obligatoriamente parcial y fracasada, pero necesaria. Serán un par de porciones: la historia de dos de hombres tristes que ya no existen y que supieron que la condena es eterna mientras dura, indeseablemente eterna, y que nadie, desde fuera, iba a ser capaz de conocer sus borrascas de desesperación. Nadie, tampoco las familias, por mucho que lo intentaran.
El hombre que dejó de ver el campo pasó 18 años en prisión antes de morir. La mayoría del tiempo, en aislamiento. Debemos reconstruir su historia con imágenes de segunda mano prestadas por Silvia Encina, su pareja y abogada, que reconoce con dolor una certeza: que nunca llegó a comprender en su piel, en su oxígeno, lo que significa el encierro. Nunca. A pesar de que cuando entraba en prisión a visitarlo se le secaba la boca y sentía un estrujón en los nervios; a pesar de que ella tuviera que buscar también asistencia psicológica.
Encina habla de un patio de un módulo de aislamiento, 25 metros cuadrados cercados por dos pisos de hormigón. Cuenta que las ventanas de la celda daban a este espacio. Por ellas asomaba la voz José Ángel. Gritaba para dejarse oír por el preso que hubiera en otra de las celdas. Conversaban. Debían componer la imagen de la cara del otro por intuición como quien lee una novela, o, básicamente, como los ciegos. “Los que tienen dinero intentan compartir con otros. A él le metían peculio y decía que le llevaran un café al compañero. O, por ejemplo, hacían un carrito con un trozo de sábana y por la ventana se pasaban un cigarro”.
Dentro, su paisaje era de cemento. Cuando salía al exterior, iba dentro del cubículo del furgón policial y solo podía ver la calle a través de unos pequeños agujeros: era un burka de metal, un burka mucho más grande que él mismo, que ni siquiera marcaba la forma de su cuerpo, de modo que nadie podía intuir, al mirar desde fuera, que ahí había un hombre.
Llegó un punto en que tampoco deseaba salir del aislamiento, se acostumbró a vivir en ese caparazón cerrado“Cuando lo conocí, tenía los nervios destrozados, estaba desquiciado, devorado. Había perdido la capacidad de relacionarse. En estos módulos la disciplina es mucho más estricta. Lo sancionaban todo el tiempo, siempre había problemas, y le quitaban la hora de salida al patio. Un preso no necesita un abogado, necesita un bufete”.
“A José le costaba hablar—sigue Encina—, arrancar un pensamiento, construir frases; le molestaban las voces, los ruidos, la gente. Conmigo quería hablar siempre, pero no con otros; ya no podía relacionarse, enseguida le parecía que le estaban mirando mal”. Llegó un punto en que tampoco deseaba salir del aislamiento, se acostumbró a vivir en ese caparazón cerrado. Quizá acostumbrarse no sea la palabra: resignarse o, más bien, contraer una suerte de tetraplejia en el ánimo. En la celda, se entretenía dibujando o escribiendo, pero “como siempre estaba tenso, apretaba mucho y se le rompían las puntas de los lapiceros”.
La celda tenía dos puertas: una de rejas y otra opaca con mirilla. Por ahí le pasaban la maquinilla de afeitar que tenía que devolver en cuanto se rasurara. Allí escribía frases, dibujaba y leía, pero poco: perdía el hilo, le costaba concentrarse. Hacía flexiones. Escuchaba música.
Encina se licenció en Derecho a los 46 años y se sumó como voluntaria a una asociación. Allí, en esos días en que descubrió que la cárcel era un lugar que secaba la boca, conoció a José Ángel. Había ingresado en la penitenciaría con 21 años y empezó a sumar causas menores (el día en que murió, cumplía 40 años). Llegó a sumar unas 44 causas. La mayoría por delitos menores o quebrantamiento de condena. No obstante, la primera causa, la que lo llevó a prisión, no fue un asunto menor, sino un homicidio. “Toda la liada fue en un año. Tuvo problemas con su padre, se fue de casa y empezó a consumir mucha cocaína. El consumo masivo le provocó trastornos mentales, pero no estaban bien diagnosticados… Después de un fin de semana de fiesta en Bilbao, fueron a comprar cocaína y creyeron que el chico que les vendió les había engañado”. Él le pinchó en una pierna. La cuchillada cayó en mal lugar. La víctima se desangró.
Cuando entraron en contacto, Encina quiso ayudarle y él le pregunto: “¿Y me vas a ayudar teniendo una muerte en la espalda?”. Silvia cuenta que percibía un gran sentimiento de culpa: “Era un tema que le dolía mucho cuando hablaba”. Un día, después de nueve meses escribiéndose, José Ángel la llamó: “Yo te quiero y quiero que seas mi pareja. Te voy a llamar en cinco minutos y me contestas”. Ella le dijo que sí.
Silvia Encina hoy es miembro de Familias contra la Crueldad Carcelaria, un colectivo que teje redes de parientes de presos (sobre todo madres, esposas; mujeres) para ayudarse a sortear la miríada de barreras que rodea a los encarcelados. Lo capitanean cinco mujeres cuyos familiares murieron dentro de un penal. Sostienen que la prisión es un nido de penurias y vejaciones. Pelean por llevar casos de presuntos abusos a la justicia y por conseguir que las voces del naufragio germinen en alguna orilla. Apoyan a las familias de los presos que son en su mayoría pobres y de baja formación. Estos allegados deben afrontar una condena psicológica, además de la condena económica de no disponer de recursos para visitar a los suyos y recordarles que tras las alambradas hay quienes les esperan con unas ganas locas de mirarlos a los ojos. El calor: esa minucia tan crucial para la reinserción. La dispersión no afecta solo a los etarras, según una respuesta parlamentaria del Ejecutivo, un 28% tanto de hombres como de mujeres cumplen condena fuera de su lugar de procedencia. El Gobierno asegura que los movimientos responden a criterios organizacionales: dependiendo de las plazas disponibles para cada grado penitenciario. Valentín Aguilar, portavoz de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), ve otros motivos. “La existencia de ETA ha generado no pocos problemas a la población reclusa en general. Los efectos nocivos se extendían a todos. Además de por motivos de organización, también se dispersa como medio de represión o castigo”. Hay, por dar un ejemplo, 95 residentes de Andalucía cumpliendo condena en Galicia. “Se reducen al mínimo las visitas, se pueden quedar años sin ver a la familia. Gente que tiene dificultades para comer no puede desplazarse de Córdoba a Asturias”, sintetiza Aguilar. El entorno de los presos de ETA lleva años organizándose para franquear estos obstáculos, pero el de los presos llamados comunes no. De hecho, la sociedad apenas conoce esta circunstancia.
Otra de esas historias de este colectivo es la de Luis Acedo, que pasó tres meses muriéndose de dolor en la cárcel de Picassent mientras le crecía la muerte en el costado izquierdo. Al salir, su hermana vio que los tumores se percibían con facilidad. El médico externo que lo examinó no acertó a comprender cómo pudo resistir un dolor semejante: tenía las entrañas devoradas. Nada que hacer. La familia denuncia que lo ignoraron en prisión; la querella criminal presentada contra el subdirector médico y el médico del módulo 25 fue admitida a trámite. Explica su hermana Noelia Acedo que uno de sus compañeros de condena, al recordar ante el juez los últimos días de Luis, se echó a llorar.
No hay recursos para la piedad
Pero antes de retratar el calvario de Luis, debemos contextualizar, describir por qué la cárcel no sirve para restaurar un daño causado a la sociedad y para reinsertar a ciudadanos como prevé la Constitución. “Los muros de la prisión tienen dos objetivos, que el preso no salga y que los de fuera no entremos a ver qué pasa”, sintetiza Jorge del Cura, portavoz de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura.
Uno de los regímenes más destructores es el de aislamiento. La Coordinadora denunció en 2016 que bastan 10 días en este hoyo para que emerjan síntomas de angustia, depresión, roturas en la percepción, autolesiones e intentos de suicidio. Existen varios tipos de aislamiento. El sancionador contempla un máximo de 14 días, pero puede prorrogarse dos veces hasta alcanzar los 30 o 40. A veces, el preso sale unos cuantos días y luego se le vuelve a recluir. Del Cura explica otras modalidades: “El FIES consta de varias categorías: para funcionarios de Policía o Guardias Civiles, que se les mete para protegerles; para miembros de bandas organizadas; para sospechosos de pertenecer a banda armada; para quienes piden protección; y el de control directo, el más duro, donde permanecen personas peligrosas para la vida de otras personas”. Todos pasan más de 20 horas en sus celdas con dos o tres de patio. “El más duro es el FIES. Salen solos al patio, como mucho en compañía de otro preso FIES y, aunque no conste en ninguna orden, se les impide hablar entre ellos”, señala Del Cura.
La teoría dice que los aislamientos sancionadores se aplican a internos que se intentan fugar, que se pelean con otros presos o agreden a funcionarios. “Así es teóricamente —continúa Aguilar—, pero la realidad es que en un número muy elevado de veces, cuando una persona sufre malos tratos o tortura, recibe inmediatamente una denuncia por atentado o resistencia y va primero al aislamiento. Después, cuando sales, es muy fácil que te cambien de grado y si estabas en el segundo, pases a primer grado (con derecho a patio, pero sin salidas al exterior) o a FIES”, denuncia Del Cura. Si la riña ha ido más allá de un zarandeo, “te meten dos o tres días para que se te pasen las lesiones”.
Un portavoz de Acaip que prefiere no dar su nombre niega este proceder: “Desde luego, estas situaciones no son provocadas por el funcionario. El 100% de las agresiones siempre dan comienzo por enajenaciones violentas de internos; puede darse un caso al contrario o dos, pero serían excepcionales. Y como ocurre en la vida civil, el funcionario tiene derecho a denunciar”.
Cuenta Del Cura y lo aseveran también las familias de Acedo y Serrano que los presos no denuncian por miedo a represalias. El aislamiento es el extremo final y el punto de pivotaje de un ecosistema de castigos sutiles. Dentro de prisión, los internos prefieren lamerse las heridas y las penas en silencio para no perder cosas pequeñas y efímeras. “No denuncian por miedo a perder una visita de la novia o de un familiar, por miedo a quedarse sin permiso de salida, por miedo a que lo cambien de destino o a que le quiten el trabajo”. El trabajo: las pocas horas en las que ejecutan una tarea simple y repetitiva y consiguen por sí mismos un poco de dinero. Poder comprar tabaco, poder dar activamente unas monedas y decidir por qué cosa quieren cambiarlas es un pequeño resquicio de independencia. Una ilusión necesaria. “Los que se atreven a denunciar son quienes acumulan ya un historial duro o quienes acaban de llegar y son muy ingenuos”, opina Del Cura.
Estado de excepción sanitario
Nadie se reinserta con muros de ocho metros y concertinas de dos metros más arribaTodo confluye dentro de prisión para configurar un microcosmos irrespirable e irreconciliable con sus propios fines. El mismo portavoz de Acaip expresa su escepticismo: “Nadie se reinserta con muros de ocho metros y concertinas de dos metros más arriba. Es posible que lleguen al convencimiento de que no se puede reincidir porque el castigo es demasiado duro, pero la reinserción es otra cosa”.
Una de las causas principales es la alta prevalencia de enfermedades mentales entre los internos. Solo en Cataluña, el 54,3% de los internos sufre un trastorno mental. “Las cárceles se han convertido en una especie de psiquiátricos para los que no tenemos facultativos especializados. Son perfiles delictivos que no conocíamos. Si una persona presenta patología dual [trastorno mental más adicción], incrementa las situaciones de enajenación mental”, explica el portavoz de Acaip. La tensión, el estrés, la quemazón se ceba diariamente, también a causa de la falta de personal (“en algunos centros hay dos funcionarios para un módulo de 150 o 180 presos”).
También escasea el personal médico. “Hay un deterioro de la atención sanitaria y estamos haciendo una dejación de nuestras responsabilidades de vigilancia de la salud. Algunos centros tienen un médico y medio para atender a más de 300 personas. Y la administración no sabe cómo paliar este problema. Pero no toda la culpa es suya, la gente no quiere: si sacan una oferta de empleo público para 30 plazas, se presentan 11 candidatos y además exigen ejercer en su lugar de residencia. Pero el Estado tiene la obligación política de subsanarlo, debe transferir a las Comunidades Autónomas las competencias”, argumentan desde Acaip.
La medicina de la cárcel pertenece al ministerio del Interior, no a la Sanidad de cada Comunidad Autónoma. Desde APDHA, Valentín Aguilar advierte del peligro: “El médico depende de una institución que se dedica al control y a la seguridad y que prima el cumplimiento de las normas regimentales por encima del tratamiento; se siguen criterios distintos a los sanitarios”.
La escasez de personal convierte los tratamientos médicos en bombas de relojería. A los pacientes psiquiátricos se les da de golpe toda su medicación cuando llega el fin de semana. “Hasta 45 pastillas puede tener que administrarse un individuo de jueves a lunes, se las dan en un sobrecito marrón y tiene de dosificárselas él mismo”, critican desde Acaip. “Hay posibilidad de suicidio, incluso de tráfico con medicamentos”, lamenta Aguilar. Debería desarrollarse un control diario de esta medicación, una revisión de los tratamientos cada cierto tiempo, una atención personalizada… Pero no hay quien desempeñe esas tareas.
También se pierden citas médicas externas con especialistas por falta de policías. De las citas que no se realizaron a lo largo de 2015, un 34% se perdieron por falta de fuerza custodia. A veces, el problema es la dispersión: “Hay internos que tienen una operación pendiente y cuando se acerca la fecha los trasladan”, apunta Aguilar.
Ese desbarajuste de la medicina intramuros mató a Luis Acedo de una forma inimaginable.
Lo confundieron con un yonki
Luis permaneció en prisión casi tres años. Le quedaba un mes de condena cuando le dieron la libertad para morir. Entró en prisión por una paliza. Cuenta su hermana Noelia Acedo (jardinera y, ahora, activista), que un día vio cómo dos personas apuñalaban a su hermano pequeño, fue hacia ellos y los mandó al hospital. Cuando el cáncer le mordió las entrañas ya había pagado esa agresión: estaba cumpliendo otras causas que, por sí mismas, no le habrían empujado al fondo de una celda. “La mayoría eran por robar chatarra. Tenía un hijo chiquitico y se dedicaba a robar por los descampados de las obras. Al final, era por pobreza. Si hubiera tenido un trabajo no lo habría hecho”, relata Acedo. Él habitaba en el módulo 25 de la prisión valenciana de Picassent. Allí esperaba la libertad, trabajando hasta que se quedó sin fuerzas.
Un día notó un dolor en el costado izquierdo. Fue al doctor y le recetaron pastillas. El dolor creció, volvió al médico y le dieron más pastillas. Aquella brasa interna, sospechosa e innombrable ardía cada vez más fuerte y más ancha. Cada semana, Luis acudía al médico. Algo malo le pasaba, se estaba muriendo, no sabía de qué, pero se estaba muriendo. Perdió más de 20 kilos. Mandó dos instancias, dos súplicas a lápiz y con mala ortografía, al subdirector médico de la prisión. En la primera, describía el dolor que arrastraba desde hacía dos meses y señalaba que el médico no le había hecho ninguna prueba. En la segunda, repetía que su médico no hacía más que recetarle pastillas, que había perdido 10 kilos y suplicaba: “Por favor, yo le pido ayuda antes de que me pase algo grabe que luego no tenga remedio”.
“Tenía que seguir haciendo vida de preso, no podía quedarse en la cama y no bajar a desayunar. Llegó un momento en que los compañeros tenían que ayudarle a moverse. Allí lo vio todo el mundo tirado en el patio durante meses. La gente ya no pasaba por su lado, se apartaba porque daba cosa verle. Y la seguridad empezó a tratarlo como tratan a los yonkis. Creyeron que se había enganchado al verlo tan delgado. Si llegaron a esa conclusión, también tenían que haber hecho algo”, dice Acedo. Aplicados a la medicina, los prejuicios son mortales, funcionan como balas lentas.
Luis no quería que nadie presionara desde fuera, tenía miedo; pero un día no pudo más y telefoneó a casa: “Mi hermano, al final, nos llamó diciendo me muero, me muero, y nosotros llamamos al centro y nos dijeron que no sabían nada de las instancias”. Entonces sí lo trasladaron al hospital. El oncólogo se encontró un cáncer de páncreas con metástasis en fase cuatro. Solo podían paliar el dolor. El médico, impresionado, dijo aquello que se grabó en la mente de Noelia: que no se imaginaba cómo había podido soportar el dolor sin una pastilla de morfina. Eso es lo que más le entristece a ella, la certeza de la condena del cuerpo dentro de la condena de la cárcel. Eso, y también saber que, en verdad, hubo momentos en que Luis casi no pudo aguantarlo. Había intentado suicidarse dos veces. Esa fue la medida del calvario.
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