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Observatorio del Laicismo 11/2/22 desde Las 2 Orillas
Siempre ha existido una misteriosa alianza de los representantes
divinos y la clase dominante. ¿Por qué optar por un Estado
verdaderamente laico?
No hay cielo, ni infierno, ni dioses, ni leyes eclesiásticas
objetivas. Las únicas normas que obligan en verdad son
las leyes del Estado, cuya obediencia trae recompensas
y desacatarlas, castigo. Punto final.
El cielo es terrenal; es el placer que uno tiene al comer,
beber, divertirse, cantar, tener sexo, que no solo debe ser
con fines reproductivos. Y el infierno es el dolor que se
experimenta al no poder disfrutar todas las cosas placenteras
de la vida. Es una solemne estupidez cohibirse del goce en
pro de obtener la salvación eterna, en un futuro inexistente;
si con la muerte todo cesa y simplemente nuestro cuerpo
se transforma en abono si nos entierran o en vapores de agua
y cenizas si nos creman. No hay posibilidad de vivir al lado de
un redentor inexistente.
Las diferencias de clase social y sus deberes distintivos son
establecidos de manera engañosa por las élites interesadas.
No hay leyes éticas equitativas, por lo que algunos privilegiados
con posición y fortuna pueden hacer lo que quieran, mientras
los vasallos, que aún existen por millones, siempre deben
cuidarse de que sus acciones no traigan como resultado el dolor ajeno.
Siempre ha existido una misteriosa alianza de los representantes
divinos y la clase dominante, pues en el fondo ninguno de los
dos grupos cree en lo que predican. Instruyen a la plebe para
hacer ofrendas en este mundo, que sacien ávidos intereses
monetarios. Y en reciprocité ofrecen indulgencias y maravillas
en un cielo mítico. Los creyentes e ingenuos fieles nunca saciarán
su hambre y sed de justicia, que siempre se les negó durante
70 u 80 años de existencia.
Pero es la promesa falsa de que tanto sufrimiento terrenal, es un
instante comparado con el gozo perenne, a la diestra de un padre
benefactor y bondadoso. Ese es el manido cuento desde hace dos
mil años en la iglesia católica.
Lo mismo sucede (con algunas variaciones leves en cuanto a los
ofrecimientos) en cualquiera de las otras religiones monoteístas.
Alá, por ejemplo, promete 70.000 vírgenes a todo aquel que se
forre en dinamita y se inmole explotándose en una embajada
gringa para acabar con los “infieles”. ¡Y los judíos aún esperan la
llegada de su mesías, todos los sábados arrodillados e implorando
al sordo muro de los lamentos! Y creen que llegará con misiles,
bombas y muchos diamantes, en vez de las habilidades del
carpintero aquel…
No hay alma que deje cuerpo alguno ni después de la muerte se
va a otro mundo. La vida del ser humano pertenece solo a este
planeta y termina aquí. Por lo tanto, debemos tratar de sacar
lo mejor de esta vida, sin creer en tantas patrañas que predica
la religión, apropiadas para tontos y pícaros. Nunca se debería
confiar en sacerdotes, imanes, prelados, obispos, priores, salvo
contadísimas excepciones y debemos hacer todo lo posible para
aumentar el placer y evitarnos el dolor.
Los placeres están asociados a las bellas artes, así que debemos
cultivarlas. Por supuesto, el placer no es posible en ausencia de
riqueza. Con dinero puede obtenerse a manos llenas. ¿Quién puede
gozar con el estómago vacío? ¿Con qué ganas podría una mujer
tener un acto sexual si ha pasado tres días huyendo, pues a su
marido y dos niños los asesinaron en una masacre?
¿Pero, se puede hacer cualquier cosa —estafar, pedir prestado
y no pagar, robar o asesinar— para acumular poder, riqueza y placer?
No, las leyes lo impiden y castigan a quien las desobedece. Aún
siendo suficientemente inteligentes como para burlarlas, el delito
es injustificado.
Se deben cumplir las normas de ley y evitar el castigo. Porque en
la antigüedad la justicia era muy parcializada. Los reyes, que tenían
el poder sobre las leyes del Estado, hacían lo que querían: cualquier
cosa para aumentar su riqueza, poder, placer y dominio. Confiaban
en la ignorancia de la gleba y el designio divino. Por fortuna los reyes
ya son reliquias del pasado y los dioses van de bajada.
En menos de 20 años, la religión habrá desaparecido en 20 países
de Europa. Desgraciadamente, todavía existen ciertas castas políticas
en estos países subdesarrollados, como el nuestro, que vienen
usufructuando —como los reyes— la candidez de pueblos cautivados
y atemorizados con las llamas del infierno y promesas de un goce
divino en la eternidad futura.
Son los pobres, domesticados con la magia de las religiones, que
se mueren en la ignominia, confiados en que dios proveerá, que
haga su santa voluntad y obre por caminos inescrutables, misteriosos
e insondables…
Por eso le temen a los cambios, a la democracia, al Estado laico,
a la equidad de género, a la educación universitaria gratuita y
de calidad; a la erradicación del analfabetismo, de la desnutrición
y al fomento del pensamiento crítico, de la justicia igualitaria.
No solo para el desposeído, como viene sucediendo tristemente
en nuestro país (no somos los únicos, si eso les consuela).
Es hora de que las cosas cambien. No más racismo ni homofobia;
a fue suficiente el sufrimiento, el crimen, la sangre derramada
y la mezquindad de un presidente que despreció la paz del
gobierno de Santos y en vez de cimentarla, arreció la guerra infame.
El futuro se puede mejorar si empezamos a erradicar vicios y mitos
de nuestra existencia; hay que aprovechar las circunstancias
inigualables, después del gobierno más oprobioso, nefasto y mediocre
de nuestra historia como república dizque independiente…
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