7/02/2023 Por Beatriz Juliá
Ginecóloga en un hospital público de la Comunidad de Madrid |
Atravieso el pasillo de mi hospital a paso ligero. Sé que como me pare con todos los que me saludan al pasar no empiezo a tiempo la consulta. Adivino sus sonrisas debajo de las mascarillas. Recuerdo las palabras de mi hija Sofía cada vez que viene a buscarme: “Mamá, parece que estás en tu pueblo, conoces a todas”. Y así es. A pesar de Ayuso, desde hace 32 años vengo contenta a trabajar cada mañana. Siento que estoy en mi lugar. Mis ojos aún miran cara a cara a mis pacientes y brillan cuando compartimos la alegría de ese esperado test de embarazo positivo.
No es fácil vencer a quien nunca se rinde. Y yo no me he resignado aún a que este hospital que tanto amo, que lleva el nombre del premio Nobel que apadrinó mi promoción, sea uno más de tus negocios, Isabel. Se me revuelve el alma cuando veo aparcado junto a la puerta de Urgencias ese autobús de la empresa Vivo para hacer resonancias magnéticas. ¿De verdad es necesario esto, Isabel?
Aquí trabajé a destajo cuando este pueblo del cinturón sur, cuyo nombre mi gerente no querría que mencionase, rivalizaba con Sanghai (ahora se dice “Sanjai”) en tasas de natalidad. Aquí nacieron mis hijos, hace 29 y 25 años, en un lugar seguro. No hubo habitación de lujo, pero sí grandes profesionales.
Durante la década de los 90, aquí defendimos el derecho al aborto. Me siento orgullosa de que las mujeres de este pueblo pudieran ejercerlo en su hospital, sintiéndose respetadas y cuidadas. A día de hoy, aún no sé por qué esto dejó de ser así.
En el año 2004, fueron muchas las caceroladas a las 12:00 de la mañana ante el despacho del gerente para apoyar a mi querido compañero Luis Montes, a quien le debo una gran lección de dignidad y resistencia. Y todas le debemos la ley de eutanasia que hoy tenemos. Mi tuit fijado va por ti, Luis. Aprendí en esa lucha que juntas somos más fuertes. Y me sentí orgullosa de mi hospital, tantas veces buque insignia de nuestros derechos.
Aquí luché por un sueño: tener para nuestro hospital una unidad de fecundación in vitro. El sueño se quedó a medias, aunque nacieron muchos niños; el deseo, el esfuerzo y la ilusión no son suficientes para que un sueño se materialice, eso os lo digo yo. También son necesarios los recursos materiales y humanos y la voluntad política, y de eso, lectores, hay poco en el SERMAS, y menos aún para algunos hospitales. Siempre he pensado que no es que no haya un plan en la sanidad madrileña, lo hay. Este plan consiste en incrementar el negocio privado desde lo público y en desviar el máximo de nuestro dinero a empresas privadas. Que les pregunten a los del autobús del grupo Vivo. ¿Os suena eso de cuanto peor, mejor? Pues así de sencillo es.
No interesa arreglar el problema de la Atención Primaria. Va contra el plan del señor Lasquetty, ese amigo de la privatización que ahora aconseja a Isabel. No pudo con nosotros en 2012, la Marea Blanca lo engulló, pero él aún conserva su plan en el cajón de la Consejería de Hacienda y Función Pública.
Y conste que no soy enemiga de la privada. Tuve que trabajar en ella para cumplir mi sueño. Pero nunca creeré en la privada con dinero público. Mi alma es sin duda de la medicina pública. Y apuesto por ella. Es muy frustrante trabajar con aparatos obsoletos, cambiar cada día de auxiliar, salir siempre tarde si quieres llevar al día las gestiones administrativas y tener tiempo al día siguiente para levantar la vista de la pantalla y escuchar a tus pacientes.
Es lo habitual tener que cerrar la consulta porque llega el verano, la Navidad, el puente y te toca cubrir otros puestos de trabajo, porque no hay personal, nunca hay trabajadores en este hospital, ¡qué cosas!
Y, sin embargo, no dudé en elegir mi hospital cuando me faltaba la respiración en la primera ola de la covid. Sabía que allí lucharían por mí. Somos de los que no se rinden. Estuve intubada. Creí que no lo contaría. Vi las bolsas con cadáveres pasar delante de mí cada día. Vi a mis compañeras llorando en aquella UCI improvisada. Y supe, una vez más, que cuidar lo común nos hace más fuertes.
El apoyo de mis compañeras, en la que ha sido la experiencia vital más fuerte en mi vida, me reconcilió con mi hospital, compensó de alguna manera el dolor que sentí hace unos años cuando la gerencia de mi hospital me abrió un expediente disciplinario con una acusación falsa, por ser protestona. Pude ganarlo, pero eso no borró mi sensación de injusticia y decepción. Somos ya muchos los que hemos pasado este Vietnam. Ahora le toca a la Dra. Mar Noguerol, trabajadora infatigable de la Atención Primaria, pero también protestona y defensora de lo público.
Os preguntareis si me ha merecido la pena, si volvería a elegir esta agridulce profesión. Sin duda alguna sí, pero estoy muy preocupada. Veo a mi hijo, con la carrera de Medicina acabada y trabajando de profesor. No le resultó motivadora la vida que le esperaba como médico de familia, el esfuerzo no le valía la pena y, tristemente, lo entiendo. Como madre solo pude decirle: hijo, yo quiero que seas feliz, no médico.
Cuando hace unos meses mi jefa me dijo que igual iba a tener que ir más al ambulatorio, con agendas de más de 30 pacientes de ginecología, me eché a llorar. A mis 60 años, no puedo ya con eso. Y sé que mis compañeros de Primaria tampoco pueden más. Ver a 50 o 60 personas, sin tiempo para escuchar, para explorar, para pensar, hace de una profesión preciosa, una profesión sin futuro. Los profesionales de la medicina se van fuera, a otras provincias, al extranjero, a otras profesiones, con toda la razón. No es el dinero lo que está en juego, es la salud mental, la mitad de la plantilla del SERMAS está con antidepresivos. Porque somos humanos. Queremos ser médicos, no autómatas. Y solo os puedo pedir una cosa, no nos dejéis solos, por favor. Salid a la calle y a las urnas para defender lo que nos corresponde a todas, para recuperar la dignidad de una Sanidad Pública universal y de calidad, porque juntas somos invencibles, os lo aseguro.
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